Capítulo XIII

 

 

Elena escuchó su nombre como si alguien la llamase a kilómetros de distancia. Sus párpados todavía estaban pesados a causa de aquel brebaje y se negaban a abrirse. Su nombre volvió a resonar en su cabeza. Por un momento le pareció Sebastián, pero no podía ser cierto, debía de estar soñando.

Intentó moverse, pero dado que le dolía todo el cuerpo, desistió. Debía de ser por estar tumbada en esa superficie tan fría y dura como la roca que era. La poca arenilla que la cubría le raspaba las partes desnudas de su cuerpo. Había decidido cambiar el sucio camastro que apestaba a pis de perro por el suelo y ahora debía hacer frente a las consecuencias.

La cabeza ya no le dolía, eso era un gran paso. Después pensó en las quemaduras de sus manos y tampoco las sentía. Debía de tenerlas dormidas. Su pie tampoco le molestaba.

De pronto unos fuertes brazos pasaron por su nuca y sus piernas y la alzaron bruscamente. ¿Su secuestrador la cambiaba de lugar? ¿A dónde la llevaría ahora? Dijo que no le haría daño, ¿sería cierto? Un cúmulo de pensamientos giraban en la cabeza de Elena.

—Tranquila cariño, no pasa nada. Ya estoy aquí.

La voz, supuestamente tranquilizadora de Sebastián, la asustó y de inmediato logró abrir los ojos.

—¡Bájame! —bramó.

—Tranquila, soy Sebastián. Ya estás a salvo, te sacaré de aquí.

¿A salvo? ¿Realmente estaba a salvo con Sebastián? Las palabras «asesino» y «no humano» hicieron aparición en su mente, no obstante había decidió no creer en algo tan horrible sobre él. A pesar de que apenas le conocía, ni le había contado nada sobre sí mismo, había convivido semanas con él y estaba convencida de que su guardaespaldas no era un asesino.

—Bájame, puedo andar —reclamó de nuevo.

Ante la insistencia desesperada de Elena, Sebastián la dejó lentamente en el suelo. Nada más tocarlo con la punta de sus pies, sintió como sus rodillas le fallaron y tuvo que sujetarse a su duro antebrazo.

Sin consultárselo siquiera, Sebastián volvió a tomarla en brazos con cierta irritación. Sin duda, Elena estaba enfadada con él y también asustada. Había sido secuestrada y llevada a un lugar que ni siquiera sospechaba que existía. Acababa de descubrir que la magia era una realidad,  no era para menos que tuviese miedo, necesitaría mucha paciencia con ella. Además, había muchas cosas que aclarar, pero no ahora. Valerio podía llegar en cualquier momento y lo primero era proteger a Elena. Ya se encargaría de que ese traidor pagase y de que su amada le perdonara.

—Cuando estés a salvo, hablaremos.

—¿Crees que me siento a salvo contigo?

—Puedes jurarlo.

—Pues no estoy tan segura, no has confiado en mí. No me has contado quién eres. Y la verdad… no sé nada de ti, no sé si me puedo fiar de todo lo que me digas.

—Por supuesto que puedes. —Sebastián caminaba a largas zancadas hacia la salida—. Hablaremos largo y tendido cuando salgamos de aquí. Te contaré todo.

Cuando llegaron al inicio de la cueva, perfectamente sellada y con una minúscula grieta que dejaba entrar la claridad del día, Sebastián se detuvo.

—Tal vez tú sí, pero yo no puedo salir.

—Claro que puedes —sonrió de forma traviesa—, siempre y cuando estés en contacto conmigo. Cierra los ojos si así lo prefieres.

—¿Realmente vamos a atravesarla?

—Sí—. Esperó unos segundos a que ella se preparase mentalmente para lo que iban a hacer—. ¿Estás lista?

—Sácame de aquí.

—A sus órdenes, mi señora.

Dando largos pasos, Sebastián se acercó más y más a la pared rocosa y cuando Elena pensó que se chocaría contra ella, cerró los ojos. Casi en un instante, sintió como el sol calentaba su rostro. Los abrió inmediatamente, pero la intensa luz del día la cegaba y tuvo que parpadear varias veces hasta que sus pupilas se contrajeron lo suficiente. Miró a su alrededor y descubrió que se hallaba en el exterior. Su respiración se aceleró tanto que temió un ataque de ansiedad. Así pues, se obligó a calmarse. Ya se había desmayado demasiadas veces para su gusto y lo último que le faltaba era otro ataque de pánico. Se acabó, ni uno más.

Qué, si acababa de averiguar que existían otros mundos aparte del que conocía; qué, si existía una magia como jamás la había imaginado. Pues bien, podía vivir con ello.

—Vendrás conmigo.

—¿A dónde vamos?

—A palacio.

—Ah. —Es todo lo que ella pudo decir.

Sebastián fue hacia su caballo todo lo rápido que pudo. Sin soltar a Elena llamó a uno de sus hombres y se la pasó mientras montaba. Después, el soldado la acomodó en su regazo.

Sebastián espoleó al animal y salieron al galope. El corazón de Elena comenzó a galopar al igual que el caballo en el que iba montada. El culpable, Sebastián. Tenerlo tan cerca era una tortura.

Estaba enfadada con él por no ser sincero, así que se negó a apoyar la cabeza contra su pecho, ni a rodearle la cintura con el brazo. La posición que adoptó para tocarle lo menos posible era de lo más incómoda. De todas formas su plan no había funcionado, puesto que estaba sentada sobre sus piernas y su cuerpo estaba pegado al amplio y fuerte torso de él.

A mitad de camino, Elena comenzó a revolverse. Intentó estirar un brazo, una pierna... Sentía un dolor terrible en el cuello por mantenerlo rígido tanto tiempo y su incomodidad empezaba a ser insoportable. No obstante, no quería decirle nada a Sebastián. No habían cruzado palabra desde que él la rescatase y ella no pensaba dar su brazo a torcer. La razón estaba de su lado.

Volvió a revolverse otra vez y en esta ocasión lo acompañó con un gemido.

—¿Te sientes bien?

—Sí —contestó al tiempo que se le dibujaba una mueca en su cara.

—Haremos un descanso, quiero ver tus manos. —Sebastián advirtió al instante de verla que llevaba ambas manos vendadas. Había decidido examinarle las heridas una vez estuvieran lo suficientemente lejos como para que Elena se encontrase segura.

—Agárrate a la crin.

Una vez Elena estaba sujeta, Sebastián bajó primero y luego la tomó en sus brazos. La depositó con cuidado bajo un árbol, se acuclilló frente a ella y cogiéndole las manos, comenzó a quitarle el vendaje.

—Ya no me duele —afirmó ella.

—¿Te curó Valerio?

—Sí. —Sebastián dio un resoplido y ella continuó—: Ha sido amable, no pensaba hacerme daño.

—¿Estás defendiéndolo? —preguntó sin dar crédito a las palabras que escuchaba.

—No, no. Lo que quiero decir es que las heridas me las hice yo tratando de escapar.

—¿Cómo?

—Bueno… Verás… —Le daba vergüenza confesar como se había quemado ella sola, sin embargo, lo mejor era decírselo—. Tenía las manos atadas delante y me subí a una roca para alcanzar la candela que colgaba de la pared. Eh… las cuerdas prendieron con mucha rapidez, más de la que pensaba…

—Dios mío, dame paciencia —murmuró Sebastián.

Al fin acabó de quitarle el vendaje. Tanto las muñecas como las manos estaban completamente sanas. Al menos Valerio la había curado, aunque no entendía por qué se había tomado esa molestia, no tenía ningún sentido.

Un grito de sorpresa sacó a Sebastián de sus cavilaciones. Elena, con la boca abierta por el asombro, se miraba las muñecas ilesas.

—Estaban quemadas… me dolían mucho… la piel estaba…

—¡Maldita sea! —Estaba furioso solo de imaginar el tremendo dolor que había padecido al herirse y lo asustada que debía haber estado—. ¿Valerio no te explicó los efectos del brebaje curativo?

—Me dijo que estaría bien en unas horas. Pensé que quería decir «algo mejor» no que estaría completamente curada. Bueno, no sé de qué me sorprendo después de todo lo que he visto en las últimas treinta y seis horas —dijo con sorna.

—Supongo que tendrás muchas preguntas que hacerme. Contestaré a todo con la verdad, pues estar segura.

—Mi secuestrador me dijo que eras como él. ¿Es cierto?

—Sí, ambos somos xerbuks.

—¿También asesinos? —Elena se puso tensa nada más soltar la pregunta. Temía la respuesta de Sebastián porque de una cosa estaba segura, que le diría la verdad fuera la que fuese.

Éste la miró con ojos de pocos amigos.

—¿Me estás comparando con él?

—No lo sé. Dime Sebastián, ¿has matado a alguien?

—Por supuesto que sí, hemos estado en guerra hasta el año pasado—. La irritación era palpable en su voz. El maldito Valerio se había dedicado a ponerla en su contra.

Un gran alivio recorrió el cuerpo de Elena. Sebastián había participado en una guerra y en la guerra obviamente se mataba a gente. Ya podía respirara tranquila, no era un criminal aunque ella lo había descartado desde el momento en que lo había mencionado Valerio, necesitaba oírlo de su boca.

Era cierto que no había confiado en ella para contarle la verdad de su procedencia, pero no era un asesino. Además, había ido a rescatarla. Se le veía preocupado por sus herida y ahora mismo También ofendido porque lo comparaba con un traidor.

Pues bien, se lo merecía, por no haber confiado en ella, ahora tendría que rogar. ¡Oh vaya! No veía la hora en que él se disculpara, lo iba a disfrutar muchísimo. Siempre y cuando suplicara por su perdón, cosa que no estaba del todo segura que hiciese dado su orgullo y arrogancia.

—¿Mi amiga Estefanía vive en el palacio?

—Sí, es la princesa.

—Y como es que acabó aquí.

—Fani era la última zedhrik, la profecía decía que ella acabaría con la hechicera y así fue. La destruyó y trajo la paz a Xerbuk.

Elena se quedó literalmente con la boca abierta.

—¿Ella es como tú?

—No, ella es zedhrik y yo soy xerbuk. Somos de razas distintas y tenemos poderes diferentes.

—Así que mi amiga tiene poderes mágicos. —Adoptando una pose ofendida añadió—: ¿Por qué nunca me dijo nada?

—No lo sabía, creció en el reino humano para ser protegida.

—¿Y sus padres?

—Son adoptivos, los verdaderos padres de Fani fueron asesinados.

—¡Oh Dios mío! ¿Podré verla?

—Allá nos dirigimos. No queda mucho.

Elena se sintió mucho más tranquila, ahora entendía algunas cosas, aunque no todas. Estaba deseando poder ver a Estefanía y fundirse en un abrazo.

No tardaron en ponerse en camino. Elena volvió a sentarse sobre las piernas de Sebastián y a tener su cuerpo pegado al suyo. Su orgullo le impidió acomodarse más, así que se mantuvo tensa. Sebastián todavía no se había disculpado, tal vez ni siquiera lo hiciese. Qué estúpida estaba siendo.

 

Llevaban una hora de camino, una hora que a ella le pareció una eternidad. Estar en brazos de Sebastián y no tocarlo le suponía un esfuerzo sobrehumano. Quería hacerlo suplicar, pero ya no estaba tan segura de lograrlo. Tal parecía que era él quien estaba enfadado. ¡Era ella quien debía estar enfurecida con él! ¿Quién demonios se creía que era? Iba a tener que rogar su perdón y rogar mucho si quería conseguirlo.

Sebastián advirtió el cambio que había adoptado Elena. Miró de reojo hacia abajo y vio su semblante serio, con los brazos cruzados sobre su pecho. Parecía bastante incómoda, dolorida y muy enojada. A saber las cosas que estaría cavilando en su cabecita.

—Estarías más cómoda si pasaras el brazo por mi cintura y apoyaras la cabeza en mi hombro.

—Estoy bien así, gracias —contestó fríamente.

—No seas testaruda, todavía nos queda media hora más. Cuando lleguemos estarás entumecida.

—¿Acaso te importa?

—Pues sí, me importa.

—Puedo cuidar de mí misma.

—Por eso he tenido que venir a rescatarte... por cierto, tendremos una larga charla sobre el por qué me mentiste.

Ella casi rio a carcajadas. Esto era el colmo, cómo se atrevía a acusarla de mentir.

Él, el hombre que no era humano.

Él, el hombre que no pertenecía a su mundo.

Él, un hombre que poseía poderes y que no le había contado absolutamente nada se atrevía ahora a hacerle reclamos.

—Le dijo el cazo a la sartén —murmuró indignada.

—¿Qué cazo… y sartén…?

—Es un dicho.

—Ya sé que me lo has dicho, pero no lo entiendo.

—Nada, olvídalo, es una tontería.

Ella se mantuvo en sus trece y siguió con la cabeza erguida, aunque le doliera el cuello y la espalda. Se cruzó de brazos, aunque le costase mantener el equilibrio y así permaneció los treinta minutos que tardaron en llegar a palacio.

Sebastián, cruzó la puerta de la muralla que daba al patio. Elena miró hacia arriba y la mandíbula se le desencajó. El palacio era una construcción majestuosa. La fachada de un blanco resplandeciente, tenía cúpulas doradas en cada torre. Magnífica, era la única palabra que le venía a la mente al mirar aquella edificación.

—¡Vaya! —La palabra escapó de sus labios como un susurro.

Sebastián sonrió ante la cara de asombro de Elena. Y todavía no había visto el interior, tendría que sujetarla con fuerza no fuera a desmayarse.

Tres mozos de cuadra acudieron a ellos en cuanto cruzaron el patio. Sebastián desmontó y bajó a Elena con cuidado. Cuando la dejó en el suelo, las piernas le temblaban por el cansancio, se agarró a él a pesar de haberse resistido a tocarle durante todo el trayecto, la tuvo que sujetar con firmeza por debajo de las axilas para que no cayera de bruces.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —dijo con total convicción aunque su voz disentía de ello.

—¿Crees que podrás andar o te cojo en brazos?

—Tranquilo, podré caminar. De verdad, estoy bien.

Tras unos minutos agarrada al brazo de Sebastián, las fuerzas regresaron a ella y le soltó para andar por su propio pie.

Un suspiro disimulado de alivio salió de la boca de Sebastián. Al fin su amada Elena hallaba a salvo. Había pasado dos días de infierno sin saber dónde o en qué condiciones estaría. Sin saber si le habían hecho algún daño. Si estaría todavía con vida. Pero ya se encontraba segura a su lado y se encargaría de que así permaneciese.

Ahora, junto con Marco debían ir en busca del desgraciado de Valerio. Después, llevaría a Elena de vuelta al reino humano.

De pronto, un dolor de estómago le hizo encogerse. No quería devolverla a su mundo, quería quedársela para él, pero para eso tendría que proponerle matrimonio. ¿Lo rechazaría? Lo había aceptado en su cama, pero aceptarlo en su vida era otra cosa. Era obvio que estaba enfadada y él tenía mucho que explicar. Cuando le había dicho que le podía hacer todas las preguntas que quisiera, no habían sido muchas.

En un principio cuando la encontró en aquella cueva, la vio asustada. Asustada de él. Ese estado le había durado poco, lo había cambiado por enojo. No le quitaba razón, tendría que hablar con ella seriamente. Además, él también estaba enfadado, se había atrevido a mentirle y casi se muere del susto cuando descubrió que Valerio se la había llevado.

Elena cruzó el umbral a pocos pasos detrás de Sebastián. El palacio era tan impresionante por dentro como por fuera. El suelo era de un mármol blanco y puro. Las paredes recubiertas de grandes cuadros, unos eran paisajes, otros retratos. Grandes y pesados cortinajes de terciopelo rojo cubrían las ventanas. El techo era bastante alto y de él colgaba una impresionante lámpara de araña. En el centro se hallaba una enorme escalera que subía al piso superior. Una alfombra roja con bordados dorados cubría los escalones. Estaba paralizada por tanta belleza y lujo. Jamás había visto nada igual.

Mientras Elena estaba deslumbrada frente a las escaleras a observando su alrededor, la silueta de una mujer apareció en lo alto. Llevaba un vestido sencillo, color ciruela, con el escote cuadrado y bordados en las mangas. Tenía el cabello liso, largo y suelto  apartado de la cara con una diadema de brillantes. De pronto sus ojos se agrandaron más todavía al advertir de quién se trataba. ¡Era Estefanía! Pudo ver cómo se transformaba la cara de su amiga cuando la vio; de seria y preocupada a alegre y radiante.

—¡Elena!

—¡Estefanía!

Ambas echaron a correr la una hacia la otra. Se encontraron en mitad de la escalera y se abrazaron fuertemente. Lágrimas de felicidad rodaron por las mejillas de las mujeres sin que ninguna de las dos las pudiese controlar. Después de todo por lo que había pasado Elena, estrechar firmemente a su amiga era un gran consuelo.

—Qué alivio saber que estás bien —dijo Fani.

—Lo mismo digo. Lori y yo hemos estado tan preocupadas por ti.

—Ya os dije que no teníais por qué.

—Sí, pero como no nos decías dónde estabas y no podíamos visitarte…

—Pues ya ves que no teníais que haberlo hecho.

—¡Oh! Cuánto me alegro de verte. —Un sollozo escapó de su garganta en la última palabra.

—Y yo Elena. He estado en un sin vivir desde que supe lo que pasó, tengo que confesarte que es por mi culpa.

—Pues ponte en la cola, tu marido y Sebastián también se atribuyen ese honor.

Ambas mujeres se tomaron el privilegio de reír. Después, Fani tomó a Elena del brazo y la llevó escaleras arriba.

—Te enseñaré tu habitación, necesitarás un baño y descansar.

—Eso suena maravilloso.

Sebastián las observó hasta que desaparecieron por el corredor que llevaba a las habitaciones privadas de palacio. Por fin se sintió en libertad de relajarse. Lo más importante era que Elena estuviese a salvo y ya lo estaba. Ahora esperaría el regreso de Marco, Benjamín ya había ido a informarle del éxito de su rescate.

Era posible que Valerio les siguiese. En cuanto regresara a la cueva y viera que su cautiva había escapado, se pondría furioso. Eso podría ser una ventaja, las personas en ese estado cometían muchos errores. Si decidía ir hasta palacio, cometería el mayor de todos, Marco se había encargado de que hubiese una buena defensa. También cabía la posibilidad de que les esperase por cualquier camino y les tendiese una emboscada, a partir de ahora tendrían que andarse con cien ojos.

 

Una planta más arriba de donde Sebastián se encontraba, Fani le enseñaba a Elena el que iba a ser su aposento en los próximos días.

Se quedó fascinada en cuanto puso un pie en el interior. El suelo de mármol blanco parecía no tener fin. Una cama con dosel, adornado con un maravilloso encaje, reinaba en el centro de la habitación. Las cortinas en un tono azul cielo relajaban su vista. Los muebles eran de un estilo extraño, más parecido al victoriano que a cualquier otro. Un par de alfombras azules con filigranas doradas decoraban el suelo a ambos lados de la cama. La pared estaba adornada por varios tapices y un cuadro en el que se apreciaba el paisaje de un bosque atravesado por un caudaloso rio.

—Es preciosa —dijo en un susurro.

—Lo sé. Ha pasado un año y creo que nunca me acostumbraré a vivir aquí.

—Me han dicho que eres princesa.

—A eso me acostumbro aún menos. Y estoy obligada a llevar estos aparatosos vestidos. Aunque de vez en cuando me pongo mis vaqueros. A Marco le encantan, aunque nunca lo admitirá.

—Está muy enamorado de ti. Eres muy afortunada.

—Y yo lo amo con locura. Ah, tienes que conocer a Desiré.

—Estoy deseando ver a esa bolita de carne.

Salieron de la habitación y se dirigieron hasta el final del corredor, donde estaba el cuarto de los niños.

Fani abrió sigilosamente la puerta, era la hora de la siesta. Efectivamente Desiré estaba dormida. Su niñera se hallaba junto a la ventana sentada con un libro en la mano. Fani la saludó con un ademán y fue hasta el moisés con Elena siguiendo sus pasos. Ambas mujeres se asomaron y un «oh» silencioso curvó sus labios.

—Que hermosa es Fani. Tienes una hija muy bonita. —Tras unos segundos observándola preguntó—: ¿A quién de los dos se parece?

—Tiene mi color de ojos y de pelo, sin embargo es una Xerbuk como su padre.

—¿Tendrá esos poderes? —Elena visualizó a la niña formando bolas de fuego con las manos y quemando las cortinas, escapándose de un castigo atravesando la puerta… pobre Fani, con una sonrisa en los labios se compadeció de ella.

—Sí. Tiene el tatuaje del dragón, así que será igualita a su papá.

Volvieron a salir silenciosamente de la habitación y girando el pomo con cuidado, Fani cerró la puerta. Caminaron por el corredor de vuelta a la habitación asignada a Elena.

—Ordenaré que te preparen un baño y te prestaré ropa.

—Gracias. Te he echado de menos.

—Yo también. —Y dándose otro abrazo, Fani se marchó.