Capítulo XX

LA PLUMA Y LA ESPADA

Frente a frente, Castro y su antiguo comisario Carlos Contreras. Los dos en un pequeño hotelito que tenía confiscado el Socorro Rojo Internacional y en el que Carlos vivía con su mujer, más delgada y triste que nunca, con un mirar perdido en horizontes que los demás ignoraban.

—¿Tienes tabaco picado, Castro?

—¿Para qué?

—Querría que fuéramos a ver a Antonio Machado… Al viejo le gusta el tabaco negro y picado… Y hacer sus propios cigarros con mucha calma… No te olvides, Castro, que Machado es la gran figura que nos queda, ni te olvides tampoco que quiere ser el historiador del Quinto Regimiento.

—Entonces, tengo.

—Vamos… Te gustará… Verás a un viejo consumido. Y viejas sombras femeninas, caminando de un lado para otro por una casa casi muerta. Y entre humo y tabaco y olor a manzanilla el viejo Machado te hablará de España, de sus poemas, de sus penas y de sus ilusiones que ya comienzan a ser pocas… Con nosotros irá Garfias.

Y fueron.

Una casa blanca en el centro de un jardín enfermo de abandono. Y treinta pasos de caminar desde la calle a la casa. Y la puerta que se abre. Y un viejo que sonríe. Y unas sillas que esperan. Y todos juntos. Y Castro que le entrega como una limosna disimulada el paquete de tabaco. Y el viejo que con mucho de niño va rompiendo la envoltura, que sonríe dulcemente cuando ve lo que es. Y lo huele con gesto de buen fumador. Y luego a hacer rápidamente un cigarro. Y la ceniza que comienza a caer sobre las solapas de su raída chaqueta. Y alguien que pone sobre la pequeña mesa unas copas y una botella de manzanilla. Y se bebe y se fuma mientras que Garfias, borracho como siempre, recita maravillosamente viejos poemas de Machado por Machado olvidados.

Castro mira fijamente al viejo.

Machado no es un hombre.

Machado es una escultura.

Y algo más que él no sabe. Machado es el prisionero de una gran mentira. De otra manera no hubiera escrito aquello de:

Cambiaría mi pluma, capitán,

por tu pistola…

Como si la pistola de Líster fuera la moderna espada del Cid. A Castro no le causaba pena el hombre. Para él, Machado, como tantas otras cosas, era un instrumento, en este caso un maravilloso instrumento que les ayudaba como pocos a que la mentira, la gran mentira apareciera ante los ojos de muchas gentes de cuello duro y bien escribir como la más grande y maravillosa de las verdades… «Cuán grande es el Partido —pensaba Castro —: a unos los conquista con su verdad, a otros con su mentiras… Y miraba fumar al hombre cuya pluma había sido el cincel de una España nueva que aún estaba por venir: la España del cincel y de la maza… Allí estaba el viejo escuchando a Garfias con los ojos entornados, con la misma quietud de las montañas, hablando también de la guerra casi en comunista aunque con mejor gramática y mejor castellano… Allí estaba recordando 1808 como si lo que estaba ocurriendo tuviera algo que ver con aquello, que nunca podría ser una guerra de independencia por la sencilla razón de que ganara quien ganara España quedaría hipotecada por muchos años, si no es que para siempre, a menos que ocurriera un milagro… Porque Berlín esperaba el fruto… Y Moscú lo estuvo esperando hasta la mitad de la guerra en que aún era posible la victoria republicana… Y el viejo sin darse cuenta… «¿Qué poder tiene el Partido que hizo divorciarse a este hombre del alma de España?… A Castro le importaba poco el viejo Machado; Machado le servía en aquellos momentos como forma de comprobación de la capacidad del Partido para hacer ver lo blanco negro o al revés, según le conviniera.

Y Garfias, borracho y bizco como siempre, recitando versos machadistas. Y el viejo Machado preguntando:

—¿De quién son?

—De usted, don Antonio —respondía el otro con olor de manzanilla y acento andaluz

Y don Antonio sonrió.

Y fuma y fuma, que el viejo era incansable… Y hablando de la guerra con otro acento pero el mismo fondo con que hablaban los comunistas… ¡La mentira había hecho su obra: entontecer a un hombre que era además de eso uno de los más grandes poetas de la España eterna; cegarle para que no viera una realidad: a España sangrar por obra de todos; ensordecerle con las consignas para que no escuchara los lamentos de España… ¡Él no tenía la culpa!… A él le habían encerrado en una prisión invisible en la que sólo hablaba con sus carceleros, en la que sólo convivía con sus carceleros, en la que sólo escuchaba a sus carceleros que le llevaban tabaco y comida a aquella casa demasiado grande para aquellas gentes tan viejas y tan sobrias en todo, aquella casa en medio de aquel jardín que se parecía tanto a aquellos viejos cementerios abandonados y tristes que Castro recordaba de sus años verdes…

El viejo fumaba.

Y sonreía.

—No dejen de mandarme el archivo del Quinto Regimiento… Tengo ganas de comenzar a trabajar…

—Sí, don Antonio.

Cambiaría mi pluma, capitán,

por tu pistola…

Qué asombro y qué pena de España cuando viera a su gran enamorado y poeta escribir esto…

Pero él no tenía la culpa… Era un hombre demasiado bueno para creer malos a los que le hablaban de España, de su independencia, de una España nueva, aunque sin decirle que esa España como Cristo habría tenido que cargar para siempre con una pesada cruz: la hoz y el martillo…

¡España!

¡España!

Ella mirando a Machado y Machado sin verla… ¿Sabría perdonar España a aquel hombre tan engañado por los especialistas en el mentir?… ¡Quién sabe!… Posiblemente tendrían que pasar años y años para que el rencor se hiciera muy viejo y tan débil que casi no fuera rencor…

Pero esto a Castro no le importaba… Veía al viejo fumar… Y recordaba sus viejos versos.

Y sonreía.

«Ante el Partido todos sois nada».

Y cuando la noche envolvió la casa, cuando Garfias se cansó de recitar y beber, salieron… Y allí se quedó el viejo en una cárcel cuyas rejas él no llegó a ver nunca.

Cambiaría mi pluma, capitán,

por tu pistola…

Era bonito… Muy bonito… Era una maravillosa envoltura que ocultaba a un «Hombre Made in Moscú». Una maravillosa envoltura que llevaba una firma de garantía: «Antonio Machado. Profesor de francés y poeta».