Capítulo III

LOS DÍAS GRISES

El invierno comenzó demasiado pronto. Las acacias del antiguo Paseo de Areneros se despojaron bruscamente de sus hojas amarillas y se vistieron de tristeza mostrando sus cuerpos retorcidos y esqueléticos. Los rostros de los padres de Enrique se fueron oscureciendo, acentuándose en ellos las arrugas que eran como las cinceladas de su tragedia. El padre salía todas las mañanas en busca de trabajo y con la esperanza de encontrarle. Y unos minutos más tarde lo hacía la madre que atendía la limpieza de las oficinas del Banco Central. Los hijos, uno a uno y cada cual por su camino, salían al trabajo o a buscarlo y encontrarse con ese frío de Madrid que se clava en los huesos, que hace andar encogida a las gentes y solitarios los atardeceres.

Cada día era igual.

Y no hay peor cosa que los días iguales.

El menú familiar era inmutable. Cuando al mediodía o por la noche se sentaba en torno a la mesa-camilla, en cuyo vientre agonizaba un pequeño y viejo brasero de metal, se hacía un silencio angustioso en el que sólo parecía oírse el respirar del hambre. Mientras tanto diez ojos y cinco estómagos jóvenes se entretenían viendo al padre cortar el pan en rebanadas y a la madre llenar los platos de algo demasiado líquido y humeante. Unos días tocaba sopa de ajo, otros lentejas o judías blancas, otros más cocido al mediodía y el sobrante cuando sobraba por la noche; y muchos días, en el tiempo de calor, que parece ser que el hambre es menos hambre, uvas blancas o negras y un pedazo de pan. Cuando el padre terminaba de cortar el pan escudriñaba con su mirada dulce y cansada los ojos de los cinco hijos. Él lo comprendía. Comprendía cuánto significaba el que a aquellos muchachos se les estuviera olvidando reír. Después la miraba a ella, enlutada y sombría y en cuyo pelo ya había caído la primera nevada del tiempo, que cada día hablaba menos. Y terminaba inclinando la cabeza para no ver y para que no le vieran. Y la vieja cuchara de palo con la que tanto le gustaba comer, subía y bajaba con ritmo y una mística casi trágica.

Sólo cuando notaba en la cara de sus hijos el aburrimiento de sus estómagos, pedía a la mujer una guindilla y se la iba ofreciendo a cada uno de ellos mientras que murmuraba más que decía: «esto abre el apetito». Y luego, al darse cuenta de que su ofrecimiento no era una atracción para nadie, cortaba, dejando caer en su plato, pequeños pedacitos que aceleraban el bajar y subir de la vieja cuchara.

Después y siempre una sobremesa silenciosa.

Y en las noches un acostarse en el que cada uno parecía una sombra.

Y una oración murmurada y plena de fervor: «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace».

Cada noche Enrique miraba a los ojos del padre. Y en su tristeza comprendía que no había tenido suerte. Luego su mirada se detenía en las manos de su madre para ver una piel tersa como si fuera a romperse de un momento a otro. Eran unas manos que parecían una reminiscencia del Greco: quemadas por la lejía y cortadas por el frío, sin grasa ya, piel y huesos solamente, pero a las que la tragedia de su vivir no habían podido quitarle cierta y extraña aristocracia.

Y días y días.

Y sopas de ajo. Y lentejas. Y…

Y sobremesas calderonianas.

Enrique decidió hablar con su madre. Era demasiado grande el dolor en que vivía para resignarse. Y un día que estaban solos la apartó suavemente del fogón, la empujó con cuidado sobre una silla y la miró a los ojos. En el rostro de la madre se reflejaba la sorpresa. Eran algo nuevo para ella estos momentos de ternura: como sus hijos, quería sin acariciar.

—¿Qué es lo que quieres?

—Que hablemos, mamá.

Le miró y cruzó las manos sobre su vientre. Hubo un momento en que el muchacho creyó que le faltarían fuerzas para comenzar. Le impresionaba aquella mirada fría que salía de una sombra enlutada. Pero era necesario hablar. «¿Tendrá paciencia para escucharme?». Y habló. Y lo hizo despacio, en voz baja, con pausas de amargura y buscando siempre en los ojos de la madre algo que le animara a seguir hablando. Le habló de sus arrugas, de sus manos, del padre, de aquel levantarse cuando el día aún no era día para salir antes de que los demás se levantaran y para regresar ya muy noche, cansado y triste, cuando ya todos dormían o pensaba que dormían para que nadie viera su pena. Y de aquel comer tan sólo para engañar al hambre. Ella sólo le interrumpió tres veces. Una, cuando le habló del padre, le miró y movió brevemente los labios: «Tu padre es muy bueno, no lo olvides nunca». Sólo cuando le oyó decir que había que luchar todavía más, la vio transformarse, mirarle fijamente y con rabia, y decir como lanzando un reproche: «¿Acaso crees que tu padre y yo no luchamos bastante pera vosotros?». Hubo un momento en que los dos se miraron segundos y segundos en silencio, como si cada uno de ellos quisiera decir sin decirlo que estaban hartos de hablar y de escuchar…

—¿Por qué no habla usted con su hermano Agustín? Si nos diera trabajo…

—Sí… quizá mañana marcharíamos un poco menos mal.

Su hermano Agustín era el maestro electricista de los Teatros Reina Victoria y Eslava y había logrado la contrata del teatro Alcázar. Era el mayor de todos ellos. Con enormes sacrificios pudo terminar la carrera de perito electricista. Y como tal estuvo en América con la compañía de doña María Guerrero. Enrique abrigaba la esperanza de que su tío, que conocía la situación por que atravesaban, les diera trabajo, y con ello la posibilidad de atenuar la miseria de su hermana y de ellos que sin duda habría de dolerle.

Quiso seguir hablando.

—Estoy cansada, hijo.

Enrique se levantó de la silla y la pasó la mano por su pelo blanco. Ella retomó al fogón, al trajinar monótono de todos los días. Él, sin saber ya qué hacer, se dirigió a la ventana que daba al patio y pegó su frente contra los cristales helados. Se sintió mejor, Y así, inmóvil, estuvo pensando durante mucho tiempo. En el frío y en la noche primero, en su padre después. Le parecía estarle viendo caminar despacio y con la cabeza inclinada por las calles heladas y oscuras de la ciudad, haciendo tiempo para llegar tarde y que nadie pudiera mirarle a los ojos y ver que ese día tampoco había tenido suerte. Porque él, y qué bien lo sabía el pobre, era lo que se llama «un hombre sin suerte» que no quería confesarlo. Y así estuvo mucho tiempo hasta que llegaron todos los hermanos y cenaron. Luego se fueron acostando uno a uno. Él se entretuvo viendo cómo su madre echaba unos carbones al hornillo, cómo los cubría con ceniza para que se conservaran más tiempo y cómo encima de ellos ponía el puchero y en la mesa un plato, agua y la vieja cuchara de palo. Luego la vio irse silenciosa para hundir su sombra en la sombra negra de la habitación a oscuras.

Enrique había decidido esperar a su padre.

Dando las doce campanadas en el reloj de la iglesia del Buen Suceso, que segundos después repetía el reloj del Colegio de los Jesuitas, llegó.

—Buenas noches…

—Hola, papá.

Vio cómo se quitaba el viejo sombrero y el abrigo todavía con la escarcha de la noche y cómo dejaba en el mismo rincón de siempre el bastón, más de campo que de ciudad, compañero inseparable de todas sus andanzas.

Le vio entrar después en la cocina y mirar al fogón. Estuvo unos momentos sin moverse: después, sin prisas, llevó el puchero a la mesa y se fue a sentar donde siempre, en la silla del rincón. Al fin comenzó a comer. Enrique le miró una vez más. «El viejo sufre demasiado». Y al murmurar esto pensó que le quería un poco más que cuando llegó. Y lo pensó al ver su cabeza intensamente blanca, sus ojos tristes y su bigote caído sobre aquella boca que era un mundo de amargura. Cuando terminó de comer sacó como siempre su petaca, su librillo de papel de fumar (que tenía en la tapa una bicicleta) y las cerillas y comenzó a liar un cigarro que le salió como de costumbre, delgado de las puntas y grueso en el centro. Y una llamarada.

Y una bocanada de humo que fue a perderse en el techo. Enrique sintió en sus ojos y en su garganta el picor de aquel tabaco que arañaba. Más tarde, entre la primera y la segunda chupada, el «Gracias a Dios…»

Creyó Enrique que era el momento de comenzar.

Pero siguió callado.

Y se conformó con seguir mirando al viejo en su silencio que de vez en cuando rompían las campanadas de las iglesias cercanas, el aullar de un perro con hambre y con frío o los golpes secos del chuzo del sereno sobre las piedras de las aceras del viejo paseo.

—¿Nos acostamos, papá?

—Sí.

Se levantaron casi a un tiempo.

—Hasta mañana.

—Si Dios quiere, hijo.

Enrique le dejó pasar. Y le vio entrar un poco hundido en la alcoba y sintió ganas de tomarle del brazo, volver a llevarle a la cocina, sentarse frente a él, mirarle cara a cara y preguntarle algo acerca de Dios, porque sólo con su padre tenía la confianza suficiente para hablar de algo que le hacía vivir sin equilibrio y sin tranquilidad. Pero no se atrevió. Cuando pasaron esos segundos de indecisión se alegró de no haberlo hecho porque hay cosas que es mejor ignorarlas y otras que es preferible creerlas o no, pero no enredarse en ellas. Y además, le hubiera dado pena hacer conocer a su padre sus desdichadas dudas.

Ya en la cama se arrepintió de no haber hablado.

Porque le hubiera gustado hablar. Y haber podido rezar después… Vivió unos segundos sin pensar en nada. Después pensó en que era muy tarde, en su hambre y en que dormido el hambre no muerde.

Y poco a poco, pensando cómo podría ser Dios, se durmió.

* * *

La vida se hacía cada vez más difícil.

De todos ellos sólo trabajaba el hijo mayor, Concha y la madre que seguía fregando los pisos de las oficinas del banco. En dinero: ocho pesetas con cincuenta céntimos para siete bocas y el alquiler de la casa que era de ochenta céntimos diarios. Eduardo y Enrique habían perdido sus colocaciones porque tenían que perderlas: pedir aumento de salario era para muchas gentes el octavo pecado capital.

Eduardo salía muy temprano de casa. Primero acompañaba a su novia, Menchu; cuya madre tenía una vaquería en la ronda del Conde-Duque, en el nueve, a hacer el reparto de los alrededores y después se iba a buscar trabajo quién sabe por dónde. Enrique salía un poco más tarde. Se entretenía unos minutos con los hijos del señor Manuel, el peluquero, y luego a entrar en talleres y más talleres, con cierto aspecto de mendigo en busca de trabajo que era pan. Por las tardes cada cual salía cuando quería y se perdía por la ciudad. La tarde no era buena para buscar trabajo. Enrique casi siempre se dirigía a unas explanadas que había cerca, a ver hacer la instrucción a los soldados y a que pasara el tiempo. Y otras tardes al Parque del Oeste. Viendo a los reclutas hacer la instrucción sufría. Le hacían sufrir los gritos de unos cuantos sargentos que parecían generales. Sólo había unos minutos de tranquilidad y envidia: eran los del descanso, cuando los soldados desperdigándose en todas las direcciones se acercaban a unas mujeres muy pobres y muy limpias para comprar chucherías que comían rápidos y entre risas. En aquella explanada había, sin embargo, cada tarde su pequeño drama que hacía maldecir a Enrique: en un lugar apartado se movían indecisos y torpes una veintena de soldados hostigados por los gritos de los instructores. Era el «Pelotón de los Torpes» para los que no había descanso ni respeto. En aquel grupo vio Enrique algunas tardes a hombres muy hombres con lágrimas en los ojos, frente a un sargento pequeño y gritón que durante tiempo y tiempo les hacía caminar a peso ligero, dar medias vueltas, variaciones a un lado y otro… Allí escuchó Enrique insultos que obligan a los hombres a matarse cuando no son soldados.

Un día dejó de ir.

Dejó de ir por aburrimiento. Él esperaba cada tarde que alguno de aquellos soldados del «Pelotón de los Torpes» pateara a aquella miniatura de hombre que los mandaba y atormentaba; y al ver que esto no ocurría no volvió más. Y se dedicó a ir al Parque del Oeste en donde se sufría menos y se entretenía más. Los lugares públicos son siempre una gran escuela. Con la ventaja de que no hay profesores que griten y peguen. Aprendió a jugar a «la treinta y una» en aquellas barquilleras pintadas con los colores nacionales y a no perder nunca, a jugar a las «chapas», a las «siete y media» y al «cané», a pegarse con muchachos que casi eran hombres. Y amplió su gran colección de insultos y blasfemias. El Parque del Oeste por las tardes era un pequeño y extraño mundo de golfos y tahúres, de soldados y niñeras, de guardas que hacían la vista gorda y de parejas románticas que al anochecer dejaban de serlo, de obreros parados y de estudiantes que no estudiaban y de señoras, que mientras sus niños jugaban, se dejaban hacer el amor por cualquiera de aquellos residuos sociales.

Había días que Enrique no aparecía por allí.

Eran los lunes y martes de cada semana en que su madre iba a lavar ropa ajena al lavadero del señor Eustaquio, allá al final de la calle de Galileo. Enrique ayudaba a su madre a llevar la ropa, a cuidarla cuando la ponía a secar en el tendedero y a llevarla a casa ya al caer de la tarde.

Era el lavadero un gran solar en el que había una nave con pilas de cemento en doble fila y mujeres jóvenes y viejas, que enseñaban los pechos y las piernas en aquel trajinar de esclavos, y que cantaban y maldecían por igual; y el tendedero era como un bosque de palos clavados y con gruesos alambres que les unían. Cuando regresaban, ya sin sol y con sombras, se detenían ante algún puesto en el que vendían gallinejas fritas y «filetes de Golfo», pequeños trozos de hígado o chicharrones fritos. Y allí, entre humo y olor de aceite muchas veces quemado, entre moscas y perros esqueléticos y otros desdichados como ellos, Enrique y su madre se comían «algo» de aquello que por junto no valía más que veinte céntimos, mientras descansaban. Era una compañía de horas y horas en la que no se hablaba; pero a Enrique le gustaba acompañar a su madre porque entonces no tenía que buscar trabajo y comía un poco mejor que otros días.

No eran éstos los únicos en que ayudaba a su madre.

Había otros, cuando no había un céntimo en la casa y era necesario llevar a empeñar algo. Ese «algo» era un juego de planchas de hierro que la madre metía en un saco para que las vecinas no descubrieran su miseria, o las sábanas de las tres camas que la madre previamente había lavado y planchado. Estos días eran de rencor y sonrojo. Había dos sitios en los que estas cosas se podían empeñar, ya que el Monte de Piedad no admitía estas pequeñas miserias. Uno era una casa de compra-venta que había en la Glorieta de San Bernardo y en el que se empeñaban las sábanas porque daban un poco más; el otro era en la calle de Monteleón, único lugar en que admitían las planchas. Enrique iba de mala gana a la calle de Monte-león. Pesaban demasiado las planchas y tenía que aguantar las bromas de los dependientes para los que el muchacho ya era algo casi familiar.

—¿Qué traes?

—Las planchas.

—¿Cuánto quieres?

—Seis pesetas.

—¿De qué son? —preguntaba el dependiente con sorna.

—De mierda —le respondía el muchacho en voz baja.

Y entonces, como siempre, y como vengándose de la frase, el dependiente gritaba a quien hacia las papeletas de empeño: «Una papeleta. Importe: cuatro pesetas. Objeto: un juego de planchas de hierro con incrustaciones». Así era siempre: pedía seis pesetas y le daban cuatro; y, como siempre también, el muchacho abandonaba la tienda entre risas de las gentes y su rabia contenida. Y corriendo a casa para que la madre tuviera tiempo de ir a comprar y tener la comida a la hora que era costumbre. Había otro encargo no menos desagradable o quizá un poco más. Era el ir a ver al casero a pedir una moratoria en el pago de la renta o de las rentas, pues casi siempre eran varias. Era un hombre muy viejo, delgado y lleno de arrugas, que usaba un bastón con empuñadura de plata y un sombrero hongo descolorido por el tiempo. Poseía numerosas casas en la barriada No era malo, pero sí avaro. Tenía su despacho en una de las casas de su propiedad, en la esquina de las calles de la Princesa y Quintana, en el último piso. Era una sala grande y destartalada con una ventana de cristales sucios, una mesa, varias sillas y armarios, y un sillón forrado con una tela oscura y rota. La decoración, que la tenía, era muy simple: muchas telas de araña en los rincones, un retrato grande de Alfonso XII y una cruz de metal que desde lejos parecía de oro viejo. Y en un rincón una caja de caudales muy grande encima de un taburete, que nunca abría delante de sus inquilinos. Enrique lo odiaba normalmente un poco, y, un poco más que de costumbre, los días en que tenía que visitarle y decir y escuchar lo de siempre:

—¿Qué es lo que quieres tú?

—Venía a decirle de parte de mi madre que si nos puede esperar un poco…

—¿Por qué tengo que esperaros a que me paguéis lo que es mío?

—Es que mi padre no trabaja.

—¿Y tú tampoco trabajas?

—Tampoco.

—Entonces, ¿quién trabaja en esa casa?

—Mi hermano mayor, mi hermana y mi madre.

—Pues dile a tu madre que os dé menos de comer.

—Sí, señor.

—Y que sólo espero unos días.

—Sí, señor.

—Y vete ya de aquí, piojoso.

—Sí, señor.

El muchacho salía casi corriendo y maldiciéndole en su interior cerraba la puerta dando un portazo y bajaba las escaleras haciendo mucho ruido para irritar al viejo que, como siempre, no tardaba en salir y asomándose al hueco de la escalera le gritaba: «¡Animal… ¿Es que además de no pagarme quieres tirarme la casa?». Enrique al oírle se reía. Este viejo tenía, además de lo dicho, un automóvil francés, un «Panhard» casi tan viejo como él y un chofer de su misma época, muy delgadito, que usaba unos pantalones muy anchos y al que en el barrio se le conocía por «Perico Pantalones». Tenía el garaje en la ronda del Conde-Duque. El viejo cuando necesitaba el coche llegaba hasta la cochera y dentro de ella se subía al coche y a esperar lo de siempre: a que el motor no arrancara, a oír refunfuñar a «Perico Pantalones», a que éste saliera a buscar unos muchachos que empujaran el vehículo hasta hacerle arrancar en la pequeña cuesta que hacía la calle hasta la calle de Princesa, y a escuchar los insultos de siempre: «Avaro… Avaro…» «Perico Pantalones», como si los insultos al viejo fueran para él una agradable canción, bajaba la cuesta muy despacito, mientras el viejo sacaba el bastón por una de las ventanillas y amenazaba ante el reír de las gentes.

Los domingos por la mañana la madre organizaba una triste peregrinación: la visita a los tíos.

Eran los ingresos extras de los Castro.

A Enrique le correspondía visitar a su tío Enrique, que era su padrino, hermano pequeño de la madre, y al tío Dositeo, hermanastro de su padre. El tío Enrique era soltero, mujeriego y generoso. Estaba de huésped en una casa de la calle de Amaniel, nunca se levantaba antes de las dos de la tarde porque, según oía Enrique, se acostaba al comenzar el día, después de andar golfeando con aquellas coristas que hicieron famoso el teatro Reina Victoria. Cuando Enrique llegaba a visitarle le encontraba durmiendo. Le tocaba dos o tres veces hasta que el otro, siempre un poco asustado, encendía la luz y casi sin abrir los ojos preguntaba:

—¿Qué… qué pasa?

—Soy yo, tío.

—Hola sobrino, ¿cómo van las cosas?

—Mal.

—No apuraros, todo cambiará —y mientras decía esto hurgaba en los bolsillos del pantalón hasta que encontraba un duro que daba al muchacho: —Dáselo a tu madre para que te compre algo.

Y se hundía entre las sábanas para quedarse dormido inmediatamente Enrique apagaba la luz y salía.

—¿Qué tal hijo, cómo se ha portado ese golfo? —decía la patrona.

—Bien.

—No hay ningún golfo malo.

Desde allí se dirigía a visitar a sus otros tíos que vivían en una bocacalle de la del Noviciado, en el primer piso, en un corredor rectangular y con un excusado en una esquina que tenía pintado con letras rojas la siguiente inscripción: «W. C.» y debajo: «No ser guarros». El tío Dositeo y su mujer, Antonia, no tenían hijos. Eran trabajadores y ahorrativos, y vivían con la ilusión de comprar una casita y unas tierras en Galicia, «para morir en donde había nacido». Se alegraba siempre de la visita del muchacho. El tío Dositeo, que tenía unos bigotes muy grandes, le daba un beso en la boca que le hacía cosquillas, y la tía Antonia en la frente. Le preguntaban por todos; y cada uno le daba una peseta y una libreta de pan blanco que le daban a él en la panadería en donde trabajaba; y los dos le acompañaban hasta la puerta. Cuando Enrique llegaba a la casa la madre le miraba sin decir palabra.

—Siete pesetas, mamá.

La madre las tornaba muy seria, a veces hasta con lágrimas en los ojos como si aquel dinero la acusara de pedir limosna. Después llegaban Eduardo y Concha. A Eduardo le tocaba visitar al tío Agustín: una visita que le hacía daño, pero que no tenía más remedio que hacer. Y le hacía daño porque no había confianza entre él y el tío. Era llegar, recibir unas cuantas pesetas, volverle la espalda y tener que salir sin el «Adiós» acostumbrado. En sí, una limosna que no merecía las gracias. Concha visitaba a la tía Concha, su madrina, también hermana de la madre. Estaba casada con un portugués que trabajaba con el tío Agustín en el teatro Eslava. La tía Concha era menudita y buena. Debía de haber sido muy guapa y parecía no ser feliz. Tenía tres hijos. Era la bondad misma y daba cuanto tenía. Con ella pasaba la madre de Enrique las tardes de todos los domingos en que tomaba café con unas ensaimadas que siempre pagaba la tía Concha mientras se contaban sus penas que no eran pocas.

Ni el mayor ni el pequeño de los hermanos hacía visitas.

La madre reunía todo el dinero. Lo miraba y lo contaba. Después de darle vueltas y más vueltas mandaba al hijo pequeño por tabaco para el padre. Cuando alguno de los hijos la miraba con dulzura, ella respondía seca, como siempre: «Al hombre no le debe faltar Dios, trabajo, mujer y tabaco». Daba a los tres muchachos mayores una peseta a cada uno; a Carlos, el pequeño, unos céntimos; y a Concha nada porque siempre andaba con ella. Al padre nunca se supo cuánto le daba, pero le metía en sus bolsillos unas monedas «para que no anduviera sin nada, porque los hombres tienen a veces compromisos». Y el resto se lo guardaba en un faldriquera que llevaba debajo de la falda. Era una vieja costumbre, porque en aquella casa nadie era capaz de robar a nadie. Por la tarde, cuando ya los muchachos se habían marchado, salían juntos el matrimonio y la hija. Ellas a casa de la tía Concha, que vivía en el número cincuenta de la calle del Conde-Duque y hasta donde él las acompañaba; él a la Plaza del Carmen en donde se reunían muchos cocineros, en suerte o en desgracia, a contarse sus cosas, jugar una partida de tute, tomar unos vasos de vino y hablar mal de la aristocracia madrileña. Enrique acompañó algunas veces a su padre. Y escuchó a muchos hombres hablar mal de condes, marqueses y duques; y ni que decir de las condesas, marquesas y duquesas. Estaba un poco justificado el odio. La aristocracia española, tan vieja como tacaña, había empezado a prescindir de los hombres en su servidumbre: había menos boato y menos gastos.

Los domingos, en general, eran días de una alegría pequeñita, de una alegría enferma del alma.

Y después un lunes como todos los lunes.

* * *

El vestido y el calzado de los muchachos era otra parte de la tragedia. Durante mucho tiempo, un tiempo que podría medirse por años, no vistieron otra ropa que la que desechaban sus tres tíos. Agustín, Enrique y Joaquín, el marido de la tía Concha. Se las arreglaba un sastre provinciano y casi ciego que tenía una tiendecita en la calle de Rodríguez San Pedro. Los muchachos siempre protestaban porque aquel viejo no podía ocultar que los trajes habían sido de otros. El calzado era de una adaptación más fácil: sólo era cuestión de meter más o menos papel en las puntas.

Enrique sufría y pensaba que los demás sufrirían como él.

Y se hizo vendedor de periódicos en sus horas de ocio.

Por la noche vendía La Voz y El Heraldo, y los domingos por la mañana ABC. Los días más amargos de su nueva profesión eran los domingos por la mañana, porque todas las gentes del barrio le veían subir y bajarse de los tranvías y escuchar su vocear escandaloso. Entre semana era casi feliz: ignoraba si la gente del barrio le veía. El tío Agustín al enterarse hizo su diagnóstico: «Este chico será un golfo». El resto de la familia no opinó. Los muchachos de la «aristocracia» del barrio dejaron de hablarle. Y a muchas chicas no pudo acercar más.

Vender periódicos era entonces, para muchas gentes, un oficio de golfos.

Fueron años en que conoció todo: miseria y desprecio, pero en los que aprendió bueno, malo y mucho de las dos cosas. Años en los que adquirió terribles y crónicas enfermedades: el odio y el asco; el rencor y la falta de fe en las gentes. Y adquirió la costumbre de maldecir casi constantemente y de esperar con impaciencia que se produjera una catástrofe, él no sabía cuál, con la esperanza de ver a todos como él se veía.

Lo que más conoció fue el hambre.

Muchas gentes creen que el hambre es sentir solamente unas terribles ganas de comer y un dolor de estómago hondo y sordo. No. El hambre tiene otros matices. Los que sólo han conocido el hambre a través de esas dos únicas manifestaciones primitivas, sólo la conocen superficialmente y en su parte menos dolorosa. El hambre terrible, enloquecedora, es esa en la que, al perder la costumbre de comer, se pierde el apetito y se siente cada día un poco; que produce una tristeza infinita que lleva a no querer luchar y a desear solamente que la muerte llegue con el menor dolor posible; que hace sentir también el hambre de los demás y a dolerle más que el más grande dolor físico; ese hambre que empuja a una lucha angustiosa: a luchar cada día con la conciencia para no dejar de ser bueno; que llega a considerar un crimen el dejar caer al suelo unas migas de pan; que hace saber a ciertas horas del día, sin mirar ni al reloj ni al sol, la hora que es; que hace pararse a las puertas de los restoranes, y mirar y soñar, y tragar solamente aire y saliva; que es lo bastante fuerte para matar, aunque sea lentamente, pero no lo suficiente como para acabar con ese orgullo que impide pedir limosna; que quita la voluntad que hasta los perros tienen de hurgar en los montones de basura; que no se puede disimular porque se lleva en los ojos. Hambre que hace sentir envidia de los perros y ansias de matar…

Quien no ha sentido el hambre de esta manera, sólo conoce el hambre animal.

A través de este hambre Enrique conoció un mundo que mucha gente ignora: esas sombrías cafeterías de café y bola por cinco céntimos en la que la clientela son mendigos, piojosos, perros, prostitutas, hijos de prostitutas, borrachos, invertidos, serenos y guardias; y barrios oscuros de noche y de día con ruinas que son casas y olores que enloquecen, con blasfemias que horrorizan y con visiones que hacen llorar o maldecir el haber nacido.

Conoció este mundo y aprendió a vivir en él.

Anduvo por él años: mirando o sin mirar, pero sin tropezar con nada ni con nadie, pensando o soñando, llorando sin llorar y odiando sin gritarlo. Y fue amigo, sin opción a elegir, de putas y limosneros, de pequeños ladrones, de ciegos que lo eran y de los que no lo eran, de soñadores y locos, de desesperados y cínicos, de buscadores de la felicidad humana…

Y aprendió a no respetar a los hombres. Ni a Dios cuando aún creía en su existencia.