Capítulo II
EL HOMBRE DEL CAFÉ DE SAN BERNARDO
—Llegó la república, hijo…
—Sí, señora Rosa, llegó… Ahora a esperar a ver lo que nos trae.
—Yo ni esperar quiero ya, Enrique. Lo que quería era verla. Ahora ya no me importa morirme, aunque no sé qué va a ser de mis nietos el día que yo me vaya de este pijotero mundo.
Una pausa.
—…Y qué bien lo he visto, Enrique, qué bien. En las caras de las gentes: en las de unas y las de otras… Y cuanto me he reído… Fíjate si me sentiría feliz que me quité el luto —cincuenta años de luto y me fui a la iglesia del Buen Suceso a dar gracias a Dios… Pero no se las di.
—¿Por qué, señora Rosa?
—Porque a mí ni Dios me engaña, hijo… Me di cuenta muy pronto de que Dios no era republicano.
Rieron.
—Hasta mañana, señora Rosa.
—Hasta mañana.
Y empezó a subir parsimoniosamente las escaleras pensando en las palabras de aquella mujer tan vieja: «Me di cuenta muy pronto de que Dios no era republicano».
* * *
—Hola.
—Hola.
Y se callaron los dos como si ambos tuvieran miedo de seguir hablando. Y transcurrió un tiempo de segundos casi tan largos como años.
Enrique miraba a su madre de reojo. La madre, sentada junto a la ventana que daba al patio zurcía calcetines con la costumbre de un hacer de años Y también miraba de reojo de vez en cuando.
Hasta que las miradas se encontraron…
—Ya llegó.
—Sí.
—¿Estarás contento?
Tenía miedo de contestar. En aquel mirar y hablar adivinaba en la madre, que tanto gustaba del silencio, que quería hablar. Y le daba miedo hablar con ella porque aún carecía de la voluntad suficiente para olvidarse de que era su madre.
—¿Estarás contento? —insistió terca.
—No.
—¿No querías la república?
—Sí.
—Pues ya la tienes…
—Sí.
—¿No querías la revolución?.
—Sí…
—Pues ya ha empezado.
Se hizo el silencio. El tictac del viejo reloj de pulsera continuó marcando el tiempo. Él la miraba aunque no de cara. Ella mientras tanto recogió los calcetines, hilos y tijeras, y los metió en una vieja canasta de mimbre, que luego apartó con el pie. Y clavando sus codos en las piernas y hundiendo su cabeza entre las manos le miró de abajo arriba, con un mirar que calaba.
—Pues ya ha empezado —repitió lenta.
—Esto no es, mamá, esto no es…
—Sí es hijo, sí es… Sí es república y sí es revolución aunque no sé qué clase de república, ni qué clase de revolución, porque lo único que sabe bien tu madre es ser madre… Pero hay algo que me dice al oído algo, algo que me está metiendo el miedo en el cuerpo y que me hace sentir ganas de agarraros a todos, a los cinco, y de encerraros aquí, conmigo, para morirnos si es que hubiese que morirse, pero para morirnos juntos, como siempre… Tengo miedo, miedo a que con la república y la revolución haya comenzado a morir la familia Castro.
—¿Por qué piensa eso?
—Yo pienso muchas cosas… Lo que ocurre es que los hijos acostumbráis a preguntar a la madre lo que piensa sólo de tarde en tarde. La república… ¡Ja, ja!… La revolución… ¡Ja, ja!… Y tú diciendo que esto no es lo que es…
—Mamá, usted no entiende…
—Eso quiere decir que no te gusta hablar con tu madre.
—De estas cosas no.
—Con la madre se habla de lo que la madre quiere, que para eso os ha parido sin pesarle sus dolores; que para eso os ha criado sin quejarse del esfuerzo… Sí… Con la madre se habla de lo que la madre quiere… Y si no entiende ¡no importa!… Y si te lleva la contraria ¡no importa!… ¿Me oyes?… La madre es la madre; la madre está por encima de la república; la madre está por encima de la revolución… Sí… Porque si ellas quieren ser como tienen que ser, tendrán que aprender de nosotras, de las madres… Escúchame y no lo olvides nunca: la madre está por encima de todo… ¡de todo!… Porque yo he colocado a mis hijos por encima de todo, ¡de todo!… Y que me perdone Dios por este gran pecado.
—Mamá.
—¿Qué?
—Yo sé que usted es mi madre, cómo no voy a saberlo. Yo sé que usted ha sido y será mientras viva el alma de la familia Castro; pero mamá, la familia Castro no es todo. España está llena de familias Castro que se llaman Pérez o García, o como se llamen, para las cuales la revolución es su meta, porque la revolución es su felicidad. No esta revolución, no, la verdadera, una revolución como la rusa. Si en la lucha por esa revolución la familia Castro tuviera que desaparecer…
—¿Qué?
—Sería un accidente en el camino hacia la felicidad.
—¡Cállate!… Para mí, por encima de la familia Castro no hay nada… Mi vida comienza y acaba en ella…
—No.
—Renegado.
La vio alzarse como una sombra sin fin. Y avanzar. Y situarse frente a él. Y mirarle y mirarle.
Y vio lágrimas en sus ojos.
—Renegado.
—No.
La mano se alzó lentamente. Y sin dejar de mirarle, sin dejar de llorar la descargó violentamente sobre la cara del hijo. Aquella mano endurecida por un trabajar de años y años para ellos, produjo un sonido casi metálico…
—Calla.
—Basta… No lo haga otra vez.
La madre le miró. Y volvió a alzar la mano…
—Mientras no te mueras, mientras seas mi hijo, te pegaré cuando crea que debo pegarte. Me dolerá mucho, aquí en el alma, que es donde nos duele a las madres, pero te pegaré, porque para eso y para muchas cosas he sido y soy tu madre.
—La debía dar vergüenza pegar a un hombre.
—Tú sólo eres mi hijo…
—Si no fuera mi madre…
—¿Acaso para ti lo soy todavía?
—Todavía, sí.
—No… Tú ya has cambiado a tu madre por una madrastra: la revolución. Esa revolución que acabará con los Castro sin dar la felicidad a los Pérez, a los Jiménez, o como se llamen…
—La revolución es la madre de los desposeídos.
—Tu única madre soy yo.
—No.
—Sí y sí.
Y se dejó caer en aquella vieja silla de paja. Junto a la ventana que daba al patio, y lloró sin llanto visible y sin quejarse en voz alta. La gigantesca sombra negra de antes se había acurrucado hasta hacerse pequeñita.
Él se dirigió a la puerta.
—Cena.
No respondió. Abandonó la casa para hundirse en las escaleras. Y entró en la calle. Y comenzó a andar sin mirar a nada ni a nadie. Y mientras andaba iba diciéndose: «¡Hay que elegir!… Hay que terminar con el dilema!». Notó que la gente le miraba; notó también que tenía lágrimas en los ojos. Pensó en la madre y la vio egoísta y vieja mientras que la revolución se le aparecía generosa y joven…
«Viva la revolución».
Y no volvió a pensar en la cena que se consumía en el hornillo; ni en la madre que esperaba. Miró a la noche y a España. Recordó a Lenin y pensó en Rusia. «¡Qué importan los Castro!». Y siguió andando hasta que se cansó y se dejó caer en un banco frente al Hospital Obrero. Pasaban parejas que se hacían el amor. Y guardias civiles, en camino hacia el cuartel cercano, cuyas miradas atravesaban el alma.
«Imbéciles».
Quiso olvidarse de todo. Hundirse en la nada. No pudo. Y rompió a llorar en silencio, escondido en la noche, creyendo que nadie, ni la revolución ni Dios le veían. Cuando abandonó el lugar y se hundió en las callejuelas estrechas de la barriada de Cuatro Caminos, que parecía la alcantarilla humana de la ciudad, la deshumanización se había realizado. Luego hizo sus cuentas con la aritmética de la revolución y se sintió satisfecho de los resultados: le faltaba muy poco para ser un comunista cien por cien.
Aún duraba a España la sonrisa del 12 de abril.
Aunque se iba hundiendo como se hunde el sol en esos atardeceres sin pulso ni horizontes.
10 de mayo. Humo y llamas. E iglesias ardiendo, cierto que la hoguera no pudo hacerse tan grande como para que sus llamas derritieran el cielo, pero sí fue lo suficiente como para convertir en cenizas dioses y vírgenes de madera y para que se derrumbaran maravillosas cúpulas plenas de color y mística.
«Qué importa quién», se dijo mientras sonreía.
Cuando Castro se replegó a los Cuatro Caminos llevaba la cara caliente, la boca seca y los cabellos chamuscados. Hizo sin prisa su caminar, como quien ha cumplido escrupulosamente un deber. Y, además, contento porque le había gustado el espectáculo. Recordando el fuego en su destruir lo oye se había construido en años y años de esfuerzo y de fe, pensó que así tenía que ser la revolución: impresionante, implacable. Luego se acordó de lo que con tanta frecuencia se acordaba: del hermano Pedro. Y casi en voz alta habló: «No sé dónde estarás, si en el cielo o en el infierno, pero estés donde estuvieres, te acordarás de mí… Te lo prometo… ¡Te acordarás de mí!».
* * *
—¡Qué tío más chungón…!
—¿Quién?
—Quién va a ser: Azaña. Fíjate lo que ha dicho ayer: «…España no llevaba a cuestas el ejército, llevaba a cuestas el cadáver del ejército».
—¡Qué bárbaro!… Eso nadie ha tenido c… para decirlo.
—Espera… «Si vosotros queréis que no haya ejército, que no lo haya; pero si queréis que lo haya…»
Con esto y con la parte del discurso en que afirmaba que el país se ahorraba 600 millones de pesetas, la gente empezó a reverdecer su optimismo y Azaña a adquirir estatura.
Otro día:
—¡Qué tío!
—¿Quién?
—Quién va a ser: Azaña. Fíjate lo que ha dicho ayer: «…La premisa de este problema hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente, es organizar al Estado en forma tal, que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español…»
«Ya».
«¿Qué?»
Y como un grito que dominara España, esto:
«No estar tristes ni pesimistas, la segunda república tiene el gran caudillo que no tuvo la primera república. Azaña es la república».
Las gentes escuchaban con los ojos cerrados.
España necesitaba un caudillo. Y no tenía dónde elegir. La oratoria jacobina de Azaña, el nadar y guardar la ropa de los socialistas, los compromisos del Pacto de San Sebastián que a muchos obligaba al silencio y la táctica de las fuerzas antirrepublicanas, de querer pasar por republicanas, más la acción de los corifeos profesionales empezaron a hacer posible el nacimiento de un ídolo de barro y bilis, de inoperancia y rencor, de vanidad y mala leche. Y D. Manuel Azaña pasó de ministro de Guerra a jefe de Gobierno.
Después se nombró presidente de la república a don Niceto Alcalá Zamora, «El Botas».
«Ja, Ja… Ja…»
No reíros.
«Ja, Ja… Ja…»
En una España en la que a un ministro se le hace jefe de Gobierno por su frase de «España ha dejado de ser católica», se hace presidente de la república a un hombre que, aparte de cacique y otras cosas, era lo que se ha dado en llamar un beato, terriblemente beato, edición gigantesca y venenosa del católico.
Con esto. España aparecía una vez más como un pequeño mundo encadenado por la locura y la imbecilidad.
Pero Azaña ya era un ídolo.
Araña ya era la república.
Para un hombre de tantas insatisfacciones y de tantas ambiciones como Azaña, lo importante era ser él, aunque la república hubiera comenzado a dejar de serlo desde el momento en que D. Niceto había llegado a lo que ni en sueños soñó.
Azaña era feliz.
Pero…
Pero un día:
En Castilblanco, una aldea extremeña de la provincia de Badajoz, los campesinos se declararon en huelga. Hubo cuatro guardias civiles muertos. Y un discurso del señor Azaña en el que sin pensar que le escuchaba alguien más que los diputados, dijo: «La Guardia Civil tiene por tradición el orgullo de ser ciegamente obediente al poder constituido y el gobierno de la república no ha perdido ocasión de hacer constar que la Guardia Civil no ha desmerecido jamás ni un minuto de su tradición en este respecto. Conste así una vez más. Y cuando en un instituto dedicado a funciones tan graves, tan peligrosas, tan expuestas, ocurre por desventura un exceso, un abuso de poder y de autoridad que es otro sillar del instituto, recae personalmente sobre quien lo comete, pero jamás sobre el instituto entero».
Comentarios:
Los obreros: «¡Qué estúpido!… Defender a la Guardia Civil».
La conjunción republicanosocialista y las derechas: «¡Muy bien!». Y… muchos aplausos.
La Guardia Civil: Nada. La Guardia Civil no hacía comentarios jamás. Era otra de sus tradiciones.
* * *
Pero…
Pero otro día:
En Arnedo, un pueblo de la provincia de Logroño, se volvió a producir otro conflicto. Intervino la Guardia Civil. Resultado: un cabo de la Guardia Civil herido en una pierna y veinticinco personas, ametralladas.
Y…
Otro día.
Los tradicionalistas de Bilbao a la salida de un mitin ametrallaron a tres jóvenes republicanos. Sesenta mil obreros se declararon en huelga como protesta.
Nada más.
Y otro día los sindicalistas se sublevan en el Alto Lobregat. Fueron cuarenta y ocho horas de comunismo liberatorio: barullo… barullo… más barullo. Fue todo o casi todo.
Y un discurso de Araña:
«Los que se han puesto a perturbar el orden en la zona de Manresa no son huelguistas, son rebeldes, son insurrectos y como tales serán tratados, y como la fuerza militar va contra ellos y procederá como contra enemigos, no hará falta sino horas para que esto quede extinguido».
Uno:
«Qué hijo de p…»
Otro:
«A este marica vamos a tener que colgarle».
Nadie sabe quién fue este uno y este otro. Pero aquel caudillo de barro, verborrea y tinta, comenzaba a desmoronarse. La ficción no podía durar mucho. Los obreros comenzaron a conocer a Azaña; las derechas ya le habían conocido; ¿le habían conocido los republicanos?
Botella Asensi: «Creo sinceramente que será un hombre funesto para la república».
Amadeo Hurtado: «…Acabará defraudándonos a todos. No piensa más que en pronunciar discursos… No creo que sea el hombre de la república».
* * *
—¿Qué piensas, Castro, de todo esto?
—El Partido piensa —respondió Castro—que lo mejor hubiera sido que estos intelectuales pequeñoburgueses, empujados por su propia demagogia, se hubieran enfrentado a la reacción, la hubieran deshecho deshaciéndose ellos a su vez. Esto hubiera sido lo mejor, pero en vista de que ni ha sido, ni es, ni será así, lo mejor es que se desmoronen por su incapacidad y cobardía, Nos obligarán a tener que librar la batalla con la reacción, pero la reacción sin el celestinaje de estos hombres y hombrecillos no podrá detenemos…
—¿Entonces las perspectivas?
—Difíciles, pero históricamente indeclinables. La revolución marcha… marcha… La muerte de la segunda república será el nacimiento de nuestra república, el nacimiento de la tercera España.
* * *
En el Casino de Madrid los viejos seguían sentándose en la acera, en cómodos sillones de mimbre, bajo la sombra de toldos protectores, exhibiendo sortijones y chochez y perfumando el principio de la calle de Alcalá con el quemar de acreditadísimos puros habanos; en el restaurante Lardhy, en donde ayer conspiraban los republicanos, conspiraban hoy los monárquicos; los generales esperando su hora en el Casino Militar; la Guardia Civil fiel a la Guardia Civil; la reacción agrupándose bajo las órdenes de Herrera y Gil Robles; la coalición republicanosocialista rota; los obreros asqueados de la república; los republicanos angustiados por una agonía que empezaban a sentir.
¿Quién defendería a la segunda república?
Un día alguien le entregó una carta.
«…La miseria nos estaba hundiendo día a día, imponiéndonos al mismo tiempo una agonía que la dignidad de los Castro impedía hacer pública… Nos hemos marchado a vivir con Eduardo, a Arenys de Mar. ¡Aquí nadie nos conoce!… No te pedimos nada, pero no nos olvides. Nosotros siempre te queremos.
Tu madre».
La leyó fríamente.
Ni un gesto.
Ni un estremecimiento por fuera, ni por dentro.
Y comenzó a andar. Después rompió la carta en pequeños pedazos que fue tirando durante un trecho del camino. Y unos segundos más tarde volvió a olvidarse de su madre, a olvidar la carta, a pensar solamente en la revolución, era una revolución que trabajosamente avanzaba, pero que nadie podría detener… «Llegará… Llegarán…» Recordaba las cuentas pendientes y sonreía… «Ni una sola quedará por cobrar».
Se acordaba de todo:
Del hermano Pedro; de aquella prostituta que le insultó; de su tío Agustín; de su padre muerto y del mendigar el entierro; de sus años de uniforme; de su hambre; de su soledad; de su no vivir… Pensó en escombros y en cadáveres al sol con gesto de sorpresa y miedo… Se frotó las manos y continuó su camino.
* * *
Castro alzó la cabeza y miró una vez más.
Y vio, como cada tarde que acudía a este viejo café de San Bernardo. el llenar de café y leche —mitad y mitad —aquella gruesa copa de cristal, casi sin transparencias; vio un poco después, detrás de la copa, aquella figura de negro, pálida, que se sacaba el cabello de los lados en un intento desesperado por cubrir aquella calva que se empeñaba en apoderarse de una cabeza estrecha y alargada; le vio algo más tarde deshacer el pequeño paquete de azúcar y echar uno de los terrones en la copa y el otro metérselo en la boca, una boca alargada, de labios finos que al abrirse dejaban ver unos dientes largos y amarillos, un poco parecidos a los viejos caballos muertos en el coso, carcomidos por la piorrea. Y debajo de aquella barbilla, merecedora de unas barbas como las de los soldados de los viejos tercios, un cuello de pajarita, no muy limpio, una corbata negra y un alfiler con una piedra grande, amarillenta y sin reflejos…
Los ojos eran tristes.
La nariz quijotesca.
Y unas manos delgadas que se movían con lentitud y elegancia.
La mesa de mármol no le dejaba ver a Castro el resto de aquella figura que a veces le parecía un muerto que hubiera abandonado el camposanto para darse un paseo por el mundo.
Después de tomar el café, unos sorbitos de agua, de encender un cigarro y de pasarse varias veces la mano derecha por la cabeza para ver si todo estaba en su lugar, le vio comenzar a sacar papeles de sus bolsillos, recortes de periódicos mejor dicho, que iba colocando cuidadosamente delante de él y en distintos lugares, como si aquella mesa, fuera la mesa de un despacho ministerial y los papeles, expedientes, proyectos o decretos vitales.
Luego se frotó las manos unos segundos.
A veces se metía un dedo en uno u otro oído y le agitaba furiosamente.
Por último, sacó un pañuelo que desdobló con sumo cuidado para sonarse ruidosamente, volviendo después a doblarle por las mismas viejas dobleces e introducirlo, con lentitud y cuidado, en el bolsillo de pecho de su chaqueta, procurando que quedara algo fuera, aunque no mucho, porque la suciedad parecía avergonzarle.
Y a leer.
Ésta era la parte más maravillosa y triste de todo aquello. Tomaba un recorte con ambas manos, alzaba la cabeza con un gesto dramático y teatral, entornaba los ojos y comenzaba a mover los labios como si estuviera leyendo en voz alta. Unas veces sonreía, otras hacía un gesto de disgusto, las más se dedicaba a mover la cabeza de un lado para otro, de abajo arriba o a quedar impasible, con los ojos clavados en un horizonte de espejos y divanes y de parejas acurrucadas. Por momentos tan sólo dejaba nerviosamente los papeles sobre la mesa y movía con violencia los labios como si estuviera dialogando con alguien sentado en el «escaño» de enfrente, o hacía un ademán con su mano izquierda como si quisiera llamar la atención de una multitud distraída.
Luego vuelta a leer.
Y una pausa.
Y unos sorbitos de agua.
Y otra vez vuelta a leer…
Solía durar esto desde las seis y media en que llegaba hasta las nueve de la noche en que se iba.
Pagaba al camarero con calderilla que contaba varias veces, encendía un cigarro, guardaba los recortes en sus bolsillos, se sacudía la ceniza de las solapas y se levantaba despaciosamente, con un gesto de cansancio inenarrable. Y sin ruido y sin mirar a nadie cruzaba la puerta que daba a la calle ancha de San Bernardo para perderse en la ciudad.
—¿Quién es?
—Un funcionario del Ministerio de Gracia y Justicia.
—¿Y siempre hace lo que hoy?
—Siempre.
—Es extraño, ¿verdad?
—Yo creo que no… Debe de estar loco… Pero no da guerra, aunque si poca propina…
—¿Viene todas las tardes?
—Todas.
—¿Y qué es lo que lee?
—Son los discursos de D. Manuel Azaña.
—¿De Azaña?
—Sí… Cuando D. Manuel pronuncia un discurso, compra los periódicos y recorta de aquel que trae el discurso más completo; y llega, se sienta, toma un café… y hace lo que hoy le ha visto hacer…
Castro se quedó un momento pensativo.
—¿Y siempre se sienta en esta mesa?
—Siempre.
Pagó su café y salió. Pero ni en la oscuridad de la plataforma delantera del tranvía que le llevó hasta Cuatro Caminos pudo olvidar al «Hombre del café de San Bernardo».
¿Era un tonto?
¿Un loco?
¿Un fanático?
¿O un hombre aburrido para el que los discursos de Azaña era un entretenimiento barato?
Y hubo un pasar de días.
La prensa de aquella mañana publicó casi integro el discurso de Azaña con motivo de la sublevación del general Sanjurjo. Por la tarde, Castro, con unos cuantos periódicos en la mano, se dirigió al café. Cuando entró, el «Hombre del café de San Bernardo» no había llegado aún. Pero… «hoy no faltará» le había dicho el camarero alcahuetón y cuentero. Y se sentó ante la mesa que había junto a la que se sentaba aquel hombre extraño. Tomó el café sin prisa, encendió un cigarro y se entretuvo hojeando los periódicos con la cabeza un poco hundida entre sus páginas.
Lo oyó llegar.
Lo oyó dejarse caer sobre el diván, y lo vio hacer exactamente lo mismo que el día que le conoció.
Castro aparentaba que leía.
Y de vez en cuando levantaba la cabeza del periódico y decía con voz lo suficientemente alta como para que el otro pudiera escucharle: «¡No, esto no!», y volvía a hundir la cabeza entre las páginas del periódico para dar la sensación de que leía sin tener en cuenta al mundo que le rodeaba.
«¡No, esto no!».
El «otro» dejó caer desesperadamente sus papeles sobre la mesa y muy despacito fue volviendo la cabeza hacia donde se encontraba Castro. Y estuvo unos segundos mirándolo. Luego, su mano derecha recorrió lentamente la cabeza; a continuación sacó el pañuelo y sin desdoblarle se lo pasó por los labios. Después de todo esto tomó sus papeles, alzó la cabeza, entornó les ojos y cuando comenzaba a mover los labios…
«¡No, esto no!».
Otra vez los papeles en la mesa.
Otra vez el mirar de reojo.
Luego un pequeño sorbo de agua.
Luego:
—Perdón, caballero… ¿Sería indiscreto preguntarle si está usted leyendo el discurso que ayer pronunció en las Cortes D. Manuel?
—¿Qué D. Manuel?
—Azaña… D. Manuel Azaña.
—Sí… ¿Por qué?
—Perdone mi exceso de curiosidad, señor… He leído y releído el discurso… Me ha parecido impecable en la forma y en el fondo… Esto le explicará la sorpresa que me ha producido oírle una y otra y otra vez «¡No, esto no!».
—¿Eso es todo?
—Todo, señor, todo… Pero le ruego que me dispense por no haber sabido dominar mi curiosidad… Pero… don Manuel… don Manuel…
—¿Es usted de su familia?
—Familia… familia precisamente, no. Pero… Verá usted… Yo… Yo… soy abogado… Como don Manuel (y, se sonrió). Y como él, funcionario del ministerio de Gracia y Justicia. Él es como yo, ¿sabe usted?… O yo como él (y volvió a sonreír). Él es el primero que yo recuerdo que sale de uno de nuestros negociados en donde sólo se vive y se muere pendiente del escalafón para hablar del país desde la gran tribuna de las Cortes… Esto es… ¿Cómo le diría yo a usted?… Esto es como si los funcionarios de toda España por vez primera se hubieran atrevido a pedir la palabra y por primera vez también se la hubieran concedido. Por vez primera nuestra clase habla, porque los funcionarios somos alma y verbo de la clase media, señor. Y ya no lo hace en los pasillos de los ministerios, ni en voz baja dominada por un miedo de siglos… ¡No!… Habla en voz alta. Impecable en la forma… impecable en el fondo.
—Y…
—Pues… Verá usted… Pero, ¿no le molesto?
—No.
Bebió un sorbo de agua, se pasó el pañuelo por los labios, volvió a guardarle como si fuera una reliquia y…
—¿Un cigarrito, señor?
—Gracias.
La pausa duró hasta que los cigarros se encendieron. Mientras tanto Castro pensó si pagar, levantarse y huir. Pero Castro no conocía a Azaña. Había empezado a conocerle políticamente. Pero, sin conocer al hombre, este conocimiento no basta porque podía conducir a graves errores, a sorpresas desagradables… Era necesario conocer a Azaña-hombre, para poder conocer mejor al Azaña-político. Y continuó sentado.
—Pues… Pues como le iba diciendo, por curiosidad, por curiosidad nada más: ¿sería usted tan amable de decirme qué él lo que le ha hecho exclamar: «No, esto no!».
Castro sonrió por dentro.
Miró hacia todos los lados y vio que el camarero alcahuetón y cuentero les miraba; vio también a una pareja con las manos cogidas mirándose y mirándose; se vio y vio al «otro» en los espejos de enfrente.
—Creo que nos estamos dejando influir demasiado por los discursos de Azaña… ¿En pie de guerra? Salvo los muertos, que han sido muy pocos, unos cuantos detenidos y nada más… Y nada más, señor. ¿Se puede decir que estarnos en pie de guerra, cuando usted y yo estamos tomando tranquilamente café; cuando millares de españoles están tomando tranquilamente café; cuando la insurrección militar no ha hecho más que encerrarse en los cuarteles para mejor ocasión?… ¿Se puede uno conformar con oír al brillante don Manuel decir que estamos en pie de guerra, cuando él no hace más que discursos, y cuando nosotros lo único que hacemos es escuchar sus discursos, criticar sus discursos o no hacer caso de sus discursos?
—Y…
—Yo creo que Azaña no sabe ni hacer una gran república, ni qué hacer con la que tiene.
—Y…
—Ahora le toca a usted.
—Cree, y perdóneme la franqueza, que usted o ustedes son demasiado exigentes con don Manuel.
—Es el alma y cerebro de la república.
—No… Es un hombre sobre cuyas cansadas espaldas los socialistas han cargado sin piedad y sin razón la república.
—¡Que tire la carga!
—No puede…
—¿Por qué no puede?… ¿Acaso es que la república y él son una y la misma cosa?
—No es eso, señor, no es eso… Don Manuel no puede irse a su casa… Mejor dicho, no debe… Azaña no es Azaña ni tampoco Izquierda Republicana. Azaña somos nosotros: la clase media. Una clase tan vieja como la que más y desde luego mucho más que la clase obrera. Una clase con más dignidad que ninguna otra clase. Nuestra clase tiene hambre y no pide: se aguanta. Nuestra clase no tiene más que ropa vieja y se conforma, aunque cada mañana tenga que cepillarla con un cepillo mojado para aminorar el brillo del tiempo. Nuestra clase no hace huelgas para que la den lo que necesita, ni cuartelazos para conservar lo que tiene, porque para nuestra clase lo fundamental no es ella sino la preciosa maquinaria estatal que no puede pararse, que no debe romperse… porque esa maquinaria estatal son los nervios de España… Azaña es la clase media…
—Y…
—No… Y no se irá… Somos una clase que ha esperado años y años para poder hablar, para poder decir lo que creíamos que se debía hacer…
—Pero ustedes —o Azaña en nombre de ustedes —, no hace más que hacer discursos.
—Sí.
—¿Qué otra cosa puede hacer el pobre de don Manuel que hablar y hablar y entre discurso y discurso alguno que otro decreto más de forma que de fondo?… Si se inclina hacia la izquierda se levantan las derechas; si se inclina hacia las derechas se levantan las izquierdas.
—Y…
—Pasó nuestro tiempo… Pero, cuando se ha esperado tantos años, uno se resiste a que no le escuchen lo que desde hace tantos años se anhela decir aunque no sirva para nada. ¿Cree usted que los discursos de don Manuel son improvisados?… De ninguna manera, señor… Son el pensamiento un poco irritado de nuestra clase media.
—¿Entonces, don Manuel es un fraude?
—No… don Manuel es don Manuel… Un hombre frustrado porque pertenece a una clase social frustrada… Un hombre de mal humor porque es don Manuel y no Job. Un hombre lleno de rencor porque sabe que ha llegado tarde y va a ser sacrificado… Un hombre poco valeroso porque está acostumbrado a la paz de un colegio de frailes en donde comienza su aprendizaje de hombre; porque está acostumbrado a un hogar lleno de paz, porque una abuela jamás declara la guerra a un nieto; un hombre poco valeroso, porque no se forjan los héroes en los negociados de un ministerio en donde la jerarquía es inviolable o haciendo ensayos, que por ser ensayos no son nada; un hombre al que asustan los tiros y las masas porque, estará usted de acuerdo conmigo, en que el ruido de los disparos es desagradable y la poca educación y mucha cochambre de las masas más desagradable aún; un hombre de una época tranquila, parlamentaria, de reuniones familiares y chocolate los domingos en el Ateneo.
—Escasamente un hombre.
—No… Lo que pasa es que España es ingobernable.
—¿Por qué?
—Porque en España todos quieren gobernar. Porque en España nadie se conforma en ser como nosotros somos, en vestir como nosotros vestimos, en comer como nosotros comemos, en vivir como nosotros vivimos. Los de arriba quieren seguir arriba y los de abajo quieren quitarlos y colocarse en su lugar. Así no hay posibilidad de equilibrio, así no hay posibilidad de paz… Don Manuel ha pretendido hacer un ensayo, uno más en su vida, pero que no pasará de eso… Aparte de esto, señor, sus discursos son impecables de forma… impecables de fondo…
—Y ¿es muy importante?
—No sé.
—Entonces, ¿qué es lo que sabe usted, señor?
—Que hemos llegado tarde. Nuestra época era anterior a la revolución rusa.
—¿Nada más?
—Sí… Un poco más… Que la república morirá. Se lo digo en confianza y con mucha pena, porque para una república como la que don Manuel y nosotros queremos, habría que hacer resucitar viejas generaciones republicanas; los republicanos de hoy no son republicanos o lo son de una república de alpargata. Pero la historia tendrá que reconocer que la clase media española, a través de don Manuel, cuando se le dio la posibilidad de hablar en voz alta, habló… Era lo que le quedaba que hacer en la historia.
—Y…
—Impecable en la forma… impecable en el…
—Imbécil.
—Caballero.
—Imbécil.
—Caba…
No pudo seguir hablando. Y al ver que Castro se dirigía indiferente y cínico hacia la puerta se puso en pie, lívido, agitando sus manos y entre los dedos agarrotados los discursos de don Manuel, arrugados, muertos…
—Caballero —llamó con un grito que era un sollozo.
El grito se perdió en la nada. El camarero se acercó con un gesto de piedad y puso una de sus manos sobre el hombro del «Hombre del café de San Bernardo»; y le obligó dulcemente a sentarse. El otro guardó silencio; después, como si resucitara, pasó su mano derecha por su cabeza para ver si todo estaba en orden: sacó a continuación cuidadosamente su pañuelo y se lo pasó por los ojos primero y por la boca después; extrajo unas monedas de uno de los bolsillos del chaleco, las contó varias veces y pagó. Y se levantó despacio y mirando al camarero con una pena muy grande en los ojos comentó:
—Así nos han tratado siempre… ¡A patadas!…
Y sin ruidos y sin mirar a nadie cruzó la puerta que daba a la calle Ancha do San Bernardo.
Castro estaba contento.
Destrozar a los otros era un deber.
Sí.
Muy contento.
Había asesinado al «Hombre del café de San Bernardo». No importaba que siguiera acudiendo allí cada tarde. ¿Qué importaba? Lo haría como una costumbre, como algo mecánico, porque aquella figura con la que Castro había dialogado ya no era más que el esqueleto de una clase social; lo mismo que don Manuel Azaña no era ya otra cosa que el esqueleto de don Manuel Azaña.
Un día de generosidad don Alejandro Lerroux, maestro de la picaresca política y en el fondo un buen hombre, primero y último «Emperador del Paralelo», llamo serpiente a Don Manuel. Las gentes creyeron que aquello era una descarga de veneno. Nada más lejos de la verdad. Don Alejandro quiso detener la agonía del mito… Pero no pudo, porque un día, uno de esos días sin relieve, «alguien» que la historia todavía no ha dicho quién fue, hizo pedazos el mito.
Con dos palabras.
«El Verrugas».
Desde aquel día Araña comenzó a morir.
Y siguieron pasando los días. Y cada día don Manuel cargando sobre sus cansados hombros una república que los socialistas habían echado sobre él para no tener que contraer la responsabilidad histórica de salvarla o de matarla si eran impotentes para lo primero.