Capítulo III
REVOLUCION Y… SÍFILIS
Dolores Ibárruri «La Pasionaria» está inquieta. En sus muchos años de ser la secretaria femenina del Buró Político no había podido lograr dar vida a un movimiento femenino que agrupara millares y millares de mujeres españolas, Sus únicos éxitos, hasta este momento, habían sido en la tribuna, en la que a través de demagogia y gesto había adquirido cierto renombre. Pero nada más. Como organizadora, como dirigente, no había pasado de ser más que una figura artificial a la que el Partido daba nombre y vida.
¿Vio en la guerra una posibilidad de hacer lo que hasta entonces no había sido capaz de hacer?
Es difícil saberlo.
Sólo se sabe que un día llamó a Castro a las oficinas del Buró Político. Que le recibió en un despacho, en el que destacaban sendos cuadros de Lenin y Stalin, un gigantesco ramo de flores y unas cuantas novelas policiacas a las que por lo visto era muy aficionada.
Y que más o menos le dijo esto:
—Camarada, el Buró Político considera que es el momento de organizar un poderoso movimiento femenino que se convierta en un poderoso auxiliar de nuestro Partido… No hay que olvidar que en Rusia, en el periodo de la conquista del poder, de la guerra civil y de la intervención, la mujer jugó un importantísimo papel.
—¿Y…? —preguntó él.
—Consideramos necesario crear compañías de mujeres… Las debe crear el Regimiento no sólo porque las necesitamos en la lucha contra el fascismo, sino para dar un ejemplo a los demás partidos y organizaciones del Frente Popular…
—¿No podrían crearse para otras funciones auxiliares, aunque ligadas a la guerra?
—No.
—¿Por qué, Dolores?
—Porque hay que acabar con la idea de que la mujer es un ser humano de segunda orden.
—No comprendo bien.
—No importa. ¡Tú organiza las compañías!… Pruébalas en el frente… Y después, camarada, no tengas inconveniente en confesar tus vacilaciones de hoy, tu error de hoy.
—Bien.
Y se despidieron con cierta frialdad. Cuando Castro salía del despacho entraba Irene Falcón, el cerebro mágico de Dolores, su confidente en política y en amores, su azafata de confianza.
—Salud, Castro.
—Salud.
Desde el despacho de Dolores se dirigió al despacho de Pedro Checa, el N.° 2. Estaba como siempre: solo, pálido y obsesionado. Sobre su mesa papeles y periódicos, libros y artículos, circulares e informes… Y un cenicero lleno de colillas… Y una cajetilla y al lado de ésta una caja de cerillas. Y en un perchero, como un ahorcado, su gabardina. Porque era un hombre que salía de allí en la madrugada.
—Hola, Castro.
—Hola, Pedro.
—¿Estás enfermo?
—Sí… Pero no tiene importancia… Hoy hay millares de enfermos, millares de heridos… ¡Frente a eso la enfermedad que pueda tener un hombre solo, los sufrimientos que padezca un hombre solo no representan nada!… Por eso no hablo a nadie de mi enfermedad… ¡Por lo mismo no debes hablar a nadie de que me has notado enfermo!
—¿No es un absurdo, Pedro?
—Es una orden… Y un favor que te pido.
—¿Acaso el secretario de organización del Buró Político tiene el derecho de morirse en silencio, cuando no debe morirse?
—¿Por qué insistes?… ¿Para demostrarme que sigues siendo tan terco como siempre?
—No.
—¿Entonces…?
—Tú sabes igual que yo que nuestra vida ya no es nuestra… ¡Tú y yo nunca podríamos olvidar esto, al menos que nos olvidáramos del Partido!… Tu vida no es tuya Pedro… ¡Tu vida pertenece al Partido!… ¿Verdad, Pedro, que no lo has olvidado?
—No.
—Me alegro… Y después de esto ya no hay razón para insistir.
Checa se le quedó mirando… Había entornado los ojos y alzado la cabeza. Miraba a Castro y sonreía, Y fumaba y echaba bocanadas de humo al techo. Y con la mano derecha golpeaba suavemente la mesa.
—¿Es a todo lo que venías?
—No.
—Importante la cosa entonces… ¿No?
—Creo que sí.
—Habla.
Y se recostó sobre el respaldo del sillón. Y dejó el cigarro en el cenicero, y se metió las manos en el bolsillo del pantalón e hizo un gesto imperativo… aunque con su suavidad de siempre, con su sonrisa un poco infantil y enferma.
—Pedro… Dolores se empeña en que formemos compañías de mujeres combatiente.
—Sí.
—¿Es la opinión de ella?
—Es la opinión del Buró Político.
Se miraron. Castro tomó un cigarrillo y lo encendió. El otro continuó inmóvil. Pero su gesto se había endurecido. Sus ojos parecían haberse helado de repente…
—Dolores ha sido siempre un fracaso como organizadora y dirigente del movimiento femenino…
—Ella es el Partido… —interrumpió el otro.
—Y, ahora, sin pensar si lo que propone es bueno o malo nos obliga a crear algo de lo que nosotros desconfiamos mucho.
—Ella es el Partido…
—Pero, lo que ella pretende es un absurdo.
—El Partido no pretende jamás absurdos.
—Está bien, camarada Checa… Yo creía que no solamente era una cuestión de disciplina sino de poder opinar.
—Mira, quiero que me contestes a varias cosas… Tú no siempre me has llamado «camarada Checa»: creo recordar que antes me llamabas simplemente Pedro… ¿Qué está pasando en ti, Castro?… Segundo: creo que sobre la organización de las compañías de mujeres combatientes no debernos enredarnos en discusiones tontas… ¿Qué trabajo cuesta hacer la prueba?… ¿Acaso nosotros podemos renunciar a cualquier intento, acaso podemos renunciar a agrupar en torno al Partido, a nuestra lucha, a nuevos combatientes?… No me gusta, Castro, que en torno a esto sólo veas a la camarada Dolores, sino al Partido… ¡Óyelo bien: AL PARTIDO!…
—¿Y…?
—Te ahorrarás muchos dolores de cabeza… O para decirlo más claro: «muchos lavados de cabeza».
Y sonrió.
En el Partido se llamaba «lavados de cabeza» a las reprimendas del Partido a organismos o militantes del mismo. Y era significativo el nombre: «lavado», sí, porque más que golpear era lavar, era limpiarle a uno de opiniones que no eran del Partido, limpiarle a uno de «charlatanería», que así se llamaba a los que acostumbraban a enjuiciar la actitud del Partido, su línea política; limpiarlo a uno de ideas «pequeño burguesas» que así se llamaba a todo lo que no eran las ideas del Partido. Cierto: no era una paliza, era simplemente un lavado de cabeza, primitivo, cierto, pero que para los tiempos que corrían no estaba mal.
—Gracias, Pedro.
—Adiós, Castro… Y olvídate de eso de «vieja guardia», que a veces creéis que os da derecho a muchas cosas.
—¿Es un pecado?
—Hay tiempos en que es una dificultad.
Se tendieron la mano. Y Castro se dirigió a la puerta. Y cuando iba a salir escuchó la voz de Checa:
«Y déjate ver por aquí más a menudo… Aunque sólo sea para tomar una taza de café… Y para recordar los tiempos jóvenes de nuestro Partido y nuestra vieja hambre».
«Vendré».
Cuando Castro salió. Checa se dejó caer en un sillón. Y comenzó a mirar unos papeles. Castro, mientras bajaba las escaleras, iba pensando en la orden que tenía que dar.
Cuartel de Francos Rodríguez.
Ritmo.
Y voces de mando.
Y pisadas de cientos de hombres que hacían la instrucción. Y el brillo de las bayonetas. Y más alto que este brillo, el brillo de la cúpula de la iglesia, de baldosines rojos, que el sol parecía convertir a veces en un in- menso montón de llamas que quisieran quemar el cielo… Se apeó en la puerta. Respondió al saludo del oficial de guardia. Y se dedicó a mirar a los milicianos que día a día se convertían en soldados. Desde los balcones de las casas de enfrente la gente miraba. De vez en cuando el ruido de un avión que nunca se sabía si era republicano o fascista…
Castro buscó a Oliveira con la mirada.
Y allí estaba.
—Salud, comandante Oliveira.
—A tus órdenes, comandante Castro.
Y silencio.
—¿Quieres venir, comandante, a la oficina?
—A tus órdenes.
Y uno detrás de otro. Y milicianos que se apartan. Y otros que miran. Y otros que se levantan del suelo y saludan. Y la entrada, las escaleras. Y aquel pequeño despacito con una mesa y varias sillas viejas. Y unos mapas clavados en la pared. Y dos ventanas. Y una lámpara colgando de un cordón con la mierda de millares de moscas. Y un cenicero de hierre, viejo y oxidado. Y unas cuantas colillas en él y otras cuantas en el suelo.
—Camarada Oliveira, ¿qué tiempo tardarías, por ejemplo, en organizar dos o tres compañías de mujeres?
—¿Ordenas, camarada, o me pides una opinión?
—Lo primero.
—Entonces… ¡Quince días!
—De acuerdo.
—¿Me permites ahora que dé mi opinión?
—¡Dala!
—Es un error.
—El Partido jamás comete errores, comandante Oliveira.
—¿Y si fuera un error, a pesar de todo?
—Sería un error del comandante Castro.
—Comprendo… ¡Gracias!
Una semana… Siete días y trescientas mujeres oliendo a sudor y a sexo… y gritos de Bertrán y Oliveira… Y un aprendizaje lento… Y por la noche luna y sombras. Y canciones cantadas en voz baja. E insomnio de hombres y mujeres. Y la sombra de la iglesia, en las noches de luna, como una gran Celestina gigantesca, inmóvil y discreta.
Otra semana.
Instrucción… Ojeras… Y muchos milicianos en el Pabellón de Sanidad, situado frente al Cuartel, en un hotelito que en tiempos fue una tienda que vendía y arreglaba aparatos de cine.
Y Castro al teléfono.
—Camarada Dolores… Hay tres compañías preparadas…
—……
—Cuando quieras…
—……
—De acuerdo.
Y colgó el auricular de golpe, con mala leche.
Viernes. Tres de la tarde… Las compañías formadas… y a esperar. La guardia avisa
«Fir…mes».
Y por la puerta del cuartel la figura negra… Y detrás, Irene Falcón… Y detrás, Francisco Antón… Y detrás de los tres, tres sombras que el sol las hace cada vez más largas.
—A tus órdenes, camarada Dolores.
—Gracias, Castro.
—Cuando quieras comenzamos.
—Ya.
—Comandante Oliveira… La camarada Dolores, miembro del Buró Político de nuestro Partido, viene a revistar a las compañías de Milicianas Combatientes… La gustaría después ver algunos movimientos… Y algún simulacro que la diera la idea del grado de preparación de estas camaradas…
—A tus órdenes.
Cornetas y tambores. Y la bandera republicana mecida por el viento. Y ella, la mujer de negro pasando por delante de las compañías: erguida, silenciosa… Con un mirar frío, profundo. Y su regreso a la pequeña tribuna.
Y desde allí mirando todo. Sin hacer un gesto. Sin un movimiento. Como si fuera una estatua de carne y negro.
—Ya.
Y alza sus manos hacia el cielo.
«Camaradas: os habla una mujer como vosotras… Mujer de minero e hija de minero. Y madre. Mujer, esposa y madre a la que la angustia de una vida de miseria interminable, a la que la angustia de una vida sin horizontes, a la que la angustia de una esclavitud de ayer y de siempre la hizo comprender que era preciso ser más que una buena ama de casa… Camaradas: la guerra nos envuelve, pero esta guerra en defensa de la libertad y la democracia lleva en sus entrañas la liberación de España, de sus hombres y mujeres, de sus niños… ¡Oídlo bien!… Por eso en esta guerra nosotras, las mujeres, reclamamos un puesto en la lucha. Porque no queremos recibir la victoria como un regalo de los hombres de España, sino como algo que nosotras también conquistamos».
Silencio.
«¡Camaradas!… Nuestra vida ha sido un constante aprender a sufrir… ¡Y un sufrir constante!. Desde hoy nuestra vida debe ser un constante aprender a luchar, un constante aprender a vencer… ¡Que la figura de Agustina de Aragón sea nuestro ejemplo!… ¡Camaradas!… ¡Mujeres!… ¡A la lucha!… ¡Por España!… Por vosotras… Por vuestros maridos, hijos y hermanos… ¡A la lucha, camaradas!… ¡A la lucha, hermanas!».
Y saludó.
Y se dirigió hacia la puerta, Ella; detrás de ella, Irene Falcón: detrás de Irene Falcón, Francisco Antón.
Pero, la gente sólo la miraba a ella.
Como a una sombra negra.
Como a una santa.
* * *
La guerra había recordado a la gente la muerte. Y ese miedo que no se confesaba, pero que había llegado hasta el tuétano, había despertado en ciertos núcleos de la población española un ansia enorme de vivir. Y para vivir con ese ritmo frenético, se había arrojado a un lado la conciencia, se había olvidado la tradición, la moral, las viejas costumbres, la vieja manera de vivir, miserable a veces, pero con una dignidad con raíces de siglos. La guerra había sido como un huracán que había enloquecido a las gentes, no a todas, cierto, pero, sí a muchas gentes.
Y el apetito de tantas cosas, dormido durante tantos años, se había despertado con una gran violencia.
La corrupción apareció como un fenómeno de masas.
Y de élites.
Cada quien cobraba su tributo a la revolución. Y la revolución empezó a no poder con tantos tributos.
Seda.
Oro.
Automóvil.
Pequeñas o grandes garsoniers. Masajes para conservar la línea. Virginidades al por mayor. La revolución que no estaba acostumbrada a avergonzarse de nada, empezó a sentir rubor. La única. Porque el pudor, la honra, la honradez, la sobriedad aparecían como viejos pecados heredados de los enemigos de la revolución. Y mucha gente quiso librarse de estos pecados lo antes posible.
Revolución.
Seda.
Sífilis.
Cornudos al por mayor; y prostitutas en serie.
* * *
—¿Se puede?
—Adelante.
Y entró el capitán médico del Quinto Regimiento. Alto, rubio, gordo y como de unos treinta y cinco años. Con su bata blanca. Y con una expresión de gran preocupación en los ojos.
—Salud, comandante.
—Salud, capitán.
—¿Qué ocurre?
—Comandante… Querría informarle de algo grave… Muy grave… En un tiempo que no llega a un mes, hemos dado de baja a más de doscientos milicianos contagiados de enfermedades venéreas.
Castro le observó.
—¿Y qué más?
—Todos ellos se niegan a decir dónde contrajeron la enfermedad.
—¿Sólo doscientas bajas?
—Sólo.
—¿En menos de un mes?
—En menos de un mes.
—Haz un informe secreto que sólo me entregarás a mí… Y mañana realizaremos examen médico…
—Pero, las unidades tienen que salir para los frentes… ¡Están preparadas!
—Lo sé…
—¿Entonces?
—No se trata de los milicianos… Se trata de las milicianas. Y yo estaré contigo.
—A tus órdenes.
* * *
Doscientas mujeres permanecían en los jardines del Pabellón de Sanidad. Había de todo: virtud y vicio. Juventud y vejez. Melenas y canas. Rimel y huellas de llantos: sedas y percal. Prostitutas y vírgenes. Mujeres y madres. Y todas ellas recostadas en las paredes, con aire de cansancio o de aburrimiento. Y el sol quemando el suelo y la carne.
Y una guardia de hombres armados con fusiles.
Y, dentro, el médico y Castro.
—¿Cómo empezamos, comandante?
—Que entren primero las de más edad… ¡Así ganaremos tiempo!
Y comenzaran a entrar. Eran mujeres de cuarenta y cincuenta años, de rostros curtidos, pelo con canas y ojos de sufrimiento. Eran diez o doce las que entraron en la primera tanda.
Y se quedaron inmóviles frente al médico y Castro. Y Castro habló:
—Camaradas: es una cuestión de trámite… Sólo quiero que me contestéis unas preguntas que os haré yo o el médico, ¿estáis casadas?: segunda, ¿cuántos hijos tenéis?; tercera, ¿obreras o solamente mujeres de su casa?… ¡Y, camaradas, que me dejéis veros las manos!… Solamente las manos.
Una avanzó. Era una mujer bajita y gorda, con el pelo encanecido, los ojos hundidos, y en la boca un rictus de amargura.
«Casada».
«Siete hijos»… «Cuatro en los frentes».
«Cuidar a mis hijos y mi marido y administrar la miseria».
«Y aquí están mis manos».
Castro se acercó a ella. Y la miró en los ojos. Y la miró de los ojos para abajo: senos lacios y un vientre hinchado y caída. Y la tomó las manos… Y surgió dentro de él, el recuerdo de su madre.
—Has lavado mucho, ¿verdad, camarada?
—Llevo treinta años lavando.
—Y algo más, ¿verdad, camarada?
—Y fregando pisos con arena y lejía para ayudar a que mis hijos comieran y crecieran.
—¿Tu marido?
—Salió al frente los primeros días y no he vuelto a tener noticias de él.
—¡Márchense, camaradas!… ¡Y perdonen!… ¡Perdonen!… Esta vez el comandante Castro se ha equivocado!… ¡No tenía razón para dudar!… ¡No debí dudar!… Cada una de vosotras sois la misma historia de mi madre. Una de ellas se adelantó.
—No tenga cuidado por nosotras… ¡No tenemos nada que perdonar! Ni se ha equivocado, comandante: entre nosotras se han metido muchas aventureras, muchas prostitutas…
—Gracias…
Y salieron… Y Castro las vio irse con un andar de cansancio infinito.
—Que pasen las demás, capitán.
Y comenzaron a entrar las demás. En grupos de diez Y se coloraron en fila. Y Castro miró. Pelo teñido, mucho carmín, desenfado en los ojos, y grandes ojeras.
—Desnúdense.
Abrieron los ojos con sorpresa.
—Con que se levanten las faldas es suficiente, comandante.
Y ellas se levantaron las faldas. Castro se volvió de espaldas. Y esperó a que el capitán se dirigiera a él.
—Siete con gonorrea, comandante.
—Siga ya solo, capitán. Al terminar me dará usted un informe, de una cuartilla solamente, en él señalará el tanto por ciento de enfermas contagiosas… Y otro, no más de una cuartilla también, de los enfermos de gonorrea o sífilis que se han producido en este último mes… Le esperaré en mi despacho… ¡Hasta la hora que sea!
Y salió. Cruzó la calle con la cabeza caída. Sin querer mirar a nadie. Sin querer hablar con nadie. Y llegó hasta el despecho de la comandancia y se sentó. Y decidió esperar cuanto fuera necesario… Desde fuera llegaban hasta él las voces de mando, el ruido de cientos de pies golpeando rítmicamente la tierra.
Y a esperar.
Una hora.
Dos horas.
—¿Se puede?
—Adelante.
Y entró el capitán médico. Y puso dos cuartillas sobre la mesa. Y esperó unos segundos.
—Puedes retirarte, capitán.
Y se quedó solo. Y miró las cifras… «Doscientos milicianos enfermos e inutilizados para combatir por un largo período»… «De doscientas milicianas reconocidas el 70 por ciento padece de enfermedades venéreas». Se guardó los informes.
Y encendió un cigarro.
«¡Hijas de p…!». «¡Hijas de p…!»… «¡Debería fusilar a unas cuantas!».
Luego bajó al patio y pidió su coche.
«¡A la Casa del Partido!».
Y el coche atravesó una parte de Madrid, Y cuando llegó a la calle de Serrano la guardia le miró. Ni la miró. Le saludaron No saludó. Y subió hasta el despacho de ala Pasionaria», en cuya puerta había un hombre amado. Se detuvo ante él.
—Di a la camarada Dolores si puedo verla.
Y salió el otro.
—Entra, camarada Castro.
Y entró.
—Salud.
—Salud.
Y se llegó hasta la mesa. Y sobre ella puso las dos cuartillas escritas. Después se sentó. Encendió un cigarro y esperó. Pero sin apartar los ojos de «La Pasionaria», la santa roja, Y fue viendo el endurecimiento de su cara, la contracción de sus labios. Y escuchó su golpear con el pie sobre el suelo.
—Esto es una maniobra tuya.
—Eso es una enfermedad.
—Una maniobra tuya.
—Una enfermedad demasiado peligrosa para los que tienen que hacer la guerra.
—Una maniobra tuya.
—No, camarada Dolores… Yo tengo, no solamente la obligación de cuidar de la salud política de los hombres del Quinto Regimiento; también de su salud física. Porque son hombres que tienen que hacer la guerra.
Se miraron. Había odio en los ojos de ella. Un poco de desprecio en los ojos de él… Porque no comprendía cómo un miembro del Buró Político prefería más un triunfo personal, que el reforzamiento de los frentes para detener la ola de derrotas que se venían sucediendo…
—¡Tú estabas en contra desde el principio!
—Sí.
—¿Por qué?
—¡Porque yo he sido soldado antes de ahora, Dolores! Porque yo sé lo que es un cuartel. Y porque yo he visto en el Aeródromo de León, cada domingo de dos años seguidos, cómo salían los soldados y cómo al llegar a la ciudad se iban a las casas de prostitución que había detrás de la Catedral… ¡A vaciarse!… ¡A enfermar!… Y no olvides, aparte de esto, que en las guerras no falta mucha gente cobarde que busca el contagio venéreo para librarse del frente… ¡Tú quizá no supieras esto!… Pero yo sí tenía la obligación de saberlo… Y la obligación de contarlo… ¡Arrojando a patadas a las putas; y acomodando en los servicios del cuartel a esas mujeres que tanto me recordaban a mi madre.
—¿Y tú quién eres para hacer eso?
—¡El comandante Castro!
—El comandante Castro y el camarada Castro tendrán que vérselas con el Buró Político.
—Confío en el Buró Político.
—¿Y en mí?
—¿Me permites hacerte una pregunta?
—Habla.
—¿Por qué entre los combatientes y las putas das preferencia a estas últimas?
—Hemos terminado.
Él salió dando un portazo. Y pasó delante de la guardia como antes: sin mirar ni saludarla. Y cuando las patrullas le daban el «alto» seguía sin detenerse. Y cuando llegó al Cuartel llamó al comandante Oliveira.
—¡Quedan disueltas las compañías de milicianas!… La gente útil la incorporaremos a los servicios de intendencia y al de los hospitales… Las demás… ¡Que las curen y después las echen de aquí!
—A tus órdenes.
Al poco rato Oliveira había hecho la separación… Las mujeres que eran el ejemplo constante de la dignidad de la mujer española se incorporaron a los otros servicios.
Las demás esperaban.
Y Castro bajó. Y mandó que las metieran en la iglesia. Y luego allí, desde un pequeño púlpito de madera, en presencia de la Virgen, del Hijo de Dios y de santos y santos habló:
—¿Queréis saber por qué os echo?
—Silencio.
«Por putas, oídlo bien, por putas»… Y sentiros contentas de que no os saque esta noche a las afueras de Madrid y os ametralle delante de una fosa inmensa… ¡Putas más que putas. Si el enemigo supiera lo que nos estabais haciendo posiblemente os condecoraría!… ¡Iros!… ¡Iros!… ¡Iros de una puñetera vez a la mierda!».
Y salieron silenciosas.
Algunas distraían su caminar mirando a los santos, a la Virgen, al Hijo de Dios y a las bóvedas…
Castró salió después.
Y pidió el coche.
—A la calle de Serrano, camarada.
Y pensó.
«Sí, ellas unas putas… Pero ¿y ellos?… ¡Habría que esterilizarlos para que sólo pudieran pensar en la guerra!».
Entró Tomás.
—Comandante, tienes una visita y unos detenidos.
—Yo te llamaré… ¡Ahora déjame solo!
* * *
—Comandante…
—Dime.
—Una visita y unos detenidos.
—¿Quién es la visita?
—Una mujer.
—¿Del Partido?
—Del Partido.
—Y quieres decirme, Tomás ¿por qué la has dejado entrar?
—Te conoce… Te conoce mucho, comandante. Viejo miembro del Partido… Un trabajar oscuro e incansable del Partido… Me dijo simplemente: «Decirle a Castro que quiero hablarle… ¡Que si no me recibe pensaré que es lo mismo que los demás!».
—¿La conocéis?
—Sí.
—Que pase… Después hablaremos sobre quién la trajo hasta aquí. Y entró una muchacha. Como de unos veinte años. Bajita. Fea. Un poco descuidada.
—Salud, Castro.
Castro se la quedó mirando. Fijamente… Sí… La conocía. De mucho tiempo. Una de esas mujeres entregadas al Partido, al que le hubiera dado sin la menor vacilación honra y vida. Uno de esos militantes que juegan cada día con la cárcel y la muerte… Y que lo hacen oscura, silenciosamente… Y que si mueren nadie habla de ellos… ¡Son los muertos que se ignoran!…—héroes a quien nadie conoce!
—¿Tú aquí, camarada?
—Yo, aquí… Castro.
Y se levantó solícito, humano, después de muchos años de haber dejado de serlo… Y la tomó de la mano y la llevó hasta el sofá… Y la sentó… Y poniéndole la mano sobre el hombro. Y mirándola a los ojos preguntó.
—¿Qué te pasa, mi buena camarada?
La otra bajó la cabeza… Y a pesar de ser una de esas militantes que son oro y hierro al mismo tiempo, suspiró profundamente, con llanto contenido y pena no disimulada.
—Soy una ruina, Castro.
—¿Por qué, camarada?
—Quisiera que me mandaras al frente… A una misión de la que no se vuelve… Y a cambio de ello sólo te pediría una cosa: que cuando le vieras, que cuando pudieras hablarle a solas le dijeras solamente esto: ¡Tú la asesinaste!…
—Cuéntame, camarada.
—Tú sabes que yo trabajaba en el aparato antimilitarista del Partido… Allí conocí al camarada Líster. Nos unimos. Trabajo y amor, más de lo primero que de lo segundo. Y tiempo y tiempo en ese trabajo en el que siempre le rodea a una la detención, los tribunales militares, la muerte, pero una muerte extraña, sin eco.
—Sigue.
—¿Y.?
—Y comienza la guerra.
—Durante unos meses, Líster es Líster… Pero, después…
—¿Qué?
—Líster se convierte en un héroe… La gente habla de él. El Partido le elogia… Y…
—¿Y qué?
—Comienzo a no ser nada, camarada Castro… Ante mí hay mi nuevo Líster. Borracho… Vanidoso… Putero… Inhumano… Bestial… Callo y callo… El Partido y la revolución pueden más que yo, están por encima de mí. Y me convierto en su criada, en su sombra, en la escupidera de todo primitivismo, de sus vicios, de su desprecio, de su asco…
—¿Y.?
—Ayer me ha echado… Y algo más: «si hablas te mato»… Y durante unos segundos estuvo pasando la pistola por mi frente, por mis sienes, por mi nuca… ¿Ir al Partido?… ¿Para qué?… Él es más útil que yo… Más importante que yo para el Partido…
—¿Y qué quieres de mí?
—Que me digas si esto es justo… ¡Nada más que eso!… ¡Que me digas, si tengo o no razón!… ¡Que me digas si lo mejor es que muera o que viva!… ¡Que me digas si debo desaparecer, si debo seguir luchando o si debo, en beneficio del Partido, pegarme un tiro para poner fin a esta historia y dar la posibilidad al Partido de que ponga fin a esto diciendo: «Era una histérica, sexo más que revolucionarismo, histeria más que lógica, sexo más que servicio al Partido».
—Escucha.
—Te escucho, Castro.
—Tú no puedes alzarte contra el Partido o contra Líster que es el Paro… Contra el Partido nunca se tiene razón… ¡Recuerda esto, mi buena camarada!… El Partido para llegar al fin no puede detenerse ante nada ni ante nadie… Él debe avanzar, siempre, aunque tenga que pisotear los cuerpos de muchas camaradas, de magníficos militantes que se ven envueltos por ciertas debilidades sentimentales… Si tú ahora gritaras contra Líster, tú asesinarías a un héroe del Partido… ¡No importa que sea un héroe de mentiras o de verdad!… Eso no importa, camarada… Lo que importa es que el Partido necesita héroes, muchos héroes: y si tú destrozaras a éste, al que el Partido quiere convertir en un héroe y gigante de nuestra lucha, para a través de él conquistar a masas y masas de combatientes para el Partido, tú habrías saboteado la tarea del Partido, te habrías convertido en un obstáculo para lograr ese gran objetivo que es la conquista de la influencia del Partido en el ejército, que nos es necesario, vital, camarada. Porque el Partido necesita varias cosas: ganar la guerra, conquistar el poder, convertir a España en una segunda base socialista para la lucha por llevar el socialismo a todo el mundo.
—Es la «línea».
—Eso, camarada… Y tú sabes, eres una vieja comunista, que contra la línea o al margen de la línea no existe para nosotros nada.
—Comprendo, Castro.
Y se puso en pie. Y mirando daba la impresión de que se había reducido, de que se había empequeñecido. Sólo sus ojos eran sus ojos. Lo demás todo era pena. Castro la pasó la mano por el hombro. Y atrajo la cabeza de ella hacia él. Y la miró a los ojos cuajados de lágrimas…
—Vamos, camarada… Tú eres fuerte… Tú eres de nuestra vieja guardia. ¿Te das cuenta de lo que eso supone?… Tu vida no ha muerto con Líster, te lo aseguro. Enloquécete con la lucha, mira sólo a los enemigos de nuestra revolución, piensa en ellos día y noche, en el horror que se desencadenaría sobre España si triunfaran… Piensa, camarada, en la victoria… En el socialismo, en un mundo de mujeres y hombres felices… Piensa todo esto, como si padecieras de una locura obsesiva… ¡Y estoy seguro de que dentro de quince días, cuando pienses en Líster verás que hay cosas que no merecen la pena!…
—Quizá tengas razón.
—¡Sé fuerte, camarada!… Tan fuerte como el acero… Elévate por encima de tu propia pena… ¡La revolución, camarada!… ¡La revolución!… Y no olvides que una vez que la revolución triunfe no habrá campos yermos; tú serás un maravilloso jardín en donde los hijos serán flores maravillosas en tu vivir y en tu vejez.
Castro la puso frente a sí. Y sus dos manos en los hombros de ella Y la miró a los ojos como si con su mirar quisiera quemar los restos de la vieja ilusión.
—¿Qué piensas, camarada?
—¡Que eres un embustero maravilloso!… ¡Y un gran camarada!
—No te olvides… Ven a verme mañana… Yo te daré un trabajo que te enloquezca, que no te deje tiempo para pensar… ¡Y acabarás no pensando!…
—Salud, Castro.
—Salud, camarada… ¡Tomás!
Entró.
—Lleva a esta camarada a su casa. Y proporciónala cuanto necesite…
Y cuídala… ¡Hay que curarla de una grave enfermedad!: la pena, de la pena de haber sido terriblemente despreciada.
El otro sonrió.
—¿De qué te ríes, bestia?… ¿Acaso sabes tú que es eso? —A tus órdenes, comandante.
Y se fueron… Y cuando salieron, cuando escuchó el ruido de un automóvil que se alejaba, se quedó de pie en el centro de la habitación… Buscaba una explicación lógica de aquella pequeña tragedia… Y sonrió: «Si nosotros queremos cambiar a España, ¿qué de extraño tiene que los «héroes» quieran cambiar de mujer?»
Y murmuró una blasfemia.
* * *
Que pasen los detenidos.
Y esperó de pie en uno de los ángulos de la habitación. Tenía tanta rabia dentro de sí mismo que sentía unos deseos inmensos de desquitarse, con quien fuere. Su odio había despertado más violentamente que nunca.
Y se acordó de la fórmula.
«La fórmula». «Nuestra única tarea».
Lo demás sólo son sentimentalismos con los que se nos quiere castrar mental y físicamente.
Y Castro volvió a ser Castro.
Y entró una mujer. Y dos niñas con ella. Era alta, como de unos treinta años, bien vestida, cuidadosamente arreglada, aunque extraordinariamente pálida y guapa, terriblemente guapa. Las niñas eran como aquellos angelitos que Castro había visto en los altares del Colegio de Guzmán el Bueno.
—¿Dónde la han detenido? —En el Hotel Nacional.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Quién la detuvo?
—Unos hombres de usted.
—¿Y usted qué hacía?
—Estaba en la cama… Leía los periódicos… Y esperaba un telegrama que debía llegarme de Barcelona.
—¿De quién?
—Del presidente Companys.
—¿Es usted su amante?
—No.
—¿Cómo la han tratado a usted hasta ahora?… ¿Bien?… ¿Mal?
Ella no contestó.
—Hable.
—Mire, señor… —Y se levantó las faldas y ante Castro apareció toda la ropa interior desgarrada… Eran, señor, y perdóneme, como lobos… ¡Como lobos, señor!
—¿Y usted?
—Les ofrecí todo: yo, mi dinero, mis joyas… Todo lo que tenía. ¡A cambio de una cosa, que me dejaran libre, que me dejaran pedir una conferencia a Barcelona o que la pidieran ellos!
Castro la miró.
—Discúlpelos… Ellos tienen hambre de muchas cosas, de muchas. Un hambre heredada… No tiemble ni llore… ¡Está usted en libertad!… En unos minutos la llevarán al hotel… Procure salir pronto de Madrid… Porque ahora y no sé por cuánto tiempo, usted será solamente botín, solamente botín… Y llamó a Tomás y cuando éste entró le ordenó que las llevara al Hotel Nacional.
—Llévalas allí… ¡Obliga al encargado del hotel que la dé una conferencia con Barcelona…! Di a la guardia, si es que es nuestra, que la proteja hasta que salga… Un choque en estos momentos con Companys sería impolítico. Y pasó la mano por las cabezas de las dos niñas y las empujó suavemente hasta la puerta…
Pidió café. Y fumó un cigarro. Y luego gritó.
«¡Otros!».
Y esperó.
Y una vieja de pelo blanco y traje negro. Y una joven embarazada. Y un hombre joven, acobardado.
—¿Qué?
Le miraron.
Y fue la vieja la que avanzó hacia él. Y cuando estuvo delante le miró. Había firmeza y odio.
—¿Es esta la justicia de que ustedes hablan?
Castro la miró.
—Mi yerno es republicano de toda la vida, mi hija sólo mi hija y su mujer… Yo… Yo solamente una pobre vieja… ¡No podemos inspirar miedo, solamente pena, compasión!
Castro la seguía mirando.
—Sí. Usted es el comandante Castro… Eso quiere decir que no hay clemencia… Bueno, mátenos, pero máteme a mi primero. No quiero presenciar el otro doble crimen.
—Aquí no se mata más que a quien se tiene que matar.
La vieja le miró.
—¿Nada más?
—¡Nada más!
En los ojos de la anciana unas lágrimas. Y un dejarse caer a los pies de Castro; y abrazarse a sus pies y una súplica angustiosa.
«A mí por ellos».
«A mí por ellos».
«A mí por ellos».
Castro se apartó… No quería ver a la vieja. Ni ver sus lágrimas. Ni escuchar sus súplicas. Y se dirigió al hombre. Pero, no había terminado de acercarse cuando sonó el teléfono.
—Dime, capitán.
—……
—Sí.
—……
—Está bien.
Se volvió hacia los tres. Y miró a ceda uno de ellos lentamente. Y se sintió nervioso, enfermo de rabia.
—¡Están en libertad! Los tres le miraron.
—Izquierda Republicana responde por ustedes… ¡Váyanse!… Váyanse pronto antes de que se me olvide Izquierda Republicana; y Azaña; y vuestra tonta república… Y su embarazo, señora; y su pena; y su miedo, señor…
—No.
—¿Por qué?
—¿No saldremos para que nos asesinen en el camino? Llamó.
—Que venga mi chófer.
Y cuando estuvo ante él le miró.
—Vas a llevar a estas gentes a izquierda Republicana… ¡Las dejas en el portal!… ¡Si les ocurre algo, tú pagarás por ellas!
Y se fueron.
—Falta otro, comandante.
—¿Quién?
—Un falangista que presume de ello; que afirma que nos colgarán a todos… Que se ríe de nuestras amenazas… De nosotros mismos… Convendría que hablaras con él.
Se quedó un momento pensativo.
—Sacarle a la carretera… Y acabar con él… Una noche blanca es un crimen… Una noche sin balance una traición… ¡Pronto!
Y se quedó solo.
Se había perdido Talavera de la Reina. Se había perdido Maqueda. El enemigo se acercaba a Toledo.
La guerra ya no era una verbena de euforia y demagogia. La guerra era un terrible drama que empezaba a enseñar su rostro.
* * *
—¿Se puede?
—Adelante.
—Mi comandante… ¡El camarada Sendín quiere verte!
—Que pase.
Y entra Sendín, como siempre, con el pelo alborotado, la cara roja, los saltones detrás de los gruesos cristales de sus gafas. Y sonriendo con su cinismo de siempre.
—Sendín…
—Castro…
Y se estrechan la mano. Y se miran y sonríen. Y sacan cigarros y fuman. Y vuelven a mirarse…
—¿Qué me cuentas, comandante?
—Nada, Sendín.
—¿Por temor a que las paredes escuchen?
—No.
—¿Por desconfianza en mí?
—No.
—Te propongo entonces una cosa…
—Vámonos a un café discreto… A cualquier viejo café en donde henos pasado mucho tiempo, mucho, discutiendo y hablando de la revolución… ¿A cuál quieres que vayamos?
—Al de San Bernardo.
Y salieron en el coche de Castro. Ellos dos solos. Y rápidamente se encaminaron a la calle de San Bernardo. Castro dejó el coche en una esquina. Y entraron. Y los viejos divanes rojos, los viejos espejos, los viejos camareros; y alguna que otra pareja, él de uniforme, que se hacen el amor y sueñan como antes de la revolución.
Se sentaron.
—Café.
—¿Y usted?
—También café.
Y les sirvieron el café como en los viejos tiempos. Como si la vida allí fuera algo inmóvil, dormido o muerto. Y cuando se alejó el camarero, Castro se dirigió a Sendín.
—Tú no puedes engañarme… Tú no has ido a verme para que tomemos café solamente… Y además, estás nervioso… Y de mala leche, Sendín, te lo noto… ¿Qué es entonces lo que te llevó a buscarme al Quinto Regimiento?
—El verte.
—No mientas.
—Déjame acabar…
—Sigue.
—El verte, el hablar, el desahogarme… Y el desahogarte, porque tengo la seguridad de que tú también estás hasta los cojones de muchas cosas… ¡Porque si yo no puedo engañarte a ti, tú no puedes engañarme a mí!
Se sonrieron.
—Comienza tú primero, Sendín.
—¿Qué opinas tú de la marcha de la guerra?
—¡Que es una catástrofe!…
—De acuerdo… ¿Y qué opinas del Partido?
Castro le miró seriamente.
—¿Y qué opinas del Partido?
—Que ve todo muy bien, menos la situación militar.
—De acuerdo… ¿Y qué piensas de la revolución?
—¿Quieres que te hable sinceramente?
—Sí.
—Sendín, la revolución no ha comenzado todavía… Ha comenzado la guerra, hacemos la guerra, pero, ¿la revolución?… Mira, en el Norte de España todo sigue igual, igual que antes: las fábricas en manos de sus dueños que empujan al Presidente Aguirre a una capitulación para salvar sus bienes; los curas por las calles libremente… ¡Todo igual… Igual que antes!…
—Sigue.
—En Cataluña, la C, N. T. se ha apoderado de las fábricas… ¡Fabrican excusados y muchas otras cosillas que no importan para la guerra… Y, además, no hacen la guerra, porque si hay un frente tranquilo es el Aragón… Aquí en la región centro ha habido incautaciones en donde había magníficas bragas, combinaciones y camisones; y medias de seda; y zapatos de lujo; y pieles a pesar de que estamos en pleno verano. Y ha habido también aquí y allá la borrachera de las masas, que han querido saciarse de todo: de sus necesidades, de su hambre, de su no fornicar lo suficiente, de satisfacer sus odios y rencores… En el campo los terratenientes han huido, pero los campesinos tienen miedo de tomar la tierra por si vuelven; y el gobierno Giral sin convertir en ley todo lo que significaría un golpe mortal para la contrarrevolución en el terreno económico y todo lo que conquistaría definitivamente a los campesinos para la guerra, para nuestra guerra.
—Sigue.
—Ya es bastante, Sendín.
—Como siempre tú en las nubes… Embebido en los grandes problemas de la revolución, sin darte cuenta, camarada y amigo Castro, que cuando una revolución comienza lo importante no son los grandes problemas, sino los pequeños, esos pequeños problemas que constituyen la garantía de la solución de los grandes…
—¿Y cuáles son esos pequeños problemas?
—Verás… Verás… Por ejemplo: la moral revolucionaria. La sobriedad revolucionaria…
—Explícate.
—Yo no me refiero a los demás… Los demás me importan una mierda. Los demás son partidos y organizaciones que históricamente están destinados a morir… ¡Me refiero a nosotros!… ¡Al Partido!… ¿Te das cuenta, Castro, al Partido?
—Sigue.
—Mira, Castro… El Partido ha comenzado a corromperse… ¡No se trata de un fenómeno natural, como podría ser la llegada al Partido de grandes masas no preparadas ni política ni ideológicamente!… Se trata de los viejos… La solera, Castro, se está comenzando a pudrir.
—¿Por qué?
—La revolución y la guerra, Castro, no son sólo incautaciones de las fábricas, de la tierra, la creación de órganos de poder nuevos, revolucionarios; ni de organizar un ejército popular, ni tener un buen plan de operaciones, ni una táctica y estrategia acertadas… ¡Eso siempre puede hacerse!… Siempre que la guerra y la revolución tengan alma, un alma inmaculada…
—¿Y quién debe ser el alma de la revolución y la guerra?
—¡El Partido!… ¡El Partido, Castro, el Partido!
—¿Y no lo es?
—En parte.
—No te entiendo bien… Si no te conociera como te conozco… Si no supiera que eres un hombre capaz de morir en la lucha y por la revolución Pensaría que eres un hombre vencido por el escepticismo, por la falta de fe…
—Pero, me conoces.
—Sí.
—España no es solamente un campo de batalla, ni el escenario de una revolución que no vislumbro muy bien… ¡España, nuestra España, se ha convertido en un conjunto de pequeños y grandes burdeles!…
—¿Qué dices?
—Tú siempre en la luna… ¡Dejemos a un lado a las masas!. A los demás partidos y organizaciones… Situemos nuestros ojos ante el Partido… ¡Comienza por la cúspide!… ¡Desciende después a los cuadros medios!,,. Dime, ¿es que no ves nada, es que no sabes nada, o es que te has convertido en un tonto o en una Celestina?
—No seas cabrón y habla de una vez.
—Mira… Y escucha bien… Y deja de ser un idiota… Escucha: Dolores, nuestra nunca bien ponderada «Pasionaria», a la que se quiere presentar como el símbolo de la mujer española, ha comenzado a acostarse con Francisco Antón del que se rumorea que van a hacer miembro del Buró Político; Giorla, ha abandonado a su mujer, a María, a la tuerta, ha violado a una muchacha del «Radio» Oeste a la que llaman la «Chata» con la que vive; Hernández ha dejado a su mujer y dicen que anda más o menos enredado con la mujer de otro compañero; Delicado, olvidando a su mujer y a sus numerosos hijos y acostándose con la hermana de otro miembro del Buró Político; Uribe, buscando las casas de prostitución de lujo en donde deja de ser un hombre para convertirse en un cerdo… Ahora desciende: Dieguez cuentan que ha enfermado a su mujer de gonorrea; yo resolviendo la impotencia sexual de Claudio y haciéndole una obra de caridad a Josefina. Visita, visita la casa del Comité Provincial y te encontrarás con un gimnasio en el que las mujeres de los dirigentes medios se dedican a darse masaje para conservar la línea; en donde se ha cambiado el percal por la seda; en donde sólo hueles a perfumes de Francia. Líster ha dejado a su mujer y se dedica al sabroso deporte de buscar a las mujeres de los camaradas que están en los frentes; Modesto ha llevado a su mujer a la retaguardia y tiene una miliciana a la que hace bailar flamenco, cantar y acostarse con él… Y podría seguir contándote. Contándote por ejemplo que en la calle de Príncipe de Vergara el Partido se ha incautado de una casa que en realidad no es otra cosa que un gran prostíbulo…
—¿Y qué más?
—¿Te parece poco?
—Sí.
—Pues mira tu Quinto Regimiento: tú mismo comisario político, Carlos Contreras no hace caso a María, su mujer, pero ha comenzado a acostarse con la mujer de nuestro capitán Carlitos.
—¿Se ha acabado la lista?
—No.
—Sigue entonces.
—Me he cansado de hablar, Castro.
—¿No crees, Sendín, que eres un hombre lleno de veneno?
—No, solamente un realista.
—Paga, Sendín.
—Paga tú.
Castro pagó. Y se levantaron. Y salieron a la calle de San Bernardo. Y allí se detuvieron un momento. Y Castro preguntó:
—A pesar de todo harás la guerra ¿verdad?… A pesar de todo serás capaz de morir por la revolución, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque en la vida hay que ser consecuente… ¡Consecuente hasta en el horror!
—Salud, camarada Sendín.
—Salud, camarada Castro.
Y se separaron. Y Castro montó en su coche y se dirigió al Cuartel de Francos Rodríguez, de allí a la comandancia de la calle de Lista. Se notaba algo raro. Al principio no sabía bien qué era. Después de pensar largo rato creyó haber encontrado la causa.
¡La náusea!
¡Estaba enfermo de náusea!
Y hubiera preferido no saber nada… ¡Los dioses son necesarios!…
¡Muy necesarios!… Pero el asco le impedía razonar.
* * *
Franco comienza a acercarse a Toledo.
Castro y Carlos han decidido salir a las diez de la noche para Toledo. Y a las diez de la noche, cuando todo es silencio abandonan el cuartel. Sin embargo han decidido pasar antes por el local del Buró Político. Cuando el automóvil se detiene delante del edificio un grupo de hombres armados sale rápidamente y se distribuye formando una peligrosa paralela de cañones dirigidos.
—Salud, camaradas.
Se afloja la tensión de todos.
—Salud —responde Santi Álvarez.
Y llegan hasta la antesala del despacho de Pedro Checa. Un viejo comunista cuya mano derecha descansa sobre la culata de la pistola, los mira.
—Avisa —dice Castro.
Entra y sale. Y hace un gesto con la cabeza. Y entran. Checa se dirige hacia ellos Y se estrechan las manos.
—Sentaros, camaradas.
Y se sientan.
—¿Nos invitas a un café?
—Sí.
Y al poco rato una mujer triste y vieja entra con tres tazas de café negro. Se va silenciosamente, arrastrando un poco los pies.
Y terminan de tomar café.
Y se miran.
—¿Qué os trae por aquí a estas horas?
—Salimos para Toledo. Hemos decidido ver con nuestros propios ojos la fuerza de ellos o nuestra propia debilidad.
—¿Sólo a eso vais?
—No —responde Castro.
—Habla, Castro.
—¿Qué diría el Buró Político, camarada Checa, si uno de estos días recibiera la noticia de que el Alcázar había saltado en millones de pedazos con sus defensores dentro?
—Sigue y no preguntes.
—Tú sabes bien, Checa, que en torno al Alcázar hay varios millares de milicianos: sabes también que las columnas de Varela, Yagüe y Monasterio continúan avanzando… ¿Seremos capaces de tomar el Alcázar antes de que ellos lleguen?
—¿Qué opinas tú?
—Soy pesimista.
—¿A pesar de que se ha nombrado a Asensio jefe de ese frente?
—El problema ahora no es Asensio, sino el Alcázar.
—Concretamente, ¿qué pretendéis?
—Suponte que se abriera una mina que terminara en el centro mismo del Alcázar; que en esta mina se depositara gran cantidad de explosivos; que diéramos diez horas para que se rindieran los sublevados. Y de que pasadas las diez horas y se diera el caso de que no se rindieran que la carga colocada en las entrañas del viejo caserón estallara.
Se han cambiado miradas.
—Habría muchos muertos.
—Pero, no habría héroes.
Checa se ha quedado un momento pensativo. Y toma el teléfono y pregunta por el secretario general, al que informa de la conversación. La respuesta no ha debido de ser de sí favorable porque ha hecho un gesto casi imperceptible de desagrado.
—Ir a Toledo. Ver las posibilidades reales de conquistar el Alcázar y venir a informarnos.
—¿Son órdenes?
—Sí.
Salen del edificio y se hunden en la noche. Los grupos de vigilancia dan el «alto» mientras apuntan con sus fusiles… «No hagas caso a esos cabrones y sigue»…
Y la carretera a Toledo.
Y una noche en la que sólo las estrellas parecen vivir.
—¿Qué opinas, Castro?
—No quieren.
Los setenta kilómetros se hacen demasiado largos. Tiempo y tiempo, Y ante ellos la silueta de la vieja ciudad. Y ya dentro el chófer apaga y enciende las luces.
—¿Quién va?
—Nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Acércate, cabrón y lo verás——contesta Carlos.
Y una sombra se acerca.
—¿Castro?… ¿Carlos?
—Sí.
—Adelante, camaradas.
Por las estrechas calles de la ciudad imperial, milicianos y mujeres se acurrucan en los quicios de las puertas. No hay guerra. Hay romance. Porque aquí los combatientes republicanos lo son con derecho a pensión: a comer a sus horas, a dormir a sus horas, a cagar a sus hora, Ni centinelas. Ni disparos sueltos. Los sitiadores duermen. Y entre ronquidos y piojos unos y otros a esperar el día: los sitiados para ver cuál o cuántos caballos sacrificarán; los sitiadores para buscar lo que aún quede en Toledo y sus alrededores. Porque aquí no existe el afán de matar, aunque de vez en cuando haya algún muerto. Aquí sólo existe el afán de esperar: de esperar los de dentro a que los liberen: y de esperar los de afuera a tener que marcharse con una justificación que disimule su cobardía y su desvergüenza.
Y llegan a una pequeña casa, en la que unas velas alumbran su interior. Y se sientan. Y después llegan unos cuantos comunistas y algunos otros hombres del Quinto Regimiento.
Y la pregunta de uno por todos.
—Vosotros diréis.
—¿Se puede tomar el Alcázar por asalto?.
—No.
—¿Por qué?
—Porque la gente ha perdido su combatividad en otros asaltos menos peligrosos.
—¿Se puede volar el Alcázar?
—No.
—¿Por qué?
—Habría demasiados muertos… Y no se vería como una acción de guerra, sino como un crimen. Además, Toledo es una joya de arte que sería un crimen destrozar.
—¿Es sólo tu opinión? —pregunta Castro.
—No… No es sólo mi opinión: os lo dirían los sitiados; y los sitiadores. Y la población que ha vivido y precisa seguir viviendo de enseñar sus joyas arquitectónicas y vender sus chucherías.
Se vuelve al silencio. El tiempo pasa. Carlos Contreras pasea nerviosamente y a veces se le oye murmurar en voz baja: «c…» «c…»… Después Castro y él recorren la ciudad en sombras y sueño… «No es posible»… «No es posible»… Y parece decírselo al oído la vieja ciudad que duerme a orillas del Tajo.
—Vamos, Carlos.
—Sí.
Y el regreso en silencio. Fumando y fumando, mientras el coche avanza llevando sobre sí la desesperación de unos hombres que tienen las dimensiones exactas de un gran fracaso.
—¿Vemos a Checa?
—¿Para qué?
—Le dejaremos al menos un recado: «No es posible conquistar sin destruir… Y la gente siente una angustia conmovedora ante la idea de que la imperial Toledo pudiera convertirse en escombros».
* * *
Las columnas de Varela y Vague avanzan.
El coronel Rojo, en nombre del gobierno, habla con los sitiados. Éstos no se rinden. Nada les obliga desesperadamente a ello. Se limitan a esperar. Dicen que Rojo habló y lloró.
Y ofrecen al general Moscardó la vida de su hijo a cambio de la rendición». Y sacrifica al hijo.
Nada más.
—Castro, te llaman al teléfono.
—¿Quién?
—Checa.
Y Checa le habló. Tenían que salir para Toledo inmediatamente. Él, Carlos Contreras y Duclos, el número 2 del comunismo francés y uno de los más viejos agentes de la policía secreta rusa.
Castro esperó en la puerta.
Y salió Duclos.
Detrás de él, Carlos.
Y se saludaron.
Castro no tuvo mucho tiempo para mirarle. Sólo notó que iban un poco estrechos en aquel pequeño «Lasalle» hecho para gente normal. Durante todo el camino Duelos habló en francés con Carlos. Castro sólo hacía caso a la carretera y al volante. Y llegaron a Toledo. Y Castro detuvo el coche a la sombra de una casa vieja en la que parecía no vivir nadie. Y descendieron los tres, Carlos y Duclos, delante; Castro detrás. Conoció a Duclos por la espalda primero: bajito, gordo, casi sin piernas y sin cuello. Luego, le pudo ver por delante. Era solamente vientre y cabeza. Y sobre la cabeza una boina. En ningún momento habló de la traición de Francia, en ningún momento. Miró a los sacos terreros y a los hombres que dormían o leían: después quiso ver unos de los ángulos del Alcázar. Luego se dedicó a ver el tesoro toledano: las joyas arquitectónicas, las casas y calles, que sin hablar, hablaban de una larga historia. Y quiso ver el Tajo pensando, quizá, en descubrir el secreto del temple del acero toledano; y varias veces miró al cielo, posiblemente acordándose del Greco. Para ser un turista completo sólo le faltaba la cámara fotográfica. Estuvieron allí tres horas. El sol quemaba y el aire debía dormir también. Y los sitiados en silencio; y los sitiadores en silencio. No se fijó en nada de esto.
Al final lanzó dos exclamaciones:
«Toledo… ¡Magnifique!… ¡Magnifique!… Y se subió al coche. Y se recostó cómodamente. Y el coche arrancó hacia Madrid. Y silencio. Sólo una vez Carlos dio un golpecito en la espalda de Castro por detrás de la enorme cabeza de Duclos.
Castro miró.
Duclos dormía.
Tranquilo.
Sereno.
Beatíficamente. Y por su boca salía de vez en cuando algo así como un estertor. ¡Duclos roncaba!…