Capítulo X

LOS TANQUES MUEREN EN EL LECHO DEL RÍO

Los resultados de la batalla de Brunete habían hundido a Castro en hondas meditaciones. Acostumbrado por el Partido al análisis de todo y de todos no hacía más que pensar los resultados de la batalla de Brunete… Si… No había logrado salvar Santander… Pero, ¿la otra operación que estaba por comenzar para ayudar a Asturias, lograría salvarla?… Castro tenía dudas: había visto en la operación de Brunete a «El Campesino» sin saber salvar el obstáculo de Quijorna; había visto a Líster que una vez que comprobó que sus flancos se habían detenido, detenerse ante Brunete, carente de la valentía y la audacia necesarias para proseguir la operación de la que él debía ser el ejecutante más brillante y heroico; comprobó también la falta de audacia e iniciativa en los comandantes Galán y Cartón y en el general Gal… Y, por último, lo de siempre, la falta de reservas que limitaban todas nuestras operaciones a ciertos éxitos tácticos, valiosos si se quiere, pero, jamás decisivos… Y sentía cierto temor… ¿Hablar con el Comisario General, Álvarez del Vayo?… Castro conocía la definición que de él había hecho el Partido: «Es idiota, pero más o menos útil»… ¿Para qué hablar entonces con él?… ¿Hablar con José Antonio Uribes, responsable de la comisión político-militar del Partido?… Castro sabía que Uribes no era nada, que el mismo Partido lo tenía simplemente como el «representante de Valencia» y nada más. Hablar con Checa… Checa era el hombre, pero Checa era un ciento por ciento, lo que quiere decir que difícilmente hubiera metido en el campo de su análisis la política militar del Partido, si no era planteado por la misma cima del Partido, y mucho menos meter en su campo de análisis a los consejeros rusos, los cuales para Chaca, como para todos los miembros del Partido eran «los infalibles uniformados». ¿Hablar con el comandante Estrada? Hubiera sido una solución, era un militar capaz y políticamente seguro, pero el comandante Estrada estaba resentido, al menos así lo creía Castro, porque en realidad el Partido lo había dejado a un lado, a pesar de que con Rojo era uno de los dos valores militares más destacados de nuestra guerra… Castro decidió no hablar, callarse en espera de que el Partido le preguntara…

Pero ya comenzaba a tener dudas de la infalibilidad de los «infalibles», empezaba a tener ciertas dudas sobre la justeza de la política militar del Partido en el terreno operativo; pensaba que el Partido intervenía demasiado poco en este importante aspecto, que el Partido escuchaba a los consejeros militares rusos más que a los miembros del Partido que habían sin duda aprendido lo suficiente si no para planear sí para ver qué era bueno o qué era malo, suficiente o insuficiente.

El Partido callaba.

Castro también.

Porque al general Rojo, al que Castro consideraba un militar bueno, no se atrevía a preguntar. Rojo era un hombre que Castro estaba seguro que no le unía a la República más que ese concepto de lealtad que pesó sobre tantos militares por el hecho de considerar que Franco se había sublevado contra la República, y que, por tanto, había faltado a su juramento. Pero, políticamente, Rojo jamás podía estar con el Partido. Lo aceptaba porque comprendía no sólo que era una fuerza política sino también una fuerza militar; le aceptaba porque sabía que, mientras él actuara acertadamente, el Partido le defendería frente a todo y frente a todos. Pero no era comunista, ni lo sería jamás: creía ciegamente en Dios y era un hombre con tal fe, con tal sentido de la dignidad que no lo ocultaba a pesar de que el ser católico militante en aquellos momentos significaba un peligro de muerte. Era un hombre admirable: trabajador, apasionadamente trabajador, sobrio, serio. Castro sentía por él un gran afecto, pero no tanto como para confesarse con él, como para confesarle esas dudas que habían comenzado a nacer en él.

Sin embargo fue a verle.

—Hola, Rojo.

—Hola, Castro.

—¿Qué piensas sobre Asturias, Rojo?

—Ayudarla… Ayudarla como pueda… Hay que reunir al Estado Mayor… Prieto piensa que soy un instrumento vuestro, un incondicional y espera un error para golpear sobre mí, peor aún: más que sobre mí, sobre la política militar que yo represento.

—¿Cuándo piensas reunirle?

—Mañana.

—Entonces, nos veremos mañana.

Y regresó al Comisariado. Hierro Muriel, un magnífico colaborador. pero un hombre que no acabó jamás de comprender que el Partido le había abierto sus puertas a cambio de acabar con el Partido Social Revolucionario del que Balbontín, él, Rexach y el capitán Benítez eran sus dirigentes, le recibió al entrar en su despacho.

—Castro, Prieto pide la composición político-sindical del Comisariado en su conjunto… Creo que es la ofensiva contra el Partido… ¿Qué hacemos?

—Camarada Hierro: no hay duda que tenemos la mayoría, pero en este caso para sortear la ofensiva de Prieto toma el cincuenta por ciento de nuestras comisarías y clasifícales sindicalmente como miembros de la Unión General de Trabajadores. De momento esto parará el golpe, después ya veremos…

—De acuerdo, Castro.

Y Castro subió a ver a «Don Julio». Se llamaba así el comisario general, Julio Álvarez del Vayo. Y a Castro no le importaba llamarle «Don Julio» o lo que hubiera querido don Julio que le llamaran. Eran cosas que no costaban mucho y que permitían moverse con la mayor de las impunidades en la realización de las tareas del Partido.

—Salud, don Julio.

—Hola, Castro… ¿Qué me trae usted?

—¿Qué opina usted de la disposición del ministro de la Defensa?

Don Julio, que era un actor consumado, se puso serio, miró al techo, se pasó la mano por la frente y habló lentamente, con gran énfasis.

—No sé… No sé… Creo que habrá que pensar detenidamente en esto… Prieto estaba bajo la presión del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores… ¿Qué piensa el Partido?

—Don Julio, me sorprende su pregunta ¿cree usted acaso que el Partido va a dejarse quitar la hegemonía política en el ejército cuando sabe que de esa hegemonía política depende la existencia de un ejército capaz de vencer?… ¡No, don Julio! El Partido luchará contra Prieto como luchó contra Caballero… Porque no se trata de tantos por cientos, no se trata de un reparto equitativo, se trata de asegurar en el ejército un trabajo político que garantice su eficacia… ¡Y ese trabajo político sólo los comunistas somos capaces de realizarle!… ¡Sí, don Julio! Pero…

—Yo creo, Castro, que podríamos hacer algunas concesiones… Aplacar a Prieto y al Partido Socialista… Al fin y al cabo yo soy miembro del Partido Socialista.

—No.

—Pero…

—Es posible, don Julio, que en un momento determinado yo pueda estar equivocado y no interpretar bien la opinión del Partido… Es posible… Entonces, ¿por qué no hablamos con el Partido?… Él es justo siempre… Él dirá si debemos hacer concesiones o no debemos hacerlas…

Y sin esperar la respuesta de aquel tonto enamorado de Inglaterra, de su política, de su idioma y de su moda tomó el teléfono y marcó un número…

—¿Camarada Checa?

—……

—El camarada Del Vayo y yo queremos hablar con la dirección del Partido.

—……

Y colgó el auricular.

—Nos esperan al anochecer, don Julio… Yo le vendré a buscar.

Y abandonó el despacho del comisario general de Guerra… Y regresó a su despacho. Como siempre, Hierro Muriel entró detrás de él.

—Llama a Checa.

—Checa al aparato, Castro.

—Checa: a las ocho iremos a veros… Del Vayo cree que antes de la ofensiva de Prieto debemos hacer concesiones… ¡Creo que sería un error!… El Partido dirá la última palabra…

A las ocho llegaron a la plaza en donde estaba el local del Comité Central… Los centinelas saludaron respetuosamente a Del Vayo. Y a Castro con una seña o un gesto familiar… Don Julio pasó estirado y soberbio. Y generoso: devolviendo los saludos a unos y a otros. Y comenzó a subir las escaleras con el gesto de un hombre abrumado por las preocupaciones. Castra le seguía. Y citando los dos llegaron ante la puerta en que les esperaban, Castro alzó el picaporte…

—Usted primero, don Julio.

Y don Julio entró. Detrás Castro. En aquella gran sala, a la cabecera de una gran mesa sin una partícula de polvo, estaban ellos: José Díaz, la cabecera; Codovila, el hombre de la Internacional Comunista, a su derecha, y Pedro Checa, a su izquierda.

—Salud —dijo Castro.

—Salud, camaradas —balbució don Julio mientras estrechaba las manos de aquellos tres grandes hombres.

Y unas palabras de José Díaz.

—Siéntese, camarada Del Vayo… Siéntate, Castro.

Y los ruidos naturales de las sillas. Y el sentarse de ellos. Y los dos bajo las miradas de aquellos tres hombres todopoderosos… Y otra vez la voz do José Díaz.

—¿Qué ocurre, camarada Castro?… ¿Qué impide que el camarada Del Vayo y tú estén de acuerdo?… ¿Quieres explicarnos, Castro?

—Camarada Díaz: nuestras discrepancias creo que son importantes… El camarada Del Vayo es de opinión que ante la ofensiva de Prieto contra los comisarios comunistas hay que hacer algunas concesiones; yo creo —y acentuó el «yo» —, que hacer concesiones es un grave error. Nuestros comisarios no son figuras decorativas, son maravillosos trabajadores políticos, magníficos combatientes cuando las situaciones lo exigen… ¿Por qué acceder a lo que Prieto quiere?… No es éste un problema de proporcionalidad, sino de capacidad, de heroísmo… Esta es la razón por la cual discrepo del «camarada» Del Vayo…

—Yo creo… —comenzó don Julio.

—Un momento, camarada Del Vayo —interrumpió José Díaz —. El camarada Castro no es un hombre inexperto, no es un hombre nuevo en el Partido. El camarada Castro es el Partido en el Comisariado Político. Y el Partido sabe a quién nombra su representante en donde sea. Él sustituyó a Mije, porque Mije no comprendió cuál era su función… ¿Acaso el que Castro haya sustituido a un miembro del Buró Político no le dice nada, camarada Del Vayo?

—Yo creo, camarada Díaz…

—Camarada Del Vayo… Si usted hubiera preguntado al camarada Castro sobre ese «yo creo», el camarada Castro cumpliendo con su deber le hubiera dicho: «Lo que usted crea, camarada Del Vayo, no importa… ¡Lo importante es lo que crea el Partido, lo que quiera el Partido, lo que piense el Partido… ¿No es así, camarada Castro?

—Así es, camarada Díaz.

—Es que…

—No, camarada Del Vayo… ¡No!… Si Castro por un solo momento dudara del Partido, discrepara del Partido, el camarada Castro no estaría ni un solo segundo representando al Partido en el Comisariado Político… ¡No lo olvide, camarada Del Vayo!… Cuando hable usted con el camarada Castro, camarada Del Vayo, olvídese usted del camarada Castro… ¡Es el Partido quien habla!… Y Castro tiene razón: una concesión conduce a otra concesión… ¡No!… Castro es el Partido… Prieto el antipartido… ¡No lo olvide, camarada Del Vayo, no lo olvide!

Y se pusieron en pie.

—Salud, camarada Del Vayo.

—Salud, Castro.

Y para que no hubiera duda, unas palabras del representante de la Internacional Comunista, de Codovila:

—Tu posición es correcta, Castro.

Y en las escaleras un comentario de don Julio:

—Cada entrevista con la dirección del Partido es una maravillosa lección…

—Sí —contestó Castro.

Y nada más.

Porque en el fondo le daba asco aquel hombre que no era más que un miserable Judas, poliglota y enamorado del idioma inglés, de la democracia inglesa y sobre todo y por encima de todo de la moda inglesa: enseñaba los calcetines, los trajes, las camisas, los pañuelos, daba a oler el perfume… Por fuera un español más; por dentro, más inglés que el mismo rey de Inglaterra…

Y la batalla contra Prieto comenzó.

Era una pequeña batalla.

Una batalla miserable contra un hombre que olvidaba las batallas más importantes.

* * *

—Señores —hablaba el general Rojo ante los miembros del Estado Mayor Central —, estamos obligados a ayudar a Asturias… Y me gustaría conocer la opinión de todos ustedes sobre la mejor forma de ayudarla…

Silencio.

Y opiniones leves, sin grandes preocupaciones, sin grandes proyecciones. Era la rutina hablando.

Castro miró al consejero ruso.

Éste guardaba silencio.

¿Por qué no hablaba?

—Creo, general Rojo —hablaba Castro —, que el problema de ayudar a Asturias no es solamente un importante problema militar, sino también un importante problema político… Si queremos «tirar» de las fuerzas de Franco que atacan Asturias hay que lanzarse sobre un objetivo importante… De otra manera será un fracaso que desgastará nuestras fuerzas sin ayudar a Asturias…

Rojo le miró.

—De acuerdo… Haremos algo que pueda ayudar a Asturias… En su momento oportuno tendrán conocimiento de lo que nos proponemos…

Y se fueron.

Y quedaron solos. Rojo y él. Rojo parecía sonreír. Pero no. Era como una demostración de asco, de desprecio. No era una sonrisa, era un gesto.

—Haremos algo, Castro.

—¿Algo importante, Rojo?

—Sí.

—Cuenta conmigo, Rojo, incondicionalmente…

—¿Contigo solo?

—Yo no soy yo—Tú lo sabes… Castro no es más que una modesta representación del Partido… Sólo eso… Y tú sabes, general, lo que es el Partido, lo que representa el Partido… ¡Qué lástima que no puedas hacerte comunista para que lo supieras bien!

* * *

El viejo general Pozas paseaba un poco nervioso por aquella sala de una vieja casa campesina de un pueblo de los Monegros. Mirando un poco detenidamente al viejo general se le notaba cansado, triste e inclinado como un viejo árbol cuyas raíces fueran buscando dulcemente la tierra.

Castro rehuyó el encuentro. Conocía desde los primeros días al viejo general. En la conversación no habría nada de nuevo para ninguno de los dos. Además, la visita al Estado Mayor del general Pozas no la determinaba ver al general. Había una novedad que le intrigaba un poco: el jefe del Estado Mayor, un tal Antonio Cordón, capitán de artillería, retirado cuando la Ley Azaña y del que la gente, Castro no sabía todavía por qué, hacía grandes elogios. Saludó a Rojo. Y a Carlos Contreras que andaba por allí. Y con los dos entró en una gran sala en donde había un mapa de la zona de operacional. Y mirando silenciosamente el mapa les sorprendió Antonio Cordón.

—A tus órdenes, Rojo.

—Hola, Carlos.

—Comisario Castro, encantado de conocerte. Tenía ganas de que llegara este momento.

—Gracias.

—¿Al amanecer, Cordón?

—Al amanecer, Rojo.

Castro no dispuso de mucho tiempo para conocer a quien quería conocer… Sin embargo, en el tono de la voz y en los gatos de aquel hombre, Castro vio algo que no acababa de gustarle: un hombre demasiado pequeño para tan gran ambición. Y casi aceptó como un hecho que la guerra estaba metiendo mucha porquería humana en el Partido.

Y se fue.

El amanecer estaba cerca. Y su plan ni podía atrasarse ni alterarse: primero, con la División de Líster hasta asegurarse del éxito de su misión; después a la 27 División, que debería ocupar Zuera y continuar; por último, ver a Kleber, a quien se le había dado mando de nuevo y que esperaba ansiosamente una oportunidad para salir de una agonía política que Largo Caballero había provocado y que le envolvía cada día un poco más.

—Vamos, camarada.

—¿A dónde, comisario?

—A ver a Listar, a presenciar nuestra ofensiva sobre Zaragoza, que debe salvar a Asturias de la ocupación de las fuerzas del general Dávila.

—¡Qué bueno, comisario!

—Sí… Pero corre todo lo que puedas… Que yo tengo que hacer algo más que mirar esta nueva ofensiva republicana.

—Sí.

Y el coche por el camino. Y detrás una nube de polvo que parecía querer llegar al cielo.

* * *

Paralelamente a la entrada de las fuerzas del general Franco en Santander se inició la ofensiva republicana en Aragón, atacando en el frente comprendido entre Tardienta y Belchite.

* * *

En una cabaña, mientras amanece, las fuerzas de Listar comienzan a moverse. Inician la marcha los tanques y sobre los tanques y detrás de ellos la infantería camina rápida: tienen frío y ganas de llegar lejos, muy lejos, con la gran ilusión de salvar a Asturias sobre la que pende la muerte a corto plazo. Líster, Castro, Santiago Alvarez, el comandante Iglesias, jefe del Estado Mayor de la división de Líster y unos cuantos oficiales del Estado Mayor siguen a caballo a las fuerzas que avanzan.

Un kilómetro.

Otro.

Más…

¡Muchos más!

Al atardecer se ha avanzado treinta kilómetros. Y las fuerzas de la 11 división alcanzan las primeras defensas de Fuentes de Ebro… Los campesinos informan de que en el pueblo no hay más que un batallón. Líster se detiene. Mira al cielo y el comienzo de la noche. Y luego las casas de Fuentes de Ebro que parecen figuras muertas.

—¿Qué piensas hacer, Líster?

—Atacar.

—¿No sería mejor dejar una pequeña fuerza y aprovechar la noche para continuar el avance?

—Pienso atacar.

—Listar, piénsalo… Unas horas que nos detengamos aquí serán suficientes para que el enemigo organice sus defensas para cerrarnos el camino… Y todo se habrá perdido… ¡Piénsalo, Listar!

Iglesias y Santiago Álvarez, jefe del Estado Mayor y comisario de la División escuchaban.

—¡Atacaré!… Mientras tanto los tanques que avancen… Que crucen el río. Después proseguiremos.

—¡Que los tanques crucen el río!… ¿Y de noche?… ¿No es una locura?

—No… Los camaradas soviéticos saben más que nuestros tanquistas… ¡Ellos dicen que los tanques pueden cruzar el río, que deben cruzar el río!… ¡Y lo cruzarán, Castro!

Se hizo el silencio. Y cuando la noche ya era noche Castro escuchó el ruido de los tanques que avanzaban. Y en aquella vaguada pequeñas hogueras y en torno a ellas soldados que hablaban y reían. Y luego el silencio. Millares de hombres dormían… La muerte caminaba por entre ellos. Sin ruido. Como si fuera eligiendo sus presas de mañana. Y horas y horas entre noche y silencio. Y el amanecer. Y la guerra, la guerra mostrándose en todas sus manifestaciones.

Y doce horas perdidas ante Fuentes de Ebro… Y los «Junkers» que llegan y lanzan su carga. Y hombres que corren. Y caballos enloquecidos que relinchan como si lloraran en un lamento interminable. Y estrellándose contra los árboles, Y automóviles y camiones ardiendo. Y el humo caminando hacia el cielo. Y el cielo como atónito.

Y disparos.

Y la artillería que comienza a caer sobre aquel pequeño pueblo del que sobresale, como en todos los pueblos de España, la cúpula de la iglesia. Y hombres que mueren sin haber visto el sol elevarse por encima de ellos.

Líster y Castro miran desde una colina. Y cuando los aviones desaparecen Líster ordena moverse a sus fuerzas, camuflar camiones y cañones, emplazar la artillería antiaérea. Y comenzar el cerco de aquel pequeño pueblo que iba a actuar como una sangrienta lima de una de las mejores unidades republicanas. Castro miró a Líster.

—Te lo dije.

El otro no dijo nada. Nerviosamente continuó pasándose la lengua por sus labios secos. El error se ababa ante él acusándole, Pero su soberbia rechazaba el error una y otra vez, mientras sus soldados disparaban sobre las casas y las calles de un pequeño pueblo que se había convertido en la gran barrera.

—Salud, camarada.

Y se fue. Y desde allí hasta donde estaba la 27 que había cortado las comunicaciones entre Huesca y Zaragoza.

—¿Qué ha pasado?

—Habíamos ocupado casi totalmente Zuera… Pero alguien dio el grito de «estamos copados»… ¡No sé quién!… Y la gente retrocedió como enloquecida. Y ante Zuera estamos…

—¿Y tú, qué has hecho?

—Espero a ver si podemos reconquistar Zuera y continuar adelante…

Castro abandonó la cueva en donde estaba instalado el puesto de mando… Y salió al campo. Y durante unos momentos estuvo caminando de un lado para otro mientras fumaba nerviosamente.

—Climent.

—A tus órdenes.

Miró unos segundos a aquel comisario que actuaba como ayudante suyo en las operaciones. Y luego habló rápido.

—Habla a Virgilio Llanos… Dile que llamen a Del Barrio para que se haga cargo del mando de la 27 División… ¡Que venga pronto Del Barrio!… ¡Y que venga pronto él!… Le necesitamos.

Climent desapareció. Y Castro comenzó a averiguar quiénes habían sido los sembradores del pánico en el momento en que el éxito estaba a punto de realizar… Y pasaron las primeras horas de la mañana. Por la tarde llegó Del Barrio y Virgilio Llanos, el comisario de Pozas. Y mientras Del Barrio comenzaba a actuar Castro habló brevemente con el comisario del general Pozas.

—Se ha logrado localizar a los dos hombres que dieron el «estamos copados». Un capitán y un comisario de compañía… Comunistas los dos… Y comunistas conocidos…

—Y…

—Es preciso dar un ejemplo… Horrible… Lo sé… Pero el Partido no puede cargar con la responsabilidad contraída por esos dos hombres… ¡Que paguen su falta!… Y nadie se atreverá a acusar al Partido de amparar cobardes…

—¿Tu decisión?

—Formar en la meseta a vuestra gente que esté en reserva… Que esté presente el comandante y comisario de la 27 División… Y los delegados del Partido en las unidades… Y tú, Llanos.

Bajo la sombra de un árbol Castro presenciaba los preparativos. Vio cómo la gente formaba una gran U… Y vio en todos una palidez mortal…

Y vio a Virgilio Llanos que se acercaba a él…

—¿No se puede ser clemente…?

—No… Estos miles de hombres que están aquí tendrían el derecho de decir: «El Partido perdonó a dos cobardes»… Los hombres de Asturias tendrían derecho a decir mañana: «El Partido perdonó a dos cobardes por el hecho de que eran comunistas»… No, camarada Llanos. ¡El Partido ante todo!… ¡Y por encima de todo! Designar el piquete… Colocarlos a los dos en el centro de la U mirando al sol… Y yo hablaré a los soldados… Y que ellos canten «La Internacional» si quieren… Y yo daré la señal al jefe del piquete de ejecución… Y nada más, camarada.

Y se volvió hacia Climent…

—Cumple lo ordenado… Porque lo que has escuchado no era una simple conversación entre dos comisarios: era una orden.

Y Climent se movió rápido. Y sacaron a los dos hombres al centro del campo. Y se situó el piquete de ejecución. Y los dos hombres de pie mirando a Castro… Y millares de hombres mirando a Castro… Y Climent que se acerca a los condenados para vendarles los ojos. Y el rechazo de ello. Y el comisario que comienza a cantar. Y el capitán que comienza a cantar:

«Arriba parias de la tierra

en pie famélica legión…»

Y la voz de Castro a los soldados:

«Camaradas: los hombres de Asturias esperaban la salvación de esta ofensiva del Ejército republicano en Aragón… Los hombres de Asturias, camaradas, los hombres que llevan meses y meses luchando con la muerte de frente y el mar a sus espaldas… Y cuando la esperanza de salvarlos comienza a florecer, dos hombres del Ejército republicano, dos comunistas que se olvidan de lo que son, que dejándose dominar por el miedo gritan en pleno combate «estamos copados»…Y la esperanza es asesinada por dos hombres. Y la 27 División retrocede, abandona Zuera. Y con su retirada una de las puntas de nuestra tenaza se convierte en polvo…»

Se pasó la lengua por los labios que le quemaban.

«Pienso en los hombres que esperan entre las viejas montañas de Asturias mirando y mirando a que la salvación les llegue desde estos campos de Aragón… ¡Ya no hay esperanza para ellos!… ¡Ya no, camaradas!… La esperanza ha sido asesinada por esos dos hombres que gritaron su cobardía al gritar «estamos copados».

«Y vosotros dos: ¡oídme bien!… Sois los asesinos de millares de camaradas. Sois la cobardía que malogró una victoria… Y ya que no podéis corregir vuestro error, vuestro crimen, permitimos por lo menos que podamos decir a los que aún viven en Asturias: ¡Sólo podíamos hacer lo que hemos hecho: castigar con la pena de muerte a los responsables de vuestra muerte.»

Y unos pasos hacia el oficial que mandaba el piquete.

Y la voz ronca de los dos condenados:

«Viva el Partido Comunista.»

«Viva el Partido Comunista.»

Y la voz de Castro dominando aquellas voces que seguían gritando mientras se apagaban por la angustia de la muerte que se acercaba a ellos:

—¡Oficial!… ¡Cumpla con su deber!

«¡Fue…go!»

Y dos hombres que se doblan. Y un oficial que se acerca y sobre la sien de cada uno de ellos descarga su pistola. Y el eco de los dos disparos que se extiende por aquellos campos de sol y verde, de silencio y pena…

«¡Viva la República!»

«¡Vivaaaa!»

Castro se echó la gorra hacia atrás y se limpió lentamente el sudor que le corría por la frente… Y después miró a los hombres que abrían una fosa… Y a los cinco mil hombres que iniciaban el desfile… Y miró al cielo… Después a Fusimaña y Virgilio Llanos.

«¡Ya, camaradas!… ¡Hemos terminado con un penoso deber!» Los otros le miraron.

—Salud, camaradas comisarios… Y contar a vuestra gente que el Partido Comunista no consiente en su seno a cobardes que inutilizan el esfuerzo y el heroísmo de millares de hombres.

—A tus órdenes, Castro.

Castro se subió a su automóvil. Tiró la gorra sobre el asiento y aflojó los músculos.

—Vamos.

Y cuando el automóvil se había alejado unos cuantos kilómetros del lugar en que se mató a dos hombres que cantaban «La Internacional»,

Castro ordenó a su chófer que detuviera el coche y se alejara… Y después rompió a llorar como un niño… Eran sollozos que estremecían su cuerpo… Sollozos, lágrimas y blasfemias… Y así minutos y minutos…

—Camarada… ¡Ya, camarada Castro!.

Alzó la cabeza.

—¿Qué?

—Ya, camarada… ¡Ya, camarada!…

Castro se secó los ojos… Luego se puso la gorra… Y dirigiéndose al chófer habló:

—¡Tú no me has visto llorar, camarada!… ¡Nadie ha visto llorar a Castro!… ¿Me oyes?… ¡Si tú dijeras a alguien que me has visto llorar te mataría como a un perro!… ¿Me has entendido?

—Sí, camarada Castro.

—Ha sido horrible… Te juro que ha sido horrible!… ¡Lo sé!… ¡Lo sé!… Lo sé mejor que nadie… Pero, vosotros no sabéis lo que es ser un dirigente del Partido… ¡Sí!… ¡Un honor!… ¡Un gran honor!… Pero sólo veis eso… No veis el drama… Uno… Otro… Otro más… ¿Cuántos has matado, Castro?… Y Castro no quiere recordar ni sumar… ¡No!… Porque si me detuviera en eso, si dialogara con mi conciencia… ¡Me mataría!… Sí… ¡Me mataría!… Y sobre mi cadáver escupiría el Partido y diría a todos para que no lo olvidaran jamás: «Un asqueroso sentimental pequeño-burgués»… «Un pequeño-burgués que amaba la revolución pero que no la comprendían… ¡No digas a nadie que he llorado!… ¡Te mataría, camarada, te mataría!…

—Sí.

—Vamos a ver al camarada Kleber.

—A tus órdenes.

* * *

El coche avanzaba entre árboles y polvo. Castro habla consigo mismo. Es un grave monólogo que sólo escucha él.

«¡Qué sabéis vosotros lo que es ser dirigente del Partido Comunista!… Vosotros sólo nos veis como dioses, como dioses grandes y pequeños, pero nada más que como eso… Vosotros nos creéis invencibles al dolor y al miedo a la duda y al cansancio… ¡No!… Todavía somos hombres… Hombres extraños… Pero, hombres, camaradas, que si tienen miedo deben ocultarlo en el fondo de su alma; hombres que aunque el alma les duela deben disimular su dolor; hombres que deben creer, creer, creer siempre… Que deben superar el cansancio insultándose a sí mismos para que sus ojos no se cierren ni sus cuerpos se doblen… ¡No!… No sabéis quiénes somos ni cómo somos… Nos veis como dioses, como grandes o pequeños dioses y nunca como hombres… Sí… Somos hombres, camaradas Vosotros nos veis como inmensas estatuas de carne y hierro… Pero, somos hombres… ¿Hombres?… Sí… Hombres… ¿Hombres eximíos?… ¡Quizá tengáis razón!… Hombres extraños para los que es un crimen llorar, tener compasión, tener dudas, sentir cansancio… ¿Hombres?… Si, camaradas, hombres extraños… Hombres inmensamente cobardes, tan cobardes como nadie lo ha sido en el mundo… No es miedo a morir, ni a dudar, ni a sentirse cansado en medio de la batalla… ¡Es miedo, miedo al Partido!… ¡Oídlo bien!… EL MAS GRANDE DE LOS MIEDOS… Franco, los moros, los requetés, los falangistas… Ja… Ja-ja… Eso no es miedo o es un miedo muy pequeñito, tan pequeñito que casi no es miedo… EL GRAN MIEDO ES EL OTRO… «¡Traidor!»… «¡Enemigo del pueblo!»… ¿Hay algo que produzca más miedo que eso?… ¡No!. ¡No!… ¡Nooooo!… Mirarme a mí… «Castro, un valiente, un gran político, un gran soldado… ¡Ja… Ja… Ja, ja, jaa!… ¡No, ni un héroe ni un genio: un cobarde… ¡Un cobarde!… Un cabrón cobarde, porque su miedo es EL GRAN Y MÁS GRANDE DE LOS MIEDOS

Y no quiso seguir.

Miró el camino.

Los árboles… El polvo… Y el morro del coche que se iba hundiendo en la distancia.

* * *

La 35 división republicana avanza desde Farlete hacia Zaragoza. La 45 división golpea en las defensas de Quinto. Las fuerzas del XII Cuerpo de Ejército inician el cerco de Belchite.

Kleber mira el coche que se acerca.

«¡Castro!»

«¡Kleber!»

Y se estrechan las manos con fuerza. Y Kleber le arrastra hacia su puesto de observación. Y con una mirada aleja a la gente que está con él. Y después mira a Castro fijamente.

—¿Qué pasa, Castro?

—Líster se ha detenido estúpidamente en Fuentes de Ebro. La 27 división después de ocupar la mayor parte de Zuera se dejó dominar por el pánico de dos cobardes y abandonó el pueblo… Y se ahogó su avance… Eran estas divisiones la II y la 27 las que debían jugar el papel principal en la penetración hacia Zaragoza…

Kleber le miró.

—¿Por qué no hablas con Rojo y le propones que se cambie la dirección principal?… Y que sea yo con mis fuerzas quien avance… No sería difícil… Con seguridad el enemigo concentrará sus reservas contra Líster y Del Barrio… ¡Yo podría hacerlo. Castro, yo podría hacerlo!… Habla con Rojo, ¡por favor!…

—¡Comunícame con Rojo!

Y esperan bajo el sol que quema en su retirada a que el telefonista les avise.

—El general Rojo al aparato.

—Rojo… Aquí habla Castro.

—……

—En vista de la detención de Líster ante Fuentes de Ebro y de la 27 División ante Zuera creo que sería bueno cambiar la dirección principal… Kleber está en disposición de hacerlo… ¿Qué piensas?

—……

—Tenemos que esperar unos minutos, Kleber. Rojo quiere hablar con Cordón y con el coronel Chaponov… Espero su respuesta.

Otra vez la voz del telefonista.

—El general Rojo al habla.

—Dime… Dime, Rojo.

—……

—¿Por qué no quieren?

—……

—¿Y qué importa que sea Kleber?… ¿Acaso lo importante no es ganar la batalla emprendida?

—……

Castro soltó el auricular con rabia. Y miró a Kleber. Estaba pálido, Y parecía un gigante uniformado que comenzara a deshacerse, a empequeñecerse, a agonizar.

—No quieren, Kleber.

—¿Quién no quiere?

—Chaponov.

La palidez de Kleber se hizo más intensa… Y dio unos pasos alejándose de la gente de su Estado Mayor que le miraba. Castro le siguió.

—Kleber… La gente te está mirando… Sécate las lágrimas. Ellos no comprenderían por qué el general Kleber llora.

* * *

Las tropas republicanas alcanzan la línea Mediana-Roden-Fuentes de Ebro, después de conquistar en combates sangrientos Quinto, Codo y todas las posiciones del sector de Pina. El 27 de agosto los republicanos dejan libre la carretera de Quinto a Fuentes de Ebro. El parte comunica lo siguiente: 831 prisioneros y tomadas al enemigo 6 piezas de artillería, 20 ametralladoras y 1.500 fusiles. En el sector de Fuentes de Ebro continúa la lucha violenta contra la guarnición rebelde que ha sido reforzada.

El día 28 las fuerzas republicanas conquistan Puebla de Albortón y Mediana. En Zuera continúa la lucha: las fuerzas de la 27 división han hecho 2.000 prisioneros. En el sector del Belchite las fuerzas del general Walter ocupan todas las posiciones que rodean el pueblo. Caen en poder del Ejército Republicano la cadena montañosa que encierra el sector de Belchite por los frentes sur y oeste con las posiciones de Pueyo, Legua, Ermita, El Boalas, La Serna y La Carbonera, Una de las columnas republicanas continúa su avance en dirección a Burgo de Ebro.

* * *

Castro visita de nuevo a Líster. Líster está sombrío y medio borracho. No quiere hablar con nadie. Y cuando mira, mira fijamente a Fuentes de Ebro, a la cúpula de la iglesia que aún se mantiene en pie.

Castro se acerca cuanto puede a él.

—¿Los tanques?

—En el lecho del río.

—¿Y ahí se quedarán?

—No… ¡No!… He dado la orden a nuestra artillería que los deshaga… ¡Nuestros tanquistas tenían razón!…

—¿Qué dicen los consejeros?

—Nada… Se limitan a esperar a que nuestros cañones destrocen los tanques.

—Te dejo, Líster.

—¿Dónde vas?

—Quiero hablar con los comisarios…

Y se alejó. Santiago Álvarez, el comisario de Líster andaba de un lado para otro, intentando acentuar la presión de las fuerzas de la 11 división. No era mal comisario cuando Líster no estaba delante.

—¿Crees que lograremos avanzar?

—No sé.

—¿Qué dice Líster?

—No quiere hablar.

Y Castro se alejó también de Santiago Álvarez… En su marcha hacia su automóvil, le acompañó el ruido de los disparos de la artillería republicana que disparaba contra los tanques republicanos que morían en el lecho del río.

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El 4 de septiembre, Franco con sus reservas ataca violentamente en el sector de Mediana. Mientras tanto las fuerzas republicanas ocupan el Seminario de Belchite. La conquista de Belchite realizada casa por casa y esencialmente por la 22 brigada dio un balance sangriento para los rebeldes: 1.500 muertos y 500 prisioneros. Franco concentró rápidamente en las direcciones más amenazadas dos divisiones, situando como reserva una división italiana en Zaragoza. La aviación franquista se concentró sobre Aragón. Se trataba nada más por parte de Franco de paralizar la ofensiva republicana y no de empeñarse en una batalla que pudiera consumir paulatinamente sus fuerzas en la conquista de objetivos limitados.

Y la ofensiva republicana fue decreciendo. Y después de enconados combates el frente entró en un período de inactividad que no había de terminar hasta febrero-marzo de 1938.