Capítulo XIX

INSTANTES DE EMOCIÓN

Julián dio una vuelta a la llave y abrió la puerta. Una anciana señora estaba sentada junto a la ventana leyendo un libro. No se movió.

—¿Por qué vienes a estas horas de la mañana, Matthew? —preguntó sin volverse—

. ¿Y cómo te acordaste de tu educación para llamar? ¿Es que recordaste los tiempos en que sabías cómo comportarte con tus superiores?

—No es Matthew —dijo Julián—. Somos nosotros. Hemos venido a liberarla.

La anciana se volvió al instante, estupefacta. Inmediatamente se levantó y se dirigió a la puerta. Los cinco pudieron comprobar que temblaba.

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? Dejadme salir en seguida, antes de que llegue Matthew. ¡Dejadme salir, os digo!

Empujó a los cuatro niños y al perro y se detuvo perpleja en el pasillo.

—¿Qué haré, Dios mío? ¿Adónde puedo ir? ¿Aún andan por aquí aquellos hombres?

Volvió a entrar en la habitación y se dejó caer de nuevo en su sillón, cubriéndose la cara con las manos.

—Me siento desfallecer. Dadme un poco de agua.

Ana cogió un vaso y lo llenó con el agua de un jarro que había sobre la mesa. La señora lo cogió y bebió. Luego observó a Ana.

—¿Quién eres tú? ¿Qué significa todo esto? ¿Dónde está Matthew? ¡Oh! Debo de estar volviéndome loca.

—Señora Thomas… Porque usted es la señora Thomas, ¿verdad? —comenzó Julián—. La pequeña Aily, la hija del pastor, nos trajo aquí. Ella sabía que estaba usted encerrada. Recuerda usted a la madre de Aily, ¿no? Ella nos dijo que en otro tiempo venía a hacer faenas para usted.

—La madre de Aily, Maggy, sí, sí. Pero, ¿qué tiene que ver Aily con todo esto? No. No os creo. Esto es otro engaño. ¿Dónde están los hombres que mataron a mi hijo?

Julián y Dick se miraron. Era claro que la anciana no estaba del todo en sus cabales. O quizá su repentina aparición la había trastornado.

—Los hombres que trajo mi Llewellyn querían comprar mi casa —les explicó entonces ella—. Pero yo no quería venderla. ¡No quiero! ¿Sabéis qué me dijeron? Que en esta montaña, debajo de mi casa, existe un raro metal, un metal muy potente que vale una fortuna, ¿cómo se llama?

Miró a los niños como esperando que ellos lo supieran. Después meneó la cabeza al no recibir respuesta.

—¿Cómo ibais a saberlo vosotros? Sólo sois unos niños. Pero yo no quería venderla. ¡No quería vender mi casa ni el metal que hay abajo! ¿Sabéis para qué lo querían? ¡Para fabricar bombas para matar gente! Y yo dije no. Nunca venderé este lugar para que esos hombres vengan a buscar el metal y fabriquen bombas. Va contra la ley de Dios, dije. Y yo, Bronwen Thomas, nunca haré una cosa así.

Los niños la escuchaban horrorizados. La anciana señora no parecía estar muy cuerda y se balanceaba hacia delante y hacia atrás mientras hablaba.

—Entonces se lo preguntaron a mi hijo. Él se negó como yo, y ellos se lo llevaron y lo mataron. Ahora trabajan aquí abajo. ¡Sí, yo los oigo! Oigo ruidos y trepidaciones, mi casa tiembla y veo cosas extrañas… Pero, ¿quiénes sois vosotros? ¿Dónde está Matthew? Él fue quien me metió aquí y me encerró. Me explicó que Llewellyn, mi pobre hijo, había muerto. Es un hombre horrible ese Matthew. Trabaja para esos hombres, para esos hombres tan malvados.

Por un momento pareció olvidar a los cuatro niños. Éstos se preguntaban qué podían hacer. Julián comprendía que la pobre anciana no sería capaz de bajar las escaleras con ellos, ni pasar por el túnel y, desde luego, era completamente imposible que saliese por la boca del pozo. Deseó no haberse precipitado tanto en sus planes de rescate. Era preferible volver a cerrar la puerta y dejarla a salvo hasta que pudieran avisar a la policía. Porque ahora, sin ninguna duda, tenía que intervenir la policía.

—Vamos a dejarla —dijo a la señora Thomas—. Pero mandaremos pronto a alguien para sacarla de aquí. Sentimos haberla molestado.

Y ante la estupefacción de sus compañeros, los empujó fuera del cuarto, cerró la puerta con llave y se guardó ésta en el bolsillo.

—¿Vamos a dejarla aquí? —preguntó Jorge, muy sorprendida—. ¡Pobre, pobrecilla!

—Sí. ¿Cómo crees que íbamos a poder sacarla? —repuso Julián, turbado—. Tenemos que avisar a la policía, no importa lo que diga Morgan. Ahora ya lo comprendo todo. La madre prohibió al hijo vender la casa, a pesar del enorme precio ofrecido, el hijo se negó a su vez, y los hombres decidieron que de todos modos conseguirían extraer el metal y…

—Y entonces mataron al hijo —terminó Dick—. Sí, pudo ocurrir así. Aunque creo que ésa sería una medida demasiado peligrosa. La gente se hubiera dado cuenta de su desaparición y la policía hubiera hecho investigaciones. Nadie nos ha dicho nada sobre que el hijo hubiera muerto o desaparecido, excepto la señora Thomas.

—Bueno, dejemos eso ahora— propuso Julián—. Tenemos que hacer algo en seguida. Siento mucho tener que dejar a la anciana señora Thomas encerrada en esa habitación, pero creo sinceramente que allí estará mejor que en ningún otro sitio.

Bajaron los dos tramos de escalera hasta llegar a la galería de los cuadros. Aily los esperaba allí acariciando a sus animalitos. Contenta de verlos, les sonrió. No pareció darse cuenta de que volvían sin traerse con ellos a la anciana.

—El hombre abajo está muy enfadado —dijo riendo—. Se ha despertado y grita y maldice.

—¡Dios mío! ¡Ojalá no nos descubra! —exclamó Julián—. Tenemos que salir rápidamente de aquí y avisar a la policía. Espero que no se le ocurra subir hasta aquí, ni hacer entrar al perro en la casa.

Bajaron a toda velocidad, aunque tratando de esconderse de Matthew. Pero no había señales de él, aunque se oía en algún lado un terrible estruendo de gritos y golpes.

—Aily cerró la puerta —declaró Aily de pronto señalando en la dirección de donde procedía el ruido—. El hombre encerró a la anciana, pues Aily encerró al hombre.

—¿De veras? ¿De verdad hiciste eso? —dijo Julián, entusiasmado—. ¡Eres un diablillo! ¡Qué idea más genial! Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Se acercó a la puerta de la habitación donde estaba encerrado el enojado Matthew.

—¡Matthew! —llamó severamente.

Se hizo un silencio y luego se oyó la atónita voz de Matthew:

—¿Quién está ahí? ¿A quién se le ha ocurrido encerrarme? Si es uno de los hombres se arrepentirá de esto. Es una estupidez ponerse a gastarme bromas cuando saben que tengo que subir a vigilar a la señora Thomas.

—Matthew, no soy ninguno de los hombres —replicó Julián. Y todos escucharon con admiración el tono sereno y determinado de su voz—. Hemos venido a rescatar a la señora Thomas de esa torre. Y ahora nos vamos para explicarle todo esto a la policía. Le diremos que su hijo ha sido asesinado por unos hombres que ahora trabajan bajo la casa.

Hubo un silencio. Luego Matthew comenzó a hablar impaciente:

—¿Qué significa todo esto? No entiendo una palabra. La policía no tiene nada que hacer aquí. El señor Llewellyn, el hijo de la señora Thomas, no está muerto, palabra. Está vivito y coleando. Y no se sentirá muy contento cuando os vea, quienquiera que seáis. Largaos en seguida… No, un momento. Dejadme salir primero. Lo que no me explico es cómo el alsaciano no os ha atrapado ya.

Ahora les había tocado el turno de asombrarse a los niños. ¿Así que el hijo de la señora Thomas no estaba muerto…? ¿Dónde estaba entonces? ¿Y por qué le habría contado Matthew a la señora Thomas aquella cruel mentira?

—¿Por qué le dijo a la señora Thomas que su hijo había muerto?

—¿Y qué diablos os importa a vosotros? El señor Llewellyn me ordenó que le dijera eso a su madre. La anciana no quería permitirle vender el yacimiento que hay bajo la casa, el yacimiento que actúa sobre los coches y bicicletas y arados y los hace pesados como el plomo. Los imanta, según dijeron. Bueno, y si quería venderlo, ¿por qué no había de hacerlo? Aunque lo que yo digo es que no debía de habérselo vendido a unos extranjeros. No, no debía. Si yo lo hubiera sabido antes… Si lo hubiera sabido no hubiera aceptado dinero para actuar como lo hice.

La voz aumentaba de volumen a medida que Matthew contaba la historia. El hombre volvió a golpear frenéticamente la puerta.

—¿Quiénes sois? ¡Dejadme salir! He sido amable con la anciana, ¡preguntádselo a ella! Aunque… es difícil y extraña a veces. He sido leal con el señor Llewellyn, cosa que no es fácil, no. ¿Quiénes sois, digo? ¡Dejadme salir dejadme salir! Si el señor Llewellyn me pesca aquí encerrado me matará. Dirá que he revelado su secreto. ¡DEJADME SALIR!

—Parece un poco chiflado —comentó Julián, agradeciendo que estuviera encerrado—. Debe de ser bastante tonto para creer todo lo que le dijo el hijo y obedecerle. Bueno, hay que avisar a la policía. ¡Daos prisa! Volveremos por donde vinimos.

—Echemos primero una ojeada al río que vimos antes para averiguar qué hacen esos hombres —solicitó Dick—. Sólo tú y yo, Julián. Es nuestra oportunidad. No nos verán y sólo estaremos unos minutos. Las niñas pueden esperarnos en cualquier parte acompañadas de Tim. —No creo que debamos detenernos. Estoy seguro de que será peligroso —dijo Julián.

—No, no lo hagamos —suplicó Ana—. No me gusta esta casa. Me siento muy mal en ella. Y no quiero ni pensar qué pasará cuando los hombres empiecen a trabajar y la casa tiemble.

—Bueno, vámonos —apremió Julián. Así lo hicieron. Ignorando por completo los golpes y chillidos de Matthew, se fueron a través de la cocina y descendieron hacia el sótano, iluminando el camino con sus linternas.

—Apuesto a que Matthew se merece que le hayamos dejado encerrado —comentó Dick, mientras pasaban por los sótanos—. ¡Le está bien empleado! Aceptar el soborno del hijo para decirle mentiras a la pobre señora… ¡Vaya! Ya llegamos a donde echaron abajo la pared para alcanzar el río subterráneo. Supongo que no encontraron otro modo más fácil de llegar hasta el metal.

Por un instante, se quedaron mirando el paso de la corriente a través del hueco de la pared.

—Ven, ven —urgió Aily tirando del brazo de Julián—. ¡Hombres malos aquí!

Llevaba sujeto a su perrito Dave para que no se cayera en el ruidoso río. Fany, el cordero, retozaba suelto, como siempre. Repentinamente se dirigió hacia el túnel del río, meneando locamente la colita.

—¡Fany, Fany! —gritó Aily—. ¡Fany bach!

Pero el cordero, creyendo que se hallaba en el buen camino, siguió adelante ensordecido por el rugir del agua corriente. Aily corrió tras él con pies seguros, saltando por la rocosa ribera.

—¡Vuelve, idiota! —chilló Julián. Aily no lo oyó, o no quiso oírle, y desapareció en la oscuridad.

—No tiene linterna, Ju. Se caerá y se ahogará —gritó Jorge, llena de pánico—. Tim, síguela. ¡Tráela aquí!

Tim partió obediente, corriendo a toda la velocidad posible junto a la negra e impetuosa agua que bajaba rápidamente en su camino hacia el mar.

Julián y los otros aguardaban ansiosamente. Aily no volvía, ni tampoco los animales. Y Jorge empezó a sufrir por Tim.

—¡Ay, Julián! ¿Qué les habrá pasado a Tim y a los otros? No llevan linternas. ¿Por qué habré hecho marchar a Tim? ¡Debíamos de habernos ido!

—Volverán perfectamente —la tranquilizó Julián—. Esa chiquilla, Aily, puede ver en la oscuridad y sabe orientarse como un sabueso.

Pero pasados cinco minutos sin que ninguno de los cuatro hubiera vuelto, Jorge se echó a andar, iluminando la orilla del río con la linterna.

—Voy a buscar a Tim y nadie me detendrá.

Y antes de que los niños pudieran detenerla, ya se había ido. Julián gritó:

—¡Jorge, no seas loca! ¡Tim sabrá encontrar el camino! No te vayas, no sabes con lo que puedes tropezar.

—Ven —dijo Dick, emprendiendo la marcha a su vez—. Jorge no volverá hasta que encuentre a Aily y a Tim. Mejor será que la sigamos rápidamente, antes de que ocurra algo horrible.

Ana siguió a los muchachos. Su corazón latía con fuerza. ¿Qué habría pasado? Sin duda lo peor que podía suceder.