Capítulo V

¡LAS COSAS PODRÍAN IR PEOR!

Los tres vociferantes perros no repararon siquiera en Jorge. Ellos querían a Tim. ¿Quién era aquel extraño que osaba rondar por su casa? Trataron de alcanzarlo. Pero allí estaba Jorge, blandiendo la correa de cuero y golpeando primero a uno y luego a otro de los perros. Julián corrió a ayudarla. De pronto Tim exhaló un agudo chillido. ¡Le habían mordido!

Alguien llegaba a toda prisa por la esquina. ¡Era la señora Jones, corriendo como si tuviera doce años!

—¡Tang! ¡Bob! ¡Dai! —gritó. Los tres perros no le hicieron el menor caso. De pronto, de algún lugar indeterminado, llegó una voz. ¡Y qué voz! Resonó por todo el patio como si hubieran utilizado un megáfono.

—¡DAI! ¡BOB! ¡TANG!

Al oír la estentórea voz, los tres animales se detuvieron al instante. Luego dieron media vuelta y desaparecieron a toda velocidad.

—¡Gracias a Dios! Era Morgan —jadeó la anciana, colocándose bien el chal—. Debe de haber oído los ladridos. ¡Pobrecito mío! ¿Estás herido?— Cogió a Jorge de la mano y la observó ansiosamente.

—No sé, creo que no —repuso Jorge bastante pálida—. Es Tim el que está herido. ¡Tim, querido Tim! ¿Dónde te han mordido?

—¡Guau! —explicó Tim, que, a pesar de hallarse extremadamente nervioso, no parecía muy asustado. ¡Todo había sido tan rápido! Jorge se dejó caer de rodillas sobre la nieve y lanzó un breve chillido:

—Le han mordido en el cuello. ¡Mirad! ¡Pobrecito Tim! ¿Por qué te dejaría suelto?

—No es muy grave, Jorge —aseguró Julián, observando el lugar de la herida—. El otro perro mordió justo sobre el collar. Sus dientes lo atravesaron, pero apenas rozaron el cuello de Tim. No es más que un rasguño.

Ana estaba apoyada en la pared y aparentaba estar mareada. Dick sintió de pronto como si sus piernas fueran de gelatina. No se atrevía a pensar en lo que hubiera ocurrido si los perros hubieran mordido a Jorge en lugar de Tim. ¡Buena chica, Jorge! ¡Valiente como una leona!

—¡Qué cosas ocurren! —exclamó la señora Jones, trastornada—. Pero, ¿por qué le dejaste suelto, muchacho? Debías de haber aguardado a que llegara Morgan y dijera a sus perros que tu Tim es un amigo.

—Ya lo sé —repuso Jorge, aún arrodillada junto a Tim —. Fue culpa mía. Tim, me alegro tanto de que no sea más que un pequeño mordisco. Señora Jones, ¿tiene usted un poco de yodo? Tengo que ponérselo en seguida.

Pero, antes de que la anciana pudiera responder, apareció por la esquina del granero la gigantesca figura de Morgan, con sus tres perros, muy dóciles ahora, tras sus talones.

—¿Eh? —inquirió observando a los cuatro niños y a su madre.

—Tus perros atacaron al de los niños —le explicó esta—. Los llamaste justo a tiempo, Morgan. No está dañado. ¡Deberías haber visto a ese chico, el dueño del perro, defendiéndolo y ahuyentando a Tang, Bob y Dai!

Julián no pudo menos que sonreír al oír que no dejaba de confundir a Jorge con un chico, aunque la verdad era que, con sus pantalones y su abrigo y el gorro de lana sobre sus cortos cabellos, parecía realmente un fuerte muchacho.

—Por favor, tráigame yodo —insistió Jorge ansiosamente, viendo caer sobre la nieve blanca una gota de sangre del cuello de Tim.

Morgan dio un paso adelante y se agachó para examinar a Tim. Al cabo de un momento, emitió un pequeño gruñido y se irguió de nuevo.

—Está bien —sentenció. Y se fue.

Jorge le contempló enojada. ¡Habían sido sus perros los que habían atacado a Tim y ni siquiera se disculpaba! Se sintió tan enfadada que los ojos se le llenaron de lágrimas. Pestañeó para evitarlas, muy avergonzada.

—No creo que quiera quedarme aquí —dijo en voz alta y clara—. Esos perros atacarán de nuevo a Tim, Pueden matarlo. Así que me iré a mi casa.

—Bueno, bueno, ahora estás trastornado —dijo amablemente la señora Jones, cogiéndola del brazo.

Jorge, se sacudió enfurruñada.

—No estoy trastornada —protestó—. Sólo enojada de pensar que mi perro ha sido atacado sin razón. Además, estoy segura de que será atacado de nuevo. Quiero verle bien el cuello, así que me voy adentro.

Se alejó con Tim pegado a sus piernas, avergonzada cuando dos lágrimas rodaron por sus mejillas. ¡No era propio de Jorge llorar! Pero aún no estaba restablecida de su enfermedad. Los otros tres se miraron unos a otros.

—Ve con ella, Ana —ordenó Julián. Y Ana corrió tras Jorge obedientemente, mientras Julián se volvía hacia la horrorizada dama.

—No debe quedarse aquí al frío —aconsejó al ver que temblaba y se arrebujaba en su chal—. Jorge estará bien pronto, ya lo verá. No haga caso de lo que ella dice.

—¿Ella? Pero, ¿no es un chico? —exclamó sorprendida la señora Jones[1]—. ¿Cómo puede una chica ser tan valiente? Bueno, pues la encuentro maravillosa. ¿Por qué haría Morgan eso? Pero… no querrá irse a casa de verdad… ¿Qué os parece a vosotros?

—No creo —la tranquilizó Julián deseando no equivocarse. ¡Nunca se podía estar seguro con Jorge!—. Pronto se le pasará. Y si le damos pronto el yodo, eso le ayudará. Siempre arma un escándalo terrible cuando alguien hiere o molesta a Tim.

—Vamos, pues —urgió la señora Jones. Y corrió hacia la granja, rechazando el apoyo de Julián. ¡Qué mujercita tan independiente!

Jorge se encontraba con Tim en la salita. Había llenado una palangana de agua y estaba lavando la herida con su pañuelo, tras haberle quitado el collar.

—Ahora te busco el yodo, muchacho —le dijo la señora Jones, olvidando de nuevo que Jorge era una niña.

Corrió a la cocina y regresó con una gran botella de líquido pardo. Jorge la cogió agradecida y roció con ella a Tim, que permanecía quieto, bastante complacido con aquellos cuidados. Sin embargo, dio un salto cuando sintió la quemazón del yodo. Jorge le tranquilizó acariciándolo.

—Va a querer que le estén echando yodo encima todo el día, Jorge, si le mimas tanto —comentó Dick con una risita.

Jorge le miró:

—Podía haber muerto —exclamó—. Y si esos perros le cogen de nuevo, ¡le matarán! Así que me vuelvo a casa. No a la vuestra, Julián, sino a Kirrin.

—No seas burra, Jorge —replicó Dick, exasperado—. Cualquiera creería que Tim ha quedado malherido. No tiene más que un rasponazo en la piel. ¿Por qué desperdiciar lo que podrían ser unas estupendas vacaciones sólo por eso?

—No me gustan esos tres perros —insistió Jorge con terquedad—. Estarán ahí fuera esperando para atrapar a Tim de nuevo, lo sé. Me voy a casa. Además, no voy a estropear tus vacaciones, sino las mías.

—Bueno, escucha, quédate por lo menos un día más —propuso Julián. Creía que, si se quedaba, terminaría por comprender lo estúpido de su comportamiento—. Sólo un día más. No es mucho pedir. Trastornarás terriblemente a la señora Jones si te marchas así. Y además te resultará muy difícil marcharte, sobre todo ahora que todo está cubierto por la nieve.

—Está bien —asintió Jorge con desagrado—. Me quedo hasta mañana. Le daré a Tim la oportunidad de que se le pase el susto. Pero SÓLO hasta mañana.

Tim no está asustado en absoluto, Jorge —saltó Ana—. Hubiera vencido a los tres perros él solo, si tú no hubieras intervenido, ¿verdad, Tim?

—¡Guau! ¡Guau! —asintió Tim al instante. Meneó airosamente su rabo. Dick rió.

—¡Buen muchacho, Tim! Tú no quieres marcharte, ¿a que no?

—¡Guau! —respondió Tim, cortés, y agitó de nuevo su rabo. Jorge frunció el ceño y Julián se apresuró a advertirles a los otros por señas que dejaran de meterse con ella. No quería que Jorge cambiara de idea de repente y se marchara corriendo.

—Voto por un paseo —sugirió Dick—. Es una lástima quedarse aquí dentro en un día nevado y soleado como éste. ¿Vienes, Ana?

—Si viene también Jorge, sí —repuso Ana. Jorge denegó con la cabeza.

—No, me quedaré con Tim esta mañana. Vete con los otros.

Pero Ana no quiso ir, así que los dos chicos dejaron a las dos muchachas y volvieron al suave y vigorizante aire de la montaña. Ya se sentían bien y casi no tosían.

¡Qué lástima que hubiera sucedido aquello! Esto frustraba los planes de todos, incluso los de la anciana señora Jones, que les esperaba ansiosa en la puerta principal.

—No se preocupe, señora Jones —la tranquilizó Julián—. Estoy seguro de que nuestra prima pronto se sentirá bien. Ya le he quitado la idea de marcharse hoy a casa. Mi hermano y yo vamos a dar una vuelta por la montaña. ¿Cuál es el mejor camino?

—Seguid por aquel sendero —señaló la mujer—. Y continuad hasta llegar a nuestro chalet de verano. Si no queréis volver a comer, podéis quedaros allí. Encontraréis provisiones en la alacena. Aquí tenéis la llave.

—¡Gracias! —exclamó Julián, sorprendido—. Me parece estupendo. Nos encantará comer allí, señora Jones. Volveremos antes de oscurecer. ¿Se lo dirá a las chicas, por favor?

Y se marcharon silbando. ¡Era maravilloso disponer de un día entero para ellos dos solos! Siguieron por el nevado sendero y empezaron a trepar por las vertientes de la montaña. El sol había derretido un poco la nieve, de modo que podían andar fácilmente. Pronto descubrieron que el camino estaba señalado acá y allá por gruesas piedras negras, que servían de guía a los habitantes de la granja cuando la nieve lo cubría todo.

La vista era maravillosa. A medida que trepaban, podían descubrir las cumbres de montañas y más montañas, todas ellas cubiertas de nieve que centelleaba bajo el pálido sol de enero.

—Con sólo que hubiera un poco más de nieve, podríamos bajar por esas laderas — exclamó Dick anhelante—. ¡Ojalá nos hubiéramos traído los esquís esta mañana! Hay bastante nieve para ellos. ¡Nos podríamos lanzar como flechas!

Se alegraron de llegar al pequeño chalet de que les había hablado la señora Jones.

¡Después de subir durante dos horas, resultaba agradable descansar un poco y comer algo!

—¡Es magnífico! —exclamó Julián, mientras metía la llave en la cerradura—. ¡Una pequeña casita de madera, con sus ventanas y todo!

Abrió la puerta y entraron. Sí, desde luego era un lugar magnífico, con literas empotradas en las paredes de madera, una estufa y alacenas llenas de cacharros y latas de comida. Los dos chicos tuvieron la misma idea y se volvieron el uno al otro.

—¿No podríamos vivir aquí nosotros solos? A Jorge la encantaría —dijo Julián, traduciendo en palabras el pensamiento de Dick. ¡Si les fuera posible…!