Capítulo I

UNAS TRISTES VACACIONES

—¡Estas vacaciones de Navidad son las peores que hemos pasado en nuestra vida! —exclamó Dick.

—¡Y vaya mala suerte que ha tenido Jorge! ¡Mira que venir a pasar las Navidades con nosotros y ponernos todos enfermos con este catarro tan espantoso y esta tos tan horrible! —añadió Julián.

—Sobre todo tener que pasar en cama el día de Navidad… —dijo Jorge—. Y lo peor fue que no pude comer nada de nada. ¡Figuraos, no tener hambre el día de Navidad! Nunca pensé que semejante cosa pudiera pasarme a mí…

Tim fue el único que no cayó enfermo —comentó Ana acariciándolo—. Te portaste muy bien mientras estuvimos en cama, Tim. Repartiste tu tiempo entre nosotros admirablemente.

—¡Guau! —asintió Tim con solemnidad. Tampoco él se había sentido muy feliz durante aquellas Navidades. Que cuatro de los cinco se pasaran todo el tiempo en cama tosiendo y estornudando resultaba bastante desagradable.

—Bueno, de todos modos ya volvemos a estar levantados —intervino Dick—. ¡Aunque me da la sensación de que mis piernas aún no son capaces de sostenerme!

—¡Ah! ¿También te pasa a ti? —preguntó Jorge—. ¡Estaba tan preocupada por mis piernas…!

—A todos nos ocurre lo mismo —replicó Julián—. Estaremos bien dentro de uno o dos días. De todas maneras tenemos que volver al colegio la semana que viene, así que será mejor que nos encontremos bien para entonces.

Los cuatro se quejaron y, acto seguido, rompieron a toser.

—Esto es lo peor de este microbio, sea el que sea —se lamentó Jorge—. Tanto da que riamos o gritemos o nos quejemos. En seguida empezamos a toser. Me volveré completamente loca si no me curo pronto. No me deja dormir en toda la noche.

Ana se acercó a la ventana.

—Ha nevado otra vez. No mucho, pero todo está precioso. ¡Y pensar que podíamos haber jugado con la nieve toda la semana pasada! ¡No hay derecho a pasar unas vacaciones como éstas!

Jorge se unió a ella junto a la ventana. Un coche se había estacionado fuera y un hombre corpulento y de aspecto alegre salía de él y entraba apresuradamente por la puerta principal.

—Aquí está el médico —anunció Ana—. Apuesto a que dirá que todos estaremos bien para volver al colegio la semana próxima…

Pasados unos instantes, se abrió la puerta y entró el doctor seguido por la madre de Julián, Dick y Ana. Ésta parecía cansada. ¡No era de extrañar! Cuidar a cuatro niños enfermos y a un perro desesperado durante todas las Navidades no suponía un trabajo fácil.

—Bueno, aquí los tiene a todos de pie —anunció la señora Barnard—. Aún parecen estar bastante abatidos, ¿verdad?

—Pronto estarán perfectamente —la tranquilizó el doctor. Se sentó y examinó a los cuatro, uno por uno—. Jorge parece ser la que se encuentra peor. En mi opinión, no es tan fuerte como los demás.

Jorge enrojeció molesta y Dick exclamó entonces en tono burlón:

—¡Pobre Jorge! ¡Es la debilucha de la familia! Es la que tiene la fiebre más alta, el peor catarro, la tos más fuerte, y…

Fuese lo que fuese lo que pensaba añadir, se perdió bajo el almohadón más grande de toda la habitación, que la enojada Jorge le había arrojado con todas sus fuerzas. Dick se la devolvió y todos se echaron a reír, incluida Jorge. Esto, como es natural, les hizo toser a los cuatro y el doctor se llevó las manos a los oídos.

—¿Estarán pronto lo bastante bien como para volver al colegio, doctor? — preguntó ansiosamente la señora Barnard.

—Bueno… Creo que sí… Aunque primero tendrán que curarse esa tos —respondió el doctor. Miró por la ventana hacia la nieve—. Me pregunto si… No, no creo que sea posible… Pero…

—Pero, ¿qué? —todos agudizaron los oídos—. ¿Nos va a mandar a Suiza para pasar unas vacaciones en la nieve, doctor? ¡Estupendo! ¡Absolutamente fantástico!

El doctor se echó a reír.

—¡Corréis demasiado! No, no estaba pensando en Suiza, pero sí en algún lugar montañoso, no muy alejado del mar. Un lugar que sea tonificante, pero no excesivamente frío, donde haya nieve y podáis deslizaros por ella y esquiar, sin necesidad de ir tan lejos como a Suiza. Suiza resultaría muy caro, ¿sabéis?

—Sí, claro —asintió Julián—. No, no podemos esperar unas vacaciones en Suiza sólo por haber pescado un buen catarro. ¡Pero creo que una semanita en cualquier parte sería fenomenal!

—¡Sí! —añadió Jorge con los ojos brillantes—. Eso nos compensaría de estas horribles vacaciones. ¿Vamos a ir nosotros solos? ¡Sería estupendo!

—De ningún modo. Alguien tendrá que acompañaros, por supuesto -repuso el doctor Drew—. Aunque eso tendrán que decidirlo vuestros padres.

—Creo que es una magnífica idea —comentó Julián—. ¿No te parece, mamá? Estoy seguro de que estás deseando librarte de nosotros por una temporada. ¡Pareces agotada!

Su madre sonrió.

—Bien, si lo que necesitáis es eso, unas vacaciones para sacaros el resfriado de encima, las tendréis. Y no digo que no me venga mal un descanso, mientras vosotros os divertís una temporada. Hablaré de ello con vuestro padre.

—¡Guau! —ladró Tim, mirando inquisitivamente al doctor, con las orejas enhiestas.

—Dice que también él necesita unos días de descanso en alguna parte —tradujo Jorge—. Quiere saber si puede venir con nosotros.

—Déjame ver la lengua, Tim, y dame esa pata para comprobar cómo va el pulso — pidió solemnemente el doctor Drew. Le tendió la mano y Tim puso su pata en ella obedientemente.

Los cuatro niños rieron. Inmediatamente empezaron a toser. ¡Cómo tosían! El doctor meneó la cabeza.

—¡Qué ruido armáis! No debería haberos hecho reír. Bueno… Ya no volveré a veros hasta que tengáis que regresar al colegio. Vuestra madre me dirá qué día es. Así que hasta entonces. Y disfrutad mucho, dondequiera que vayáis.

—¡Lo haremos! —asintió Julián—. Y gracias por preocuparse tanto de nosotros. Le mandaremos una postal cuando nos encontremos completamente bien.

Tan pronto como el doctor hubo salido, comenzaron los comentarios.

—Podremos irnos en seguida, ¿verdad, mamá? —exclamó Dick, impacientemente—. ¡Lo más pronto posible! Debes de estar agotada, después de habernos cuidado día y noche.

—Sí. Estoy segura de que os vendrá bien salir una semana o quizá diez días — asintió su madre—. El problema es adonde… Podríais ir a casa de Jorge, a Kirrin, supongo… Pero no es demasiado montañoso… Y además el padre de Jorge no va a celebrar precisamente la llegada de cuatro resfriados como los vuestros.

—No. Se pondría hecho una furia —confirmó Jorge—. Abriría de golpe la puerta y gritaría: «¿Quién ha…?»

Pero cuando Jorge empezó a gritar, la tos la acometió de nuevo. Esto acabó con su pequeña imitación.

—Ya está bien, Jorge —le reprendió su tía—. Por favor, bébete un vaso de agua.

Durante un buen rato continuaron discutiendo adonde podrían ir. Entre tanto, la nieve iba cayendo lenta y regularmente. Dick se acercó a la ventana, complacido.

—Si pudiéramos encontrar un lugar en la montaña, un lugar donde pudiéramos usar los trineos y los esquís, tal como dijo el doctor… ¡Cielos! —exclamó—. ¡Sólo de pensarlo ya me siento mejor! Espero que siga nevando.

—Me parece que lo mejor será consultar con una agencia de viajes y excursiones y ver si nos ofrecen algo interesante —opinó su madre—. Quizás un lugar de veraneo en la montaña. Ahora estarán todos vacíos y podríais elegir una cabaña, un chalet o algo por el estilo.

Pero todas las llamadas telefónicas tuvieron un resultado negativo.

—No —respondían de las agencias—. No podemos sugerirle nada. Nuestros campamentos están cerrados y no conocemos ninguno de invierno en este país.

Y de pronto, como sucede muchas veces, el problema fue solucionado por alguien a quien no se les había ocurrido preguntar: Ifor Jenkins, el jardinero.

Aquel día no tenía nada especial que hacer, excepto abrir un camino a través de la nieve. Al ver a los niños que le observaban por la ventana, les hizo una mueca y se aproximó.

—¿Cómo estáis? —gritó—. ¿Os gustarían unas manzanas? Están en su punto. Y ya son las últimas. Vuestra madre me dijo que no os apetecían ni las manzanas ni las peras. Pero quizás ahora os comeríais alguna.

—¡Sí! —repuso Julián a gritos. No se atrevía a abrir la ventana por si su madre le reñía por sacar la cabeza haciendo tanto frío—. Tráigalas, Jenkins. Y venga a charlar un rato con nosotros.

Así que el viejo Jenkins entró con un capazo lleno de amarillas y duras manzanas y de jugosas peras.

—¿Cómo os encontráis? —preguntó con su dulce acento galés, pues era natural de las montañas de Gales—. Estáis pálidos y habéis adelgazado. ¡Os convendría un poco del aire de las montañas galesas!

Una sonrisa iluminó su rostro arrugado y curtido. Les ofreció su cesto y los niños se sirvieron fruta.

—Aire de montaña… Eso fue lo que el doctor nos recetó —dijo Julián, mordiendo una apetitosa pera—. ¿No conoce usted algún sitio adonde pudiéramos ir, Jenkins?

—Tengo una tía que alquila habitaciones durante el verano —replicó Jenkins—. Mi tía Glenys es una gran cocinera. Lo malo es que ahora es invierno y no sé si continúa teniendo huéspedes a pesar de la nieve. Su granja está en una montaña que desciende directamente hacia el mar. Un lugar precioso en verano… Ahora no debe haber más que nieve. Tan seguro como que os estoy hablando.

—¡Pero si eso es lo que queríamos! —saltó Ana, encantada—. ¿Verdad, Ju? ¡Llamemos a mamá! ¡Mamá, mamá! ¿Dónde estás?

Su madre llegó corriendo, temerosa de que alguno de los niños se sintiera enfermo otra vez. Se quedó asombrada al ver allí a Jenkins y aún más asombrada cuando los cuatro niños intentaron contarle a la vez lo que aquél les acababa de decir. Tim añadió sus excitados ladridos a aquella algarabía y Jenkins, bastante sobrecogido, se quedó callado, dando vueltas al sombrero entre sus manos.

La excitación hizo que Julián y Dick empezaran a toser angustiosamente.

—Ahora, escuchadme —anunció su madre con firmeza—. Subid inmediatamente a vuestro cuarto y tomad una dosis de jarabe. Hablaré con Jenkins para ver si consigo enterarme de lo que ocurre. No, Dick, no me interrumpas. ¡Sube!

Obedecieron sin rechistar, dejando a su madre conversar con el aturdido jardinero.

—¡A la porra con esta tos! —exclamó Dick sirviéndose una dosis de jarabe—. ¡Cielos! Ojalá mamá se ponga de acuerdo con la tía de Jenkins. Si no me voy pronto a alguna parte y me libro de este catarro, voy a volverme loco, completamente loco.

—Apuesto a que iremos a casa de la tía de Jenkins —aseguró Julián—, si ella nos admite. Esta clase de soluciones imprevistas son las que dan resultado, ¿no os parece?

Julián estaba en lo cierto. La idea «cuajó». Su madre había conocido a la tía de Jenkins durante la primavera, cuando ella había venido para visitar a sus parientes. Jenkins la había traído a casa orgullosamente para presentarla a la cocinera. Así que cuando Dick y Julián bajaron se encontraron con la buena noticia.

—Voy a telefonear a la tía de Jenkins, la anciana señora Jones —les dijo su madre—. Y si no tiene inconveniente, os podréis marchar dentro de un par de días. ¡Vosotros y vuestros resfriados también!