Capítulo II
HACIA «LA CAÑADA MÁGICA
Pronto todo estuvo solucionado. La anciana señora Jones, cuya voz llegaba perfectamente clara a través de la conferencia telefónica, se mostró encantada de recibir a los cuatro niños.
—Sí, señora, comprendo. Sus resfriados no durarán aquí ni un día siquiera. No se preocupe, señora. ¿Cómo está mi sobrino Ifor Jenkins, señora? Supongo que todavía estará satisfecha con él. Era un chico bastante salvaje, pero…
—¡Mamá! Dile que también llevamos un perro —murmuró Julián al oído de su madre. Jorge le había estado haciendo gestos, señalando primero a Tim, después al teléfono, en el que su tía escuchaba pacientemente el parloteo de la señora Jones.
—Esto…, señora Jones, quiero que sepa que también va a recibir un perro — informó su tía—. ¿Cómo? ¿Que ya tiene siete perros? ¡Cielos! Claro, para las ovejas, comprendo…
—¡Siete perros, Tim! —explicó Jorge en voz baja a su perro, que empezó a menear el rabo inmediatamente—. ¿Qué te parece? ¡Siete! ¡Vas a disfrutar como nunca en tu vida!
—¡Chist! —susurró Julián al captar la enfurecida mirada que su madre dirigía a Jorge. Estaba agradecido por estas inesperadas vacaciones que se habían arreglado tan rápidamente. Como los demás, también había empezado a sentirse muy irritable y desanimado. Sería maravilloso irse de excursión. Se preguntaba dónde estarían sus esquís…
Todos aparecían radiantes cuando todo quedó solucionado. ¡Varios días sin colegio! ¡Se acabó el rondar por la casa esperando y deseando que sucediera algo! Por fin Tim podría dar largos paseos. Estarían de nuevo a solas, cosa que los cinco adoraban.
Jenkins resultó muy útil en la búsqueda de los trineos y los esquís. Los metieron en la casa para revisarlos y limpiarlos. ¡Por fin había algo emocionante que hacer! Sus esfuerzos les hicieron toser de nuevo violentamente, pero ya a nadie le importó demasiado.
—Sólo faltan dos días. ¡Y nos iremos! —exclamó Dick—. Deberíamos llevar también nuestros patines, ¿no?
—No. Jenkins dice que por los alrededores de la granja no hay ningún sitio donde patinar —explicó Jorge—. Ya se lo he preguntado. Oye, Ju, mira ese montón de ropa de lana que acaba de traer tu madre. ¡Ni que fuéramos al Polo Norte!
—¡Cáscaras, mamá! Si nos vestimos con todo eso nunca podremos esquiar — comentó Julián—. ¡Caray, mirad! ¡Seis gorros! Incluso si a Tim le ponemos uno, todavía sobra otro…
—Es posible que se os moje alguno —replicó su madre—. No os preocupéis por cuánta ropa lleváis. Iréis en coche y no hay ningún problema con la carga.
—Meteré mis gemelos —dijo Dick—. Nunca se sabe cuándo se pueden necesitar. Jorge, compañera, espero que Tim se haga amigo de los perros de la granja. Sería terrible que se peleara con ellos. A veces ya sabes que se pone muy fiero con los otros perros, especialmente si nosotros armamos alboroto con ellos.
—Se portará perfectamente —aseguró Jorge—. Y no tenemos ninguna necesidad de jugar con los otros perros. Nos basta con Tim.
—Muy bien, maestra —exclamó Dick. Jorge dejó su tarea de limpieza para tirarle el plumero. Sí, ciertamente, las cosas volvían a marchar bien.
Cuando llegó la hora de acostarse, los niños se sentían mucho mejor, aunque sus toses eran casi tan fuertes como antes.
—Supongo que olvidaréis esa terrible tos antes de regresar, Julián —exclamó su madre—. Me inquieta mucho oíros toser, toser y toser, día y noche…
—¡Pobre mamá! Lo has pasado muy mal —exclamó Julián abrazándola—. Has sido muy buena. ¡Qué alivio sentirás cuando nos veas instalados en el coche!
Por fin llegó el coche, entrando por la nevada calzada hacia la casa. Era un coche de alquiler, muy grande por fortuna, ya que el equipaje de los niños resultaba realmente colosal.
El chófer era un alegre hombrecillo y entre él y Jenkins pronto colocaron las maletas, trineos, esquís y todo lo demás en el portaequipajes, asegurándolo convenientemente.
—¡Ya está, señora! —exclamó el chófer, finalmente—. Todo ha quedado bien sujeto. Vamos a salir en seguida y estaremos en «La Cañada Mágica» antes de que oscurezca.
—¡Ya estamos a punto! —anunció Julián.
El hombrecillo asintió y, sonriendo, se sentó frente al volante. Dick iba junto a él y los otros tres en la parte trasera, con Tim a sus pies. Seguro que no permanecería quieto durante mucho rato. Le gustaba tanto como a los niños sacar la cabeza por la ventanilla.
Todos lanzaron un suspiro de alivio cuando el coche se puso en marcha. ¡Por fin en camino! Jenkins les esperaba junto a la verja y agitó la mano en un gesto de saludo.
—¡Recuerdos a mi tía! —gritó mientras cerraba la puerta de la verja.
El conductor era muy charlatán. Pronto le explicaron sus desgraciadas vacaciones y lo contentos que se sentían por este inesperado respiro antes de volver al colegio. A cambio, él les habló de sí mismo y de su familia. Tenía once hermanos y hermanas. Su charla no cesó durante la mayor parte del viaje.
Al cabo de un rato, se detuvieron para tomar un tentempié sin salir del coche. Se dieron cuenta de que estaban hambrientos por primera vez desde que habían enfermado.
—¡Caramba! Realmente me apetecen estos bocadillos —exclamó Jorge con sorpresa—. ¿Y a ti, Ana?
—También. Y no me saben a cartón como todas las comidas que nos daban hasta ahora —repuso Ana—. Tim, ahora que hemos recuperado el apetito ya no vas a tener tanto que comer.
—Parecía una aspiradora mientras hemos estado enfermos, ¿verdad? —intervino Dick—. No hacía más que tragarse todo lo que nosotros no podíamos comer. ¡Pescado hervido! ¡Sabía a lana estofada!
Todos rieron y rompieron a toser a coro. Al oírlos, el chófer meneó la cabeza.
—¡Vaya unos resfriados más desagradables que habéis pescado! —comentó—. Esto me recuerda cuando mi familia y yo cogimos la tosferina. La pasamos doce de nosotros a la vez. Y cuando tosíamos todos, parecíamos la sirena de los bomberos a toda potencia.
Esto hizo reír a los niños, con lo cual volvieron a toser. Pero, por raro que parezca, nadie le dio la menor importancia a estas irritantes toses. Estaban seguros de que pronto se les quitaría, en cuanto se vieran en el campo y pudieran estirar las piernas y saltar, correr y esquiar.
Fue un viaje largo. Después del refrigerio, todos los niños se sintieron soñolientos y el chófer sonrió al verlos apoyados unos en otros, durmiendo pacíficamente. Sólo Tim permanecía despierto. Trepó silenciosamente al lugar que quedaba entre Jorge y la ventanilla, que se hallaba abierta, para poder sacar su gran nariz al viento, cosa que le encantaba hacer. Se detuvieron temprano para tomar el té en el restaurante de un pueblecillo.
—Será mejor que estiréis un poco las piernas —sugirió el conductor—. Por mi parte, voy a hacerlo ahora mismo. Mirad, me voy allá a tomar mi té. Allí están muchos de mis compañeros y podré charlar un rato con ellos. Vosotros meteos en este restaurante de aquí y pedid los bollos de mantequilla. ¡Son los mejores del reino! Procurad volver dentro de un cuarto de hora como máximo. De lo contrario, no podremos llegar a la granja antes de que oscurezca. Aún nos queda una hora de viaje… aunque más tarde saldrá la luna…
Todos se alegraron de estirar las piernas. Tim saltó como si ya estuviera en pleno campo, ladrando alocadamente. Se sintió muy disgustado al darse cuenta de que se trataba de una parada corta, pues había creído que era el final del viaje. Pero le gustó mucho recibir un bollo de mantequilla para él solo. Lamió toda la mantequilla primero, ante el regocijo de los niños.
—¡También a mi me gustaría hacer lo mismo!—exclamó Ana—. Pero no sería de buena educación. ¡Tim! ¡Que me manchas el zapato de mantequilla! ¡Aparta el bollo de mi pie!
Tuvieron tiempo para tomar una taza de té caliente y dos bollos cada uno. Julián compró además galletas de chocolate porque se sentía inesperadamente hambriento, incluso después de haberse comido los dos bollos.
—Es maravilloso tener apetito después de haber sido incapaz de mirar siquiera el pan con mermelada —exclamó—. Debíamos estar realmente enfermos aquel día que no pudimos ni tomarnos el helado a pesar de lo que mamá insistió para que comiéramos un poco.
—Mis piernas todavía están un poco temblorosas —dijo Ana—. Pero empiezan a dar la sensación de que conseguirán sostenerme. ¡Gracias a Dios!
Se pusieron en marcha. Habían entrado ya en Gales y en el horizonte empezaban a divisarse las montañas. Era un atardecer muy claro y, aunque las montañas aparecían blancas de nieve, el campo que cruzaban no estaba tan nevado como su casa cuando la dejaron.
—Espero que la nieve no empiece a derretirse justo cuando lleguemos —comentó Dick—. Hay bastante en las montañas, pero en los valles apenas queda.
Pasaron un poste señalizador. Julián trató de leerlo, pero sólo consiguió ver una palabra que parecía algo así como «Cymrymyhlli». Preguntó al chófer:
—¿Ha visto usted el poste señalizador? ¿Ya estamos llegando a «La Cañada Mágica»?
—Sí. Éste debe de ser el camino —repuso el chófer—. No he dejado de mirar un momento. Me extraña que aún no la hayamos visto.
—¡Caramba! Espero que no nos hayamos perdido —suspiró Ana—. Ya está oscureciendo.
El chófer siguió delante.
—Será mejor que nos dirijamos a algún pueblo —opinó Julián.
Pero no aparecía ninguno. Ni siquiera encontraron ningún poste indicador. Estaba anocheciendo y había salido ya la luna, que daba una suave luz.
—¿Está seguro de que estamos en el buen camino? —preguntó Dick al chófer—. La carretera se vuelve cada vez peor y hace años que no hemos pasado ninguna granja.
—Bueno, puede que hayamos equivocado el camino —admitió el conductor, aflojando la marcha—. Aunque no tengo ni idea de en dónde nos extraviamos. Me parece que estamos cerca del mar.
—¡Mirad! Hay un desvío a la derecha —gritó Jorge mientras avanzaban lentamente—. Y también hay un poste.
Se detuvieron junto al poste, que era muy pequeño.
—No dice «La Cañada Mágica» —leyó Dick, desilusionado—. Sólo «Viejas Torres». ¿Será el nombre de un lugar o de un edificio? ¿Dónde tiene usted el mapa?
El conductor no tenía ningún mapa.
—Normalmente no lo necesitamos —explicó—. Pero en este país no hay tantos postes señalizadores como debería haber. Y encima no me he traído mi brújula. Creo que lo mejor será que tomemos el camino de la derecha y vayamos a «Viejas Torres». Allí nos indicarán el buen camino.
Así que viraron a la derecha y el coche se deslizó lentamente por un camino largo, escarpado y serpenteante.
—Esto es casi una montaña —comentó Ana atisbando por la ventanilla—. ¡Ya veo algo! Es un edificio en la ladera del monte, con torres. Debe de ser allí.
Llegaron ante una puerta de madera maciza. Sobre ella había un cartelón con cuatro palabras en enormes letras negras:
SE PROHÍBE EL PASO
—Bueno, esto es lo que se llama educación —comentó el chófer, enfadado—. ¡Se prohíbe el paso! ¿Por qué? Esperad un momento, aquí hay un pabellón. Iré a preguntar el camino.
Pero en el pabellón recibió tanta ayuda como en la puerta de entrada. Estaba completamente a oscuras y cuando llamó no recibió la menor respuesta. ¿Qué podían hacer ahora?