Capítulo VIII

EL PEQUEÑO CHALET

Julián y Dick estaban tan cansados después de su día al aire libre y de todo lo que habían cenado que no conseguían mantener los ojos abiertos.

—¿Por qué no os vais a la cama vosotros dos? —les propuso Ana al verlos recostados en sus sillas después de que la señora Jones hubo retirado la mesa.

—Sí, creo que será lo mejor —convino Julián levantándose—. ¡Ay, mis piernas! Están tiesas como palos. Buenas noches, chicas. Buenas noches, Tim. Hasta mañana. ¡Si es que podemos despertarnos!

Ambos arrastraron los pies escaleras arriba hasta llegar a su habitación. Jorge y Ana se quedaron abajo charlando y leyendo. Y Tim se tendió junto al hogar, muy atento a la conversación, dirigiendo las orejas hacia Ana o hacia Jorge, según fuera la que hablaba. Este movimiento las hizo reír.

—Es exactamente como si le interesase mucho lo que decimos, pero tuviera demasiada pereza para intervenir en la conversación —exclamó Ana—. Oye, Jorge, no sabes cuánto me alegro de que por fin no te vayas a casa mañana. Sería la primera vez que hicieras algo por el estilo. Y habría tenido que irme contigo.

—No me hables más de eso —repuso Jorge—. Me siento bastante avergonzada, la verdad, por haber armado tanto jaleo. De todas maneras me moriría del susto si veo otra vez a uno de esos perros estando con Tim. ¡Qué suerte que a los niños se les haya ocurrido ir hoy a ese chalet, Ana! Si no, ni siquiera nos hubiéramos enterado de que existía.

—Sí, suena bastante divertido —asintió Ana—. Será mejor que nos acostemos ya, Jorge. Mañana es posible que nos cansemos bastante. Tendremos que subir a la montaña con todas nuestras cosas.

Jorge se acercó a la ventana.

—Está nevando muy fuerte —anunció—, tal como dijo Morgan. No me gusta demasiado ese Morgan. ¿Y a ti?

—Yo lo encuentro normal —replicó Ana—. ¡Y qué vozarrón tiene! Por poco me muero del susto cuando llamó a sus tres perros. Debe de tener la voz más fuerte del mundo.

Tim, ¿tienes sueño? —dijo Jorge al ver que el perro abría la boca en un enorme bostezo—. ¿Cómo está tu cuello?

Tim ya estaba más que harto de que examinaran su cuello a cada momento. Sin embargo, se quedó quieto mientras Jorge le echaba otro vistazo.

—Se está curando muy de prisa. Mañana estarás perfectamente. ¿Te gustará que nos vayamos al chalet los cinco solos?

Tim le dio un cariñoso lametón y bostezó de nuevo. Se levantó y trotó hasta la puerta que conducía a la escalera, mirando a Jorge inquisitivamente.

—Ya vamos, ya vamos —respondió ésta riendo.

Ella y Ana apagaron la lámpara que había sobre la mesa y siguieron a Tim por la escalera. Entraron un momento en la habitación de los niños y vieron a Julián y a Dick profundamente dormidos.

—Ni un trueno los despertaría esta noche —comentó Ana—. Anda, vámonos a la cama. Hay un fuego precioso y voy a desnudarme delante de él. Apártate de la puerta, Tim, no quiero quedarme en la escalera toda la noche.

Por la mañana, todo apareció completamente blanco. Tal como Morgan había profetizado, la nieve había caído copiosamente durante la noche y el campo se hallaba cubierto de una gruesa capa blanca, que brillaba y relucía al débil sol de enero.

—¡Esto es lo que a mí me gusta! —exclamó Dick, encantado al asomarse a la ventana de su habitación—. Levántate, Ju, hace una mañana maravillosa. Tenemos que subir nuestras cosas al chalet, ¿recuerdas? ¡Anda, muévete!

La señora Jones les preparó un desayuno estupendo: huevos con jamón y salchichas.

—Ésta será la última comida caliente que toméis si subís a la cabaña —les dijo—. Aunque podréis cocer huevos en una pequeña cacerola, si la ponéis sobre la estufa de petróleo. Y, por favor, tened cuidado de no jugar junto a la estufa cuando esté encendida. Podríais tirarla y provocar un incendio.

—Tendremos cuidado —prometió Julián—. Mandaré para aquí al que se atreva a tocar la estufa. Así que ándate con ojo, Tim.

—¡Guau! —ladró Tim amistosamente. Estaba encantado con los preparativos de la marcha y olisqueaba sin parar de un lado a otro.

Los niños no iban a llevarse todo su equipaje, desde luego, pero la señora Jones les empaquetó una muda completa para cada uno, junto con sus pijamas más calientes y la ropa de más abrigo. Llevaban linternas y muchas cuerdas para arrastrar las cosas montaña arriba. También les entregó seis piezas de pan recién hecho, un enorme queso, tres docenas de huevos y bastante jamón. Así que iban verdaderamente bien provistos.

—Y os he puesto mantequilla. Va junto con el pan —anunció la anciana—. Y un gran pote de nata. Trataré de mandaros leche si baja el pastor. Pasa siempre junto al chalet cuando regresa a la montaña. Aquí sólo tengo medio litro, pero encontraréis muchas botellas de naranjada y limonada en la cabaña. Además, podéis hervir nieve si queréis cacao o té.

Se veía claramente que la señora Jones no tenía ni idea de las veces que los cinco se las habían arreglado solos. Ellos sonrieron y se guiñaron los ojos unos a otros, recibiendo en silencio sus consejos. La señora empaquetó incluso algunos huesos y galletas de perro para Tim.

—Aquí está Morgan —anunció la anciana cuando ya todo había sido colocado en un montón junto a la puerta, los esquís y trineos también—. Trae su «carreta de nieve» para llevar vuestro equipo.

La «carreta de nieve» era una simple carreta grande, pero con patines en lugar de ruedas, una especie de trineo alargado. Los niños apilaron en él los paquetes y dos maletas. Pensaban subir todos andando mientras no llegasen a algún lugar donde la nieve se hubiera reblandecido. Tim danzaba excitado en torno a ellos, aunque tanto él como Jorge permanecían atentos por si aparecían los otros perros. Y Tim no se aventuraba a separarse demasiado de su ama.

Llegó el gigantesco Morgan, formando una nube de humo con su aliento. Saludó a los niños.

—Buenas —dijo. Y eso fue todo. Cogió las cuerdas de su gran trineo y se las pasó por los hombros.

—Yo tiraré de una —se ofreció Julián—. Es demasiado pesado para que lo arrastre una persona sola.

—¡Ja! —denegó Morgan ceñudo. Y echó a andar, con las dos cuerdas de la «carreta de nieve» sobre sus hombros. El trineo se deslizó fácilmente.

—Mi Morgan es tan fuerte como un toro —exclamó la señora Jones orgullosamente.

—¡Qué como un toro! ¡Como diez toros! —corroboró Julián. Le hubiera gustado ser tan fuerte y tan alto como el granjero de anchas espaldas.

Jorge no dijo nada. Todavía no había olvidado el desagradable comentario del granjero acerca del mordisco de Tim el día anterior. Siguió a los demás llevando sus esquís y saludó a la cariñosa señora Jones, que contemplaba ansiosamente su partida.

El camino se hacía largo, como ocurre siempre que se acarrean cosas. Morgan iba delante, arrastrando su enorme trineo con facilidad. Detrás, Julián tiraba de uno de los trineos y llevaba sus propios esquís. Dick le seguía con el otro trineo y también los esquís. Por último, las niñas cargaban sólo con sus esquís. Tim corría tan pronto delante como detrás de ellos. Se lo estaba pasando en grande.

Morgan caminaba en silencio. Julián le dirigió varios corteses comentarios. Recibió unos gruñidos como única respuesta. Observó con curiosidad al gigantesco y fuerte granjero, preguntándose a qué se debería su silencio. Parecía inteligente e incluso amable. ¡Pero se comportaba de una manera tan dura y áspera! Bueno, pronto se despedirían de él y quedarían a sus anchas.

Por fin llegaron al pequeño chalet. Las niñas corrieron hacia él encantadas. Jorge atisbo por la ventana.

—¡Qué encantadora es la casita por dentro! Mirad las literas. ¡Pero si hasta hay una alfombra en el suelo! Rápido, Julián, ¿dónde está la llave?

—La tiene Morgan —replicó Julián. Y todos aguardaron a que éste abriera la puerta.

—Muchísimas gracias por ayudarnos a traer las cosas. Fue muy amable de su parte —agradeció cortésmente Julián.

Morgan gruñó complacido.

—El pastor viene a veces —dijo con su profunda voz. Los cinco se quedaron muy sorprendidos al oírle una frase tan larga—. Puede traernos mensajes vuestros si queréis.

Y con esto dio media vuelta y descendió la montaña a grandes pasos. Parecía un gigante de un cuento antiguo.

—Es extraño —comentó Ana, mientras le veía bajar—. No sé si me gusta o no.

—¿Qué importa eso ahora? —replicó Dick—. Ven, Ana, chica, échame una mano. Hay mucho que hacer. ¿Por qué no vais Jorge y tú preparando las camas para esta noche?

A Ana le encantaban este tipo de faenas. A Jorge, en cambio, no le hacían ninguna gracia. Preferiría acarrear los bultos, como hacían los muchachos. Sin embargo, se dirigió con Ana a los armarios y examinó su contenido con interés.

—Están llenos de mantas, sábanas y colchas —enumeró Ana—. Y hay bastantes cacharros y cubiertos como para una docena de familias. Supongo que vienen montones de gente aquí en el verano. Jorge, yo me encargo de la comida si tú haces las camas.

—De acuerdo —accedió Jorge, y se fue a preparar las cuatro camas. Había seis literas colocadas en grupos de tres junto a ambas paredes. Pronto estuvo dedicada a trasladar sábanas y mantas, mientras Ana sacaba de los paquetes la comida que habían traído y la colocaba ordenadamente en los estantes de la alacena. Luego fue a mirar si la estufa tenía petróleo o no, porque haría frío por la noche.

—Sí, está llena —anunció—. La encenderemos por la noche. Porque supongo que pasaremos el día fuera mientras haya suficiente luz, ¿no es verdad, Dick?

—¡Claro! —repuso Dick, sacando algunas cosas de la maleta—. De todas maneras, aquí fuera hay un pequeño depósito de madera en el que hay una reserva de petróleo y un jarro esmaltado. Me imagino que el jarro servirá para traer agua de algún riachuelo en verano. Ahora tendremos que derretir nieve si queremos agua. ¿Os falta mucho aún, Ana?

—No, ya casi hemos terminado —respondió su hermana—. ¿Queréis comer algo antes de salir? ¿O nos llevamos un poco de pan con jamón y luego, cuando volvamos, tomamos una buena comida?

—Será mejor que nos llevemos bocadillos —sugirió Julián—. No quiero perder tiempo en comer. Así que prepara algunos bocadillos, porque pronto tendremos hambre. También podríamos llevarnos algunas manzanas.

Pronto estuvieron dispuestos los bocadillos y los niños se llenaron los bolsillos de manzanas. Tim saltaba a su alrededor lleno de alegría.

—No te hará tanta gracia cuando te caigas en la nieve, Tim —le advirtió Dick—. ¿Tú crees que le gustará bajar la montaña en trineo, Jorge?

—Claro que sí —asintió Jorge—. ¿Verdad, Tim? ¿Estamos listos? Anda, Ju, cierra la puerta y vámonos.