Capítulo III

EL FIN DEL VIAJE

—Bueno, tendremos que dar media vuelta y bajar la montaña —dijo Dick cuando el chófer regresó junto al coche.

—No, espere. Voy a ver si hay luces en alguna parte —exclamó Julián, saltando fuera del automóvil—. Podríamos avanzar un poco más y trataré de encontrar la casa. Al fin y al cabo, hemos venido mirando hasta llegar aquí mientras íbamos por el empinado camino y no hemos visto nada.

Se acercó a la puerta y la observó a la luz de los faros del coche.

—Está cerrada con candado —explicó—. Pero creo que podré trepar por ella. Hay una luz por allí, en alguna parte, aunque no sé a qué distancia.

Antes de que pudiera empezar a subir por la puerta, oyeron el rumor de unos pasos apresurados. De pronto, un ladrido y un aullido salvaje rasgaron la noche. Un animal gruñó al otro lado de la puerta.

El conductor volvió apresuradamente al coche y cerró de un portazo. Julián corrió también hacia el coche, dándose cuenta de que, pese a su debilidad, sus piernas eran capaces de correr tan rápidamente como deseaba.

Tim empezó a ladrar ferozmente y trató de saltar a través de la cerrada ventanilla. Los aullidos y ladridos del otro lado del portalón aumentaban, y el perro, que debía ser enorme, se arrojaba sin cesar contra la puerta, sacudiéndola de arriba a abajo.

—Será mejor dar la vuelta y marcharnos —opinó el chófer, asustado—. ¡Sopla! Me alegro de estar a este lado de la puerta. ¡Vaya un estrépito! Y vuestro perro es casi tan malo como el otro…

Tim estaba verdaderamente furioso. ¿Por qué no le dejaban salir y decirle al otro perro lo que pensaba de él? Jorge trató de apaciguarlo, pero él se negaba a dejar de ladrar. El chófer inició la maniobra para dar la vuelta, retrocediendo, adelantando y volviendo a retroceder. La carretera era bastante ancha, pero a la derecha había un escarpado precipicio. No se podía dudar de que «Viejas Torres» estaba construido en una montaña.

—Esa gente debe temer mucho a los ladrones para tener un perro así —exclamó Dick—. Aunque a un lugar tan solitario como éste no creo que venga mucha gente. Oiga, ¿qué es lo que pasa?

—Hay algo que no funciona —respondió el conductor, ahora con el coche vuelto hacia la carretera—. De pronto el coche parece haberse hecho muy pesado. Como si tuviera echado el freno.

—Quizá lo tenga… —sugirió Julián.

—En absoluto —cortó secamente el chófer—. Bueno, solamente lo justo para asegurarnos de que el coche no salga disparado montaña abajo. Ya veis que es muy empinado y que al lado tenemos un barranco. No quiero caer ahí en la oscuridad. ¿Qué diablos le pasará al coche? Sólo puede deslizarse.

—Creo recordar que subió demasiado lentamente —advirtió Dick—. Ya sé que el camino es muy empinado y da muchas vueltas, pero, ¿no le parece que el coche subía con demasiado esfuerzo?

—En efecto —admitió el chófer—. Aunque pensé que la montaña era más empinada de lo que había imaginado. ¿Qué le pasará al coche? No tengo puesto el freno y estoy pisando el acelerador a fondo. Y sin embargo sólo consigo que se deslice. ¡Como si estuviera acarreando una tonelada de peso!

Era algo realmente extraño. Julián se sintió horrorizado. No le hacía la menor gracia pasar la noche en el coche, perdidos en aquel paraje tan frío, especialmente ahora que empezaba a nevar suavemente. La luna había desaparecido tras negros nubarrones y todo estaba muy oscuro.

Llegaron al pie del monte y entraron en la carretera llana. El chófer exhaló un suspiro de alivio y lanzó una repentina exclamación.

—¿Qué habrá pasado? ¡El coche está bien de nuevo! ¡Va como una seda! ¡Vaya peso que me he quitado de encima! Creí que iba a detenerse y a dejarnos aquí toda la noche.

El coche marchaba bien ahora y todos se mostraron aliviados.

—Sin duda había algo mal colocado en el motor —comentó el chófer—. ¡Pero que me maten si lo entiendo! Ahora estad atentos por si veis una casa o algún poste.

Poco después, llegaban junto a un poste señalizador. Jorge gritó al instante:

—¡Alto! Aquí hay un poste. ¡Alto!

El coche se detuvo junto a él y, al examinarlo, todos lanzaron un suspiro de alivio:

—¡«La Cañada Mágica»! ¡Hurra!

—Hacia la izquierda —exclamó el chófer. Y se metió por el camino. Era bastante áspero, obviamente sólo un camino de carro. Pero allí, en la cima del monte que estaban subiendo, había una casa cuyas luces brillaban a través de las ventanas. Sin duda era la casa de la anciana señora Jones.

—¡Gracias a Dios! —suspiró Julián—. Parece que es aquí. Me alegro de haber llegado antes de que nevase con más fuerza. Ya es bastante difícil ver algo a través de este vendaval.

Sí, era la granja. Varios perros se pusieron a ladrar fieramente mientras el coche se acercaba. Tim les respondió como si de ello dependiera la vida de los ocupantes del auto.

El conductor llevó el coche hasta la puerta y atisbo cautelosamente por si alguno de los estrepitosos perros rondaba en torno al coche. Se abrió la puerta y, enmarcada por la luz, apareció una mujercita no más alta que cualquiera de los niños.

—¡Entrad! ¡Entrad! —llamó—. ¡Resguardaos del frío y la nieve! Morgan os ayudará con el equipaje. ¡Entrad en seguida!

Los cuatro niños saltaron del coche. De pronto se sentían muy cansados. Poco faltó para que Ana se cayera, pues de nuevo sus piernas parecían incapaces de sostenerla. Julián la sujetó por un brazo. Estaban todos agotados. Sólo Tim conservaba todas sus energías. Un hombre muy alto se apresuró a acercarse para ayudar al chófer con el equipaje, saludándolos al pasar.

La anciana les introdujo en una sala grande y caldeada y les hizo sentar.

—¡Qué viaje! —exclamó—. Estáis agotados, pobrecitos míos. Es muy tarde para vosotros. Os tengo preparado un té estupendo. Pero antes os tomaréis la cena. Ya debéis estar deseándola.

Julián echó una ojeada a la pesada mesa preparada en un rincón junto al fuego. A pesar de lo cansado que estaba, se sintió repentinamente hambriento al ver aquella espléndida comida. Sonrió a la amable anciana, cuyo cabello resplandecía como la plata. Su agradable rostro estaba surcado de arrugas, pero sus ojos eran agudos y brillantes como los de un mirlo.

—Siento que hayamos llegado tan tarde —dijo Julián—. Nos extraviamos. Ésta es Ana, mi hermana, y ésta es Jorge, mi prima, y aquél es Dick, mi hermano.

—Y éste es Tim —añadió Jorge. Tim ofreció su pata a la señora.

—Es una maravilla ver a un perro tan bien educado —comentó—. Nosotros tenemos siete, pero ninguno de ellos ofrecería su pata ni a la propia Reina si viniera aquí.

El ladrar de los perros había cesado. No se veía a ninguno por la casa y los niños supusieron que vivían fuera, en casetas. Tim trotó por toda la habitación, husmeando cada rincón con gran interés. Por último, se encaminó a la mesa, puso sus patas sobre ella y observó atentamente la comida. Miró en dirección a Jorge y lloriqueó.

—Dice que le gusta esta comida —tradujo Jorge a la anciana—. Tengo que decir que yo estoy de acuerdo. ¡Es estupenda!

—Id a lavaros y arreglaros un poco mientras caliento el té —propuso la señora Jones—. Parecéis ateridos y hambrientos. Salid por aquella puerta y subid un tramo de escalones. Las habitaciones que encontraréis son las vuestras. Nadie os estorbará.

Los cinco salieron y se encontraron en un pequeño corredor de piedra, iluminado por una vela. Un estrecho tramo de escalones de piedra conducía a un pequeño rellano donde ardía otra vela. Los escalones eran muy altos y los niños tropezaban en ellos, dado que tenían las piernas agarrotadas tras el largo viaje en automóvil.

Dos habitaciones daban al rellano, situadas una frente a la otra. Parecían exactamente iguales y también estaban amuebladas de la misma manera. Había lavabos, con una jofaina y un jarro de agua caliente envuelto en una toalla. El fuego ardía en las pequeñas chimeneas de piedra y las llamas iluminaban las habitaciones con mucha mayor claridad que las velas.

—Esta habitación será para vosotras, chicas. Dick y yo nos quedaremos con la otra —decidió Julián—. ¡Caray! Hasta tenemos chimeneas en las habitaciones. ¡Es estupendo!

—Me acostaré pronto y me quedaré despierta para contemplar las llamas — anunció Ana—. ¡Me alegro de que las habitaciones no sean frías! Con el frío, seguro que me daría la tos.

—Hoy no hemos tosido demasiado —comentó Dick.

Como es natural, inmediatamente empezaron a toser. La señora los oyó desde abajo y se apresuró a llamarlos:

—¡Corred! Venid aquí junto al fuego.

Pronto estuvieron abajo, sentados en la sala. No había allí nadie más que la señora Jones sirviendo el té.

—¿Va a venir alguien más a tomar el té? —inquirió Jorge—. Toda esta comida no puede ser para nosotros solos, ¿verdad?

—Pues sí que lo es —repuso la señora, cortando gruesas lonjas de jamón—. Éste es vuestro cuarto de estar, el que dejo a las familias a las que les alquilo habitaciones. Y tenéis también una cocina para vosotros solos. Podéis hacer lo que os parezca, todo el ruido que os dé la gana. Nadie os oirá, las paredes son muy gruesas.

Después de servirles, salió de la habitación, sonriendo y agitando la cabeza. Los niños se miraron unos a otros.

—Me gusta mucho —afirmó Ana—. ¡Debe de ser viejísima, ya que es tía de Jenkins! ¡Pero tiene los ojos muy brillantes y muy jóvenes!

—Ya me siento mejor —exclamó Dick, atacando el tocino—. Jorge, dale tú algo a Tim. Me está empujando con la pata y, si quieres que te diga la verdad, no puedo desperdiciar mi tocino con él.

—Tomará un poco del mío —replicó Jorge—. Creía que tenía hambre, pero veo que no. Me siento muy cansada.

Julián la contempló. Realmente aparentaba un gran cansancio y tenía los ojos agrandados por oscuras ojeras.

—Acaba tu cena, camarada —le recomendó Julián—. Y vete a la cama. Ya desharás las maletas mañana. Estás agotada después de este viaje. Ni siquiera Ana parece tan cansada como tú.

La anciana señora Jones entró y aprobó la idea de Julián de que se fueran a la cama al terminar.

—Mañana os levantáis a la hora que os apetezca. Y cuando hayáis bajado, venid a la cocina a avisarme. Ya sabéis que aquí podéis hacer lo que queráis.

Pero todo lo que deseaban en aquel momento era meterse en la cama y dormir a la luz de los crepitantes troncos. ¡Qué alivio deslizarse entre las ásperas sábanas y cerrar los ojos! Todos, excepto Tim, que montó guardia junto a la puerta mucho rato después de que Jorge se durmiera. ¡Buen muchacho, Tim!