Capítulo 18
Por orden de Julián, todos los niños se habían puesto un grueso jersey, suponiendo que dentro de la oscura cueva haría frío. Nobby llevaba uno viejo perteneciente a Dick. Pronto tuvieron ocasión de alegrarse de ello, ya que, tan pronto como empezaron a descender por el oscuro corredor que conducía a la cueva que habían descubierto el día anterior, notaron la humedad y frialdad del ambiente.
Cuando llegaron a la pequeña caverna, Julián enfocó con su linterna los peldaños que ascendían por la pared hasta el agujero que se abría en el techo.
—¡Qué emocionante! —exclamó excitada Jorge—. Me encantan estas cosas. ¿Adónde irá a parar ese agujero? Yo subiré la primera, ¿verdad, Julián?
—No, ni hablar —replicó con firmeza el muchacho—. Seré yo quien vaya delante. No sabemos lo que puede esperarnos ahí arriba…
Trepó, sujetando la linterna con los dientes, ya que necesitaba ambas manos para auxiliarse. Los escalones estaban constituidos por gruesos barrotes de hierro engastados en la pared y que podían escalarse con facilidad.
Cuando alcanzó el agujero, introdujo la cabeza y profirió un grito de asombro.
—¡Dios mío! Esta caverna es más… más enorme que seis salas de baile juntas… Y los muros desprenden luz… Debe de ser fosforescencia… Sí, eso es, fosforescencia.
Se izó sobre el agujero y permaneció inmóvil de pie sobre el suelo de la inmensa cueva. Las paredes resplandecían con un fulgor extraño. Julián apagó la linterna, ya que era tal la luminosidad natural que no la precisaba para ver.
Uno a uno fueron apareciendo los demás, contemplando absortos el singular fenómeno.
—Es como la cueva de Aladino —exclamó Ana—. ¡Qué luz más rara sale de las paredes y del techo!
Dick y Jorge, con bastantes apuros, consiguieron trasladar a Tim hasta la inmensa cueva. Cuando el animal se vio rodeado de tan extraño resplandor, metió el rabo entre las patas, acobardado, pero en cuanto su ama le propinó unas palmadas para alentarle, se reanimó.
—¡Qué enorme! —dijo Dick—. ¿Será aquí donde esos dos guardan sus secretos?
Julián dirigió el haz de su linterna hacia todos los rincones, iluminando así los más oscuros recodos.
—No veo nada especial por aquí —dijo—, pero será mejor que lo exploremos a conciencia antes de seguir adelante.
Por lo tanto, los cinco chiquillos examinaron todas las grietas y recovecos de la luminosa cueva, sin encontrar nada. De súbito, Julián se agachó y recogió algo del suelo, exclamando:
—¡Una colilla! Esto demuestra que Lou y Dan estuvieron aquí. Bueno, vamos a ver si es que esta cueva tiene otra salida.
Al otro extremo, justamente enfrente, se veía un gran agujero, situado a media altura como si fuese la entrada de un túnel. Julián trepó hasta allí y llamó a los otros.
—¡Eh! Fueron por aquí. Hay una cerilla apagada a la entrada del túnel.
Se trataba de un curioso pasadizo, cuya altura no les permitía caminar derechos y que serpenteaba en interminables vueltas y revueltas, según se adentraba en la colina. Julián iba pensando que, en otros tiempos, el agua debía de haber corrido por allí. En la actualidad se hallaba seco por completo. El piso del túnel aparecía muy suave, como si la corriente lo hubiese desgastado después de muchos, muchísimos años de hollarlo.
—Confiemos en que al manantial no se le ocurra rebrotar de golpe —comentó Jorge—. Nos pondríamos como una sopa.
El pasadizo continuaba, sin parecer desembocar en ningún lado. Ana empezaba a desesperar de que tuviese fin. Repentinamente, el muro hacía un brusco recodo formando una especie de gran estantería rocosa. Julián, que iba en cabeza, enfocó la linterna hacia aquel lugar.
—¡Aquí está! —gritó—. ¡Aquí es donde esos tipos tienen el almacén! ¡Hay un montón de cosas!
Sus compañeros se agruparon lo más cerca posible de él, dirigiendo todos la luz de sus linternas hacia el mismo punto. En el amplio recoveco aparecían apiñados cajas, paquetes, sacos y maletas. Los muchachos los contemplaban boquiabiertos.
—¿Qué habrá dentro? —preguntó Nobby lleno de una irresistible curiosidad—. Vamos a verlo.
Dejó en el suelo la linterna, desató un saco, introdujo la mano y sacó… ¡un plato de refulgente oro!
—¡Cooórch…! —exclamó el muchacho sin poder contenerse—. Por eso estuvo la «poli» el año pasado en el campamento, rebuscando no sé qué. ¡Claro, esto era lo que buscaban! ¡Y ellos lo tenían aquí! ¡Pero fijaos qué cosas! ¡Se las deben de haber robado al mismísimo rey!
El saco se hallaba repleto de exquisitas piezas de oro: tazas, platillos, bandejas… Los chiquillos las alinearon en el borde y las iluminaron con sus linternas. ¡Cómo relucían!
—Son ladrones a lo grande —dijo Julián—. De eso no cabe la menor duda. Vamos a mirar en esta caja.
La caja no estaba cerrada, por lo que la tapa se abrió con facilidad. En su interior había una pieza de porcelana: un jarrón de un aspecto tan frágil que parecía poderse quebrar ante un soplo de aire.
—Yo de porcelanas no entiendo nada —dijo Julián—, pero me imagino que ésta es una pieza valiosa, valorada en miles de libras. Supongo que un coleccionista daría por ella una buena suma de dinero. ¡Pero qué bandidos!
—¡Mirad aquí! —exclamó de pronto Jorge, sacando unas cajitas de piel de otro saco—. ¡Deben de ser joyas!
Abrió las cajas. Los muchachos prorrumpieron en exclamaciones de asombro. Los diamantes centelleaban, los rubíes parecían lanzar rojas llamitas y las esmeraldas desprendían un brillo intensamente verde. Collares, brazaletes, anillos, broches… todas las joyas resplandecían a la luz de las linternas. En una caja encontraron una diadema hecha, al parecer, tan sólo de diamantes. Ana la sacó del estuche con cuidado y se la colocó en la cabeza.
—Soy una princesa y ésta es mi corona —dijo.
—¡Qué elegante! —exclamó Nobby, admirado—. Estás tan guapa como Delfina, la caballista, cuando sale a la arena toda cubierta de joyas relucientes.
Ana siguió poniéndose collares y pulseras y se sentó en el borde de piedra, fulgurante como una pequeña princesita de cuento de hadas. Luego se las quitó y volvió a guardarlas con esmero en sus acolchados estuches.
—Pues menudo botín tienen aquí esos dos —comentó Julián, extrayendo una magnífica bandeja de plata de otro paquete—. Son unos bandidos de primera.
—¡Ya sé cómo trabajan! —exclamó Dick—. Lou es un acróbata maravilloso. ¿No es así? Seguro que él se encarga de todo el trabajo de escalar las paredes, subirse a los tejados y meterse por las ventanas… «Tigre Dan» le espera abajo y va recogiendo todo lo que el otro le tira.
—Algo por el estilo, supongo —agregó Nobby, cogiendo una bellísima tacita de plata—. Lou puede trepar por cualquier sitio, por las hiedras o las cañerías… ¡Juraría que hasta por una pared lisa! Y como saltar, salta más que una pantera. Mi tío y él deben de llevar muchos años metidos en este negocio. De manera que es aquí adonde venía cuando estábamos de jira y al despertarme por la noche veía que no estaba en su cama.
—¡Claro! Y de momento almacena el botín en aquel vagón que tú nos enseñaste —añadió Julián, pensativo—, ¿no te acuerdas? Nos dijiste que una vez que tu tío te sorprendió rondando por allí se puso como una fiera. Sin duda, lo van guardando en él y, luego, todos los años, Lou y él suben aquí y lo esconden bajo tierra, hasta que la policía cesa en la búsqueda de las cosas robadas. Entonces ellos vuelven, las recogen y las venden en algún sitio seguro.
—Pues me parece un plan genial —comentó Dick—. Y ¡menuda suerte para ellos la de poder ir con el circo de un lado a otro, de una ciudad a otra, enterándose de dónde hay joyas famosas o plata! Después, por la noche, no tienen más que escabullirse para que Lou trepe por las paredes como un gato… ¿Cómo encontrarían este sitio? ¡Es un escondrijo fantástico!
—Sí, a nadie se le ocurriría ni sospecharlo —añadió Jorge—. Y, de repente, venimos nosotros y, ¡zas!, les plantamos las viviendas justamente encima de la entrada, en el preciso momento en que ellos querían meter o sacar algo. Debieron quedarse patitiesos.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer con esto? —preguntó Dick.
—Denunciarlo a la policía, desde luego —contestó Julián con viveza—. ¿Qué imaginabas? Me estoy muriendo de ganas de ver sus caras cuando se encuentren ante semejante botín. ¡Palabra!
Con grandes precauciones, colocaron todo como estaba antes. Julián iluminó con la linterna la continuación del túnel.
—¿Seguimos un poco más o no? —dijo—. Fijaos, el túnel todavía sigue.
—Más vale que nos volvamos —contestó Nobby—. Ya que hemos tropezado con esto, mejor será que hagamos algo con ello.
—Bueno, pero vamos a ver primero adónde va a parar este túnel —dijo Jorge—. No nos llevará ni un minuto.
—Está bien —respondió Julián, que sentía tanta curiosidad como la niña. Volvió a ponerse a la cabeza y encendió la linterna a toda su potencia.
El túnel desembocaba en otra cueva no tan grande como la anterior. En uno de sus extremos, algo brillaba y parecía moverse, al tiempo que dejaba oír un suave murmullo.
—¿Qué es eso? —inquirió Ana, asustada. Todos se detuvieron a escuchar.
—¡Agua! —exclamó Julián de pronto—. ¡Claro! ¿No la oís correr? Es una corriente subterránea que circula por aquí tratando de encontrar una salida al exterior.
—Como aquella que vimos que salía de la colina cuando buscábamos un sitio para acampar —dijo Jorge—. ¡No os acordáis? ¡Anda, a lo mejor es la misma!
—Supongo que sí —corroboró Dick.
Se inclinaron sobre el manantial tratando de comprobar su recorrido, que transcurría sobre un lecho excavado a lo largo del muro de la caverna.
—A lo mejor, hace muchos años, fluía por toda esta cueva y bajaba por el túnel que hemos recorrido nosotros —dijo Julián—. ¡Sí! Mirad, ahí en el suelo hay como una especie de canalón. Se conoce que, luego, por alguna causa, el agua tomó un rumbo distinto.
—Oye, vamos a volvernos —dijo de pronto Nobby—. Quiero saber si Pongo sigue bien. No sé por qué, pero me siento asustado. Tengo el presentimiento de que le ha pasado algo malo. Y además aquí hace un frío que pela. Vamos a salir al sol y merendaremos. La verdad es que no apetece ni chispa comer aquí abajo.
—Bueno —concedió Julián.
Se pusieron en marcha, volviendo a penetrar en el angosto túnel. Atravesaron el rocoso estante en el que descansaba el tesoro y llegaron al recinto fosforescente. Lo cruzaron y se dirigieron al agujero que se abría sobre la pequeña caverna. Luego bajaron, llevando entre Jorge y Dick al voluminoso Tim con bastantes dificultades y remontaron la galería que les había de conducir al pozo de entrada, sintiéndose todos bastante dichosos ante la idea de volver a ver el sol.
—¡Oye! No veo ninguna luz, y el agujero ya debía estar cerca —comentó Julián, perplejo.
Al fin, avanzando, tropezó contra un muro, quedando nuevamente sorprendido. ¿Dónde estaba el agujero? ¿Se habrían extraviado? Enfocó la linterna hacia arriba y descubrió el agujero, pero ninguna luz se filtraba por él.
—¡Dios mío! ¿Sabéis lo que ha pasado? —preguntó Julián con voz temblorosa.
—¿Qué? —repusieron todos, asustados.
—Han cerrado el agujero —contestó el muchacho—. No podemos salir. Alguien ha vuelto a colocar las tablas y seguro que también ha colocado la carreta encima. ¡Os digo que no podemos salir!
Contemplaron aterrados la infranqueable salida. ¡Estaban prisioneros!
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Jorge—. Julián, ¿qué vamos a hacer ahora?