Capítulo 8
Los cuatro niños se sentían turbados y confusos por el comportamiento de aquellos dos hombres.
Jorge les relató entonces como Tim la había despertado, gruñendo, y como había oído hablar a los hombres en voz baja.
—Yo, la verdad, no creo que viniesen a robar nada —dijo—. Me imagino que se habrían citado en este lugar para tratar de algo secreto, porque no sabían que nuestras carretas se encontraban aquí. La prueba está en que tropezaron con la nuestra.
—Son unos salvajes furibundos —contestó Julián—. Y no me importa que protestes, Jorge. Voy a cerrar con llave la puerta de vuestro remolque. Ya sé, ya sé que Tim se queda con vosotras, pero no puedo correr el riesgo de que vuelvan esos hombres, esté o no esté Tim.
Ana parecía todavía tan aterrada que Jorge consintió en que Julián las encerrase, dejando al perro en el interior. Los muchachos se marcharon a su vivienda. Julián la cerró también desde dentro, afirmando:
—Estoy deseando alejarnos de aquí y vernos en las colinas. No tendré un momento de tranquilidad mientras permanezcamos tan cerca del circo. Allá arriba estaremos seguros.
—Lo primero que haremos después de desayunamos será marchamos —asintió Dick, acomodándose de nuevo en su litera—. ¡Madre mía! Si no llega a ser por Tim, esos dos tipos te hubieran cogido.
—Ya lo creo. Y no hubiese podido hacer gran cosa contra ellos. Los dos parecen fuertes y son bastante corpulentos.
A la mañana siguiente, los cuatro se levantaron temprano. Ninguno tenía ganas de detenerse, remoloneando en la cama o dormitando. Estaban deseando partir antes de recibir una segunda visita de Lou y Dan.
—Vosotras, niñas, preparad el desayuno, mientras Dick y yo enganchamos los caballos —dijo Julián—. Así estaremos listos para salir inmediatamente después del desayuno.
Una vez terminado el desayuno y recogidos los utensilios, montaron en los pescantes. Estaban a punto de arrancar cuando vieron que Lou y Dan se acercaban por el sendero.
—¡Ah! Ya os vais, ¿no? —preguntó Dan, haciendo una desagradable mueca—. Muy bien, muy bien. Da gusto ver a unos críos tan obedientes. ¿Adónde os dirigís?
—A las colinas —contestó Julián—. Además, eso no le interesa.
—¿Por qué no vais rodeando la falda de la colina en vez de ir por arriba? —intervino Lou—. Es un mal sistema subir así, con los carros tirando todo el tiempo para atrás de los caballos.
Julián estuvo a punto de decir que su intención no se limitaba a subir derecho a la cima de la colina para cruzar al otro lado. Se contuvo. No, mejor sería que aquellos tipos no supiesen que habían decidido acampar arriba. Así no podrían ir a molestarlos otra vez.
—Seguimos el camino que nos parece oportuno —contestó a Lou con brusquedad—, y éste es colina arriba. Hagan el favor de apartarse.
Arreó a Dobby. Los hombres se vieron forzados a saltar a toda prisa hacia un lado para dejarlos pasar, dirigiéndoles una furiosa mirada. De pronto se oyeron los pasos de alguien que se acercaba corriendo y apareció Nobby, con Gruñón y Ladridos pegados a sus talones, como era habitual.
—¡Eh! ¿Por qué os vais tan pronto? —les gritó—. Dejadme ir con vosotros un rato.
—No, tú te quedas —respondió su tío, propinándole un inexplicable bofetón—. Les mandé a esos críos que se largaran y ya lo están haciendo. No quiero extraños pegajosos en este campamento. Y mucho ojo con hacer amistades de esa clase, ¿comprendido? Ocúpate de entrenar a tus perros o te daré un tirón de orejas que te hará ver las estrellas.
Nobby lo miró entre furioso y asustado. Conocía demasiado bien a su tío como para osar desobedecerle. Giró sobre sus talones, malhumorado, y se dirigió mohíno hacia el campamento. Por el camino, las carretas lo alcanzaron. Julián lo llamó en voz baja.
—¡Eh, Nobby! ¡Ánimo, chico! Te esperaremos en las colinas, pero no se lo digas a Lou ni a tu tío. Más vale que piensen que nos hemos ido para siempre. Tráete a Pongo alguna vez.
Nobby habló entre dientes, asintiendo con un guiño.
—Tenéis razón. Alguna vez llevaré también a los perros, pero hoy no puedo. En cuanto salgan del campamento esos dos, yo os avisaré para que bajéis a verlo. ¿Queda claro?
—¡Estupendo! —respondió Julián pasando de largo.
Ni Lou ni Dan habían oído una palabra de aquella conversación, ni podían tan siquiera imaginar que se estuviera celebrando ante sus propias narices, pues Nobby había tenido buen cuidado de seguir andando como si tal cosa, sin volver ni aun el rostro hacia sus amigos.
La carretera hacía una curva antes de adentrarse en la colina. Al principio no era muy pendiente, pues zigzagueaba a través de la falda del montículo. A la mitad de su ascensión, las carretas cruzaron un puente de piedra bajo el cual fluía un torrente muy rápido.
—¡Huy! ¡Vaya una velocidad que lleva ese río! —comentó Jorge contemplando cómo se deslizaba por la pendiente entre murmullos y gorgoteos—. Mirad, ¡es allí de donde sale!
Señalaba con el dedo a un punto situado un poco más arriba, en la ladera, de donde parecía brotar, realmente, el riachuelo.
—Sin embargo, una corriente tan rápida y tan caudalosa como ésta no puede nacer ahí de pronto —contestó Julián, deteniendo a Dobby al otro lado del río—. Vamos a verlo. Tengo mucha sed y un manantial aquí, en plena montaña, tiene que estar fresco y limpio. Lo mejor para un sediento, ¿no os parece? Vamos a comprobarlo.
Pero no había manantial. La corriente no «nacía» allí, sino que brotaba de un agujero del suelo con la misma fuerza y rapidez con que pasaba por debajo del puente. Los chiquillos se agacharon, tratando de mirar hacia el interior de dicho agujero.
—Sale de dentro de la colina —dijo Ana, sorprendida—. Me lo imagino dando vueltas y vueltas por esa oscuridad. Debe de sentirse contento de haber encontrado una salida.
No se decidieron a beber, pues no era el manantial fresco y limpio que habían esperado encontrar. Avanzando un poco más encontraron un auténtico manantial, que surgía de debajo de una piedra, con un agua tan fría y transparente como el cristal. Bebieron allí, jurándose que aquél había sido el mejor trago que recordaban en su vida. Dick siguió el curso de la pequeña corriente y descubrió que desaguaba en el rápido arroyo que acababan de dejar atrás.
—Supongo que desembocará en el lago —dijo—. Bueno, será mejor que sigamos y busquemos una granja, Julián. Estoy seguro de que he oído el quiquiriquí de un gallo, de manera que tiene que haber alguna cerca.
Rodearon un desnivel de la colina y ante sus ojos hizo su aparición la granja: una desordenada colección de viejos edificios desperdigados por la ladera de la colina. Las gallinas correteaban cacareando, las ovejas pacían por los alrededores y algunas vacas rumiaban pacientes en los prados cercanos. Un hombre se hallaba trabajando no muy lejos. Julián le saludó con la mano.
—Buenos días. ¿Es usted el granjero?
—No, el granjero está allí —contestó el hombre, señalando a un pajar cercano a la casa—. Tened cuidado con los perros.
Los dos remolques se acercaron a la casa. Al oírlos, el granjero salió, acompañado de sus perros. Cuando vio que sólo eran unos niños los que conducían los carromatos, manifestó una visible sorpresa.
Julián tenía ese aire cortés y correcto que a los mayores les agrada tanto descubrir en los niños. A los pocos momentos hablaba al granjero con toda confianza y con el más satisfactorio de los resultados.
El labrador se prestó de buen grado a surtirles de cualquiera de los productos de la granja, así como de toda la leche que necesitaran, cosas que podrían ir a buscar a cualquier hora del día. Su esposa —aseguró— les guisaría lo que quisieran y podría prepararles algunos bollos de vez en cuando.
—¿Podría tratar con ella el asunto del pago? —preguntó Julián—. Prefiero pagar las cosas en el momento de adquirirlas.
—Esto está muy bien, hijo —respondió el granjero—. Siendo cumplidor, nunca te verás en jaleos. Ahora vas a conocer a mi mujer. La encantan los chicos, así que os hará un buen recibimiento. ¿Dónde pensáis acampar?
—Nos gustaría hacerlo en algún sitio que tuviese buena vista dominando el lago —contestó Julián—. Desde aquí no se ve, pero, a lo mejor, un poco más allá encontramos lo que andamos buscando.
—Sí, tendréis que seguir por lo menos durante un kilómetro. El camino os conducirá hasta allí. Cuando lleguéis a un grupo de abedules, veréis una hondonada muy recogida, como socavada en la colina, con una magnífica vista sobre el lago. En poco tiempo podréis asentaros allí y, además, estaréis a cubierto de los vientos.
—Muchas gracias —contestaron los chiquillos a coro, pensando en lo agradable que era aquel campesino y cuan distinto de Lou y Dan, tan atravesados y extraños.
—Iremos primero a ver a su esposa —determinó Julián— y luego seguiremos hasta el lugar que usted nos indica. Espero que dentro de unos días volveremos por aquí.
En efecto, conocieron a la esposa del granjero, una anciana regordeta, de rostro redondo, cuyos diminutos ojillos brillaban de malicia y buen humor. Los recibió con gran alegría, ofreciéndoles bollos recién sacados del horno y dándoles absoluta libertad para coger unas ciruelitas oscuras que se arracimaban en un árbol, junto a la entrada de la vieja casona.
Convinieron en que Julián pagaría al contado, cada día, los artículos que les fuesen proporcionados. Encontraron los precios de la mujer del granjero en exceso bajos, pero ésta se negó en redondo a cobrar ni un solo penique más.
—Para mí será una satisfacción ver esas caras tan lindas en mi casa —les dijo—. También eso forma parte del pago, ¿de acuerdo? Estoy más que segura de que sois unos chicos educados. Se nota en vuestros modales. Y también de que no haréis ningún daño ni ninguna locura en la granja.
Los chiquillos se alejaron cargados con toda clase de provisiones, desde huevos y jamón hasta tortillas y pasteles de jengibre.
La anciana entregó a Ana, cuando ésta se despedía, una botella de licor de frambuesas. Cuando Julián se disponía a pagársela, se mostró muy ofendida.
—Si me apetece hacer un regalo, lo hago. ¡Vaya una manía! ¡Tanto pagar por aquí, pagar por allá…! Cada vez que vengáis os tendré alguna cosilla preparada, pero no te atrevas a intentar abonármela o tendré que darte con el rodillo.
—¿Verdad que es simpatiquísima? —dijo Ana, mientras volvían a los remolques—. Fíjate, Jorge, que hasta Tim le dio la pata antes de que tú se lo dijeras. Y casi nunca lo hace.
Acomodaron las cosas en la despensa, se encaramaron a los pescantes, arrearon a Dobby y a Trotón y se pusieron de nuevo en marcha.
Exactamente a un kilómetro hallaron el bosquecillo de abedules.
—La hondonada escondida debe de estar por aquí —dijo Julián—. ¡Sí! Allí está, como incrustada en la colina, ¡qué sitio más abrigado! Parece hecho a propósito para acampar en él. ¡Y qué vista tan magnífica!
En verdad que lo era. La empinada ladera descendía casi verticalmente hasta el lago, que yacía a sus pies, extenso, tranquilo, suave como un espejo encantado. Desde la posición en que se encontraban podían divisar la orilla opuesta, separada de ellos por una gran extensión de agua.
—¡Qué azul! —exclamó Ana, asombrada—. Todavía más azul que el cielo. ¿Verdad que será estupendo disfrutar de esta vista tan preciosa mientras estemos aquí?
Julián hizo retroceder los carromatos hasta la hondonada. El suelo aparecía cubierto de brezos, que formaban una muelle alfombra rojiza. Las campanillas, pálidas como el cielo del crepúsculo, crecían en las grietas de la pared. ¡Un rinconcillo delicioso!
Los agudos oídos de Jorge captaron el sonido del agua corriente. Anunciándoselo a sus compañeros, comenzó a buscar el arroyo que lo producía.
—¿Sabéis una cosa? Hay otro manantial que sale de la colina. Agua para beber y lavarnos, bien cerquita. Tenemos una suerte inmensa, ¿no?
—Desde luego —respondió Julián—. Hemos encontrado un sitio precioso y aquí nadie nos molestará.
¡Pero había hablado demasiado pronto!