Capítulo 16
—¡Escucha, alguien viene! —dijo Nobby.
Pongo emitió un sordo gruñido. Se oían voces de personas que se acercaban. Luego ladró un perro.
—No pasa nada, son los nuestros y Tim —lo tranquilizó Julián, inefablemente dichoso de que volviesen. Se puso en pie y les gritó—: Adelante, no hay moros en la costa.
Jorge, Dick, Ana y Tim aparecieron corriendo por el camino.
—¡Hola! —gritó Dick—. Ya sabíamos que no había peligro, porque hemos visto a Lou y a Dan allá lejos, corriendo al pie de la colina… ¡Hombre, pero si está Pongo!
El chimpancé le tendió la mano y se encaminó acto seguido hacia Tim para estrecharle la cola. Esta vez, sin embargo, halló a Tim prevenido. Dio la vuelta y le alargó la pata. Resultaba muy curioso ver a dos animales saludándose con tanta solemnidad.
—¿Qué hay, Nobby? —preguntó Dick—. ¡Caramba! ¿Qué te ha pasado? Parece cómo si vinieras de la guerra.
—Pues, casi, casi —contestó el muchacho con una imperceptible mueca. Todavía se sentía asustado y no se había repuesto por completo.
El chimpancé se acercó a Ana y trató de abrazarla.
—Pongo, no me aprietes de esa manera, por favor —protestó ésta—. Oye, Julián, ¿ha pasado algo? ¿Vinieron esos dos? ¿Hay alguna novedad?
—Ya lo creo, muchas —contestó éste—. Pero antes de nada voy a tomarme un buen trago. No he probado ni una gota de líquido en todo el día. Dadme un poco de jengibre.
—Todos estamos resecos. Traeré cinco botellas, digo, seis, porque supongo que a Pongo también le gustará.
En efecto, resultó que a Pongo le encantaba el jengibre. Se sentó con los chicos en el banco de piedra y cogió el vaso que le tendía Ana, igual que un niño. Tim pareció algo celoso en principio, mas, como a él no le gustaba el jengibre, reconocía que no existía motivo para armar un escándalo.
Julián empezó a referir a sus hermanos y a su prima cuanto había ocurrido. Como se había escondido en el tejado, como habían llegado los dos hombres y se habían metido debajo de las viviendas y después las habían cambiado de sitio… Todos le escuchaban con los ojos dilatados de asombro. ¡Menuda historia!
Luego tomó la palabra Nobby.
—Entonces llegué yo y casi meto la pata y lo estropeo todo —comentó, cuando Julián hubo contado que los hombres se quedaron dormidos después de comer y empezaron a dar ronquidos—. Pero es que venía a advertiros. Lou y Dan han jurado que envenenarán a Tim como sea, aunque tengan que dormirlo primero y llevárselo al campamento para hacerlo, o partirle la cabeza de un golpe.
—Que lo intenten —exclamó Jorge, con voz agresiva, colocando su brazo en ademán protector sobre el cuello de su perro. En el acto. Pongo imitó su gesto.
—Y dijeron que os iban a estropear los carricoches. A lo mejor quieren quemarlos… —añadió Nobby.
Los cuatro chiquillos se miraron consternados.
—No se atreverán a hacer una cosa así —afirmó Julián—. Tendrían que vérselas con la policía.
—Yo sólo os digo lo que les oí a ellos —continuó el muchacho—. Vosotros no conocéis a Lou y a «Tigre Dan» como yo. No se asustan por nada cuando quieren conseguir una cosa, aunque tengan que hacer lo que sea para apartar a cualquiera de su camino. Ya intentaron una vez envenenar a Tim, ¿no os acordáis? Y el pobrecillo Ladridos fue quien pagó las consecuencias.
—¿Qué… qué tal está… está… bien? —tartamudeó Ana.
—No —contestó Nobby—. Creo que se está muriendo. Se lo he dejado a Lucila para que lo cuide. Es una maga para los animales enfermos. He dejado a Gruñón con los otros animales. Así estará más seguro.
Apenas miraba a sus amigos. Le temblaban los labios y sorbía con fuerza, como si estuviese constipado.
—No me atrevo a volver —musitó en voz apenas perceptible—: No me atrevo. Si bajo, me matarán.
—No te preocupes, esa cuestión ya está resuelta —le atajó Julián en tono jovial—. Te quedas con nosotros. A todos nos encantará tenerte con nosotros. Fue un gesto maravilloso por tu parte que te arriesgaras a avisarnos y una mala pata que te cogieran por nuestra culpa. Eres nuestro amigo y no nos separaremos.
Emocionado, Nobby no alcanzó a decir palabra, pero su rostro resplandeció. Se frotó los ojos con sus no muy limpias manos e hizo su mueca de siempre. Sacudió la cabeza, sin atreverse a hablar, y todos los niños se sintieron conmovidos. ¡Era un gran muchacho!
Una vez acabadas sus cervezas, Julián se levantó.
—Bueno, ahora vamos a ver si averiguamos de una vez dónde se metieron esos tipos. ¿Os parece?
—Sí, sí —afirmó Jorge, que ya llevaba demasiado rato quieta y callada—. Es preciso que nos enteremos cuanto antes. ¿Tenemos que meternos debajo de las carretas, Julián?
—Me temo que sí —contestó éste—. Tú quédate ahí tranquilamente, Nobby, y si ves a Lou o a Dan, avísanos.
Julián suponía que los dos bribones no tenían la menor intención de volver por el momento, pero se había dado cuenta de que el chiquillo necesitaba reposar y tranquilizarse un poco. Sin embargo, él opinaba de otro modo. ¡Quería compartir con sus amigos la aventura!
—Ya hace Tim la guardia y Pongo también. Ellos oirán a todo el que se acerque en un kilómetro a la redonda. Yo voy con vosotros.
Los demás se mostraron de acuerdo. Se arrastraron por el estrecho espacio que quedaba entre el fondo de las carretas y el suelo, ansiosos de descubrir cualquier cosa de que se tratara.
Sin embargo, les resultó imposible explorar entre aquella vegetación con el remolque sobre sus cabezas. No había sitio ni para moverse. Lo mismo que Lou y Dan habían hecho anteriormente, decidieron separar el remolque.
Necesitaron todas sus fuerzas, e incluso la ayuda de Pongo, para mover lo indispensable el pesado carruaje. En seguida se arrodillaron, rebuscando entre la densa alfombra de matorrales. Los matojos fueron sencillos de arrancar, ya que los hombres debían de haberlos removido aquella mañana y apenas estaban prendidos. Los muchachos limpiaron de vegetación un cuadrado como de metro y medio de lado. Entonces descubrieron algo extraño.
—Mirad, hay unas tablas ahí debajo. —Están entrecruzadas, muy juntas. ¿Para qué servirán?
—Vamos a quitarlas.
Una a una fueron levantando las tablas, apilándolas después a un lado. Al fin quedó al descubierto lo que ocultaban: la boca de un hondo agujero.
—Será mejor que vaya a buscar la linterna —opinó Julián.
Su luz les mostró un profundo hoyo que penetraba en la colina, con unos toscos escalones tallados en una de las paredes. Todos se asomaron a los bordes, mirando con asombro y excitación.
—Y pensar que fuimos a colocar nuestras viviendas justo sobre la entrada del escondite de esos dos pillos —comentó Dick—. Ahora me explico que se mostrasen tan furiosos al principio y que luego se volviesen tan amables para convencernos de que acampásemos abajo en lugar de aquí.
—¡Córcholis! —exclamó Julián, esforzando los ojos hacia la oscuridad del fondo—. De manera que era aquí adonde venían esos dos. ¿Adónde irá a parar este túnel? Dan y Lou estuvieron abajo muchísimo tiempo. Y como tuvieron la astucia de tapar la boca del hoyo con las tablas y echaron esos hierbajos por encima, por eso no descubrí el agujero.
De pronto a Pongo se le metió en la cabeza explorar el agujero y allá se fue, palpando los escalones con sus peludos pies y haciendo muecas a los chiquillos. Al llegar al fondo, desapareció y, pese a la linterna de Julián, lo perdieron de vista.
—¡Eh, Pongo! ¡Que te vas a perder ahí abajo! —le gritó Nobby con ansiedad. Mas el chimpancé ya se había marchado.
—¡Maldita sea! —exclamó Nobby—. Como se ponga a dar vueltas por ahí abajo, no sabrá encontrar la salida. Tengo que ir a buscarlo. ¿Puedes prestarme la linterna, Julián?
—Te acompañaré —resolvió éste—. Jorge, tráeme tu linterna, ¿quieres?
—Está estropeada —contestó la niña—. Anoche se me cayó y por aquí no creo que haya donde pedir una.
—¡Vaya complicación! Me gustaría bajar a explorar esta cueva, pero con sólo una linterna, no es posible. Bueno, bajaré con Nobby a buscar a Pongo, echaremos una ojeada rápida y volveremos en seguida. A lo mejor encontramos algo abajo que merece la pena verse.
Nobby descendió el primero y Julián lo siguió, contemplados con envidia por los otros tres que se asomaban al pozo. Al fin, desaparecieron también.
—¡Pongo! —chillaba Nobby—. ¡Pongo, ven aquí, no seas idiota!
El animal no se había alejado en exceso. La oscuridad reinante no le satisfacía y se acercó a Nobby tan pronto como vio la luz de la linterna.
Los muchachos miraron a su alrededor. Se hallaban en un estrecho corredor, que se ensanchaba según se iba adentrando en la colina.
—Tiene que haber cuevas por algún lado —dijo Julián, recorriendo las paredes con el haz de luz de la linterna—. Sabemos que de esta colina brotan muchos manantiales. Yo diría que, a lo largo de los siglos, el agua ha ido desgastando y arrastrando esta tierra blanda y ha ido formando túneles y cavernas por todas partes. Y en alguna de esas cuevas es donde Lou y Dan van reuniendo las cosas que no desean que nadie vea. Probablemente cosas robadas.
El pasadizo desembocaba en una pequeña gruta que parecía no contar con otra salida. Julián iluminó de arriba abajo las paredes. No descubrió nada especial en ellas. Por fin, en uno de los lados vieron una especie de peldaños y, siguiéndolos, comprobaron que conducían hasta un agujero practicado en el techo, originado quizá por el agua muchísimos siglos atrás.
—Subiremos por ahí —dijo Julián—. Ven.
—Espera —lo detuvo Nobby—. ¿No te parece que la luz de la linterna se está volviendo muy floja?
—¡Rayos, es verdad! —contestó el muchacho, alarmado.
Agitó con fuerza la linterna para ver si conseguía una luz mejor. Pero la pila estaba a punto de agotarse y no hubo forma humana de conseguirlo. Por el contrario, la luz se fue tornando cada vez más débil, hasta convertirse en un punto brillante localizado en el centro de la linterna.
—Bu… e… no, mejor será que nos volvamos en seguida —afirmó Julián sintiéndose atemorizado—. No me apetece nada quedarnos aquí a oscuras y tener que buscar la salida a tientas. No sería precisamente lo que yo llamo una diversión.
Nobby asió con firmeza la peluda mano de Pongo y el jersey de Julián. Así no perdería a ninguno de los dos. En aquel momento, la linterna se apagó por completo y se vieron en la necesidad de buscar la salida en la más completa oscuridad. Julián palpaba la pared para hallar el recodo en el que empezaba el pasillo que los conduciría hasta la salida. Por fin lo encontró y pudieron subir tanteando los lados con las manos. No había constituido, ni mucho menos, una grata experiencia y el muchacho se felicitó un millón de veces en su interior por no haberse adentrado más en aquel laberinto. De haberlo hecho así, la excursión se habría transformado en una horrible pesadilla e incluso cabía la posibilidad de no haber atinado con la salida.
Vislumbraron entonces un leve resplandor, algo más adelante, y adivinaron que se debía a la luz del sol que iluminaba la entrada del agujero. Se dirigieron hacia allí llenos de gozo. Al mirar hacia arriba aparecieron los ansiosos rostros de los otros tres que, asomados al borde, aún no los veían a causa de la profundidad y la falta de luz.
—¡Ya estamos de vuelta! —gritó Julián, empezando a escalar la pared—. Se nos apagó la linterna y no nos atrevimos a alejarnos mucho, pero hemos recuperado a Pongo.
Los que estaban arriba les ayudaron a salir del hoyo y luego escucharon con avidez la historia del pasillo, la cueva y el agujero del techo.
—Claro, ése es el lugar que visitaron antes esos tipos. Mañana, cuando hayamos conseguido linternas para todos, velas y cerillas, lo inspeccionaremos a fondo. Nos acercaremos a la ciudad a comprar cuanto nos haga falta y luego llevaremos a cabo lo que se dice una auténtica exploración.
—Así que, al fin y al cabo, resulta que vamos a tener una aventura —dijo Ana con una débil vocecilla.
—Eso me parece —contestó Julián—. Pero, si quieres, te puedes quedar con la señora Mackie en la granja. No te asustes, Anita, no tienes obligación de venir con nosotros.
—Si vosotros os embarcáis en una aventura —contestó ella muy digna—, yo también. ¿Está claro? No puedo ni imaginarme que me dejaseis a un lado.
—Muy bien, muy bien —contestó su hermano—. De acuerdo. Iremos todos juntos… Esto se está poniendo al rojo vivo.