Capítulo 7

A ninguno le había quedado gana de explorar el circo en aquellos momentos, tras la desagradable escena sostenida con Lou. Así, pues, en lugar de esto, enseñaron sus dos remolques al asombrado Nobby. El muchacho no había visto jamás tales comodidades.

—¡Por todos los rayos! Parecen palacios —repetía—. Pero, ¿es verdad que sale agua de esos grifos? ¿Me dejáis abrirlos? En mi vida he tocado un grifo.

Los abrió y cerró una docena de veces, lanzando exclamaciones de asombro al ver correr el agua. Palpó las colchonetas para comprobar su blandura, admiró la suavidad de las alegres alfombrillas y la brillante cacharrería. Desde luego, se comportaba como un invitado encantador y a los niños les agradaba cada vez más. Pronto se encariñaron con Ladridos y Gruñón, ya que ambos eran obedientes, alegres y bien adiestrados.

Pongo, como es lógico, también quiso abrir y cerrar los grifos. Deshizo las camas para curiosear lo que había debajo. Luego cogió la tetera y, aplicando sus gruesos labios al pitorro, se bebió toda el agua del modo más ruidoso posible.

—Pero, ¿qué modales son ésos, Pongo? —preguntó Nobby aterrado, arrebatándole la tetera.

Ana se mostraba entusiasmada. Le encantaba el chimpancé, quien, a su vez, parecía haberle tomado un gran cariño. La seguía a todas partes y le rascaba con suavidad la cabeza, emitiendo toda clase de gruñidos cariñosos.

—Nobby, ¿te gustaría quedarte a tomar el té con nosotros? —preguntó Julián, consultando su reloj—. Ya es casi la hora.

—¡Recórcholis!… Nosotros no solemos tomarlo —contestó éste—. Sí, me gustaría mucho. ¿No os molestaré si me quedo? No soy muy…, educado… y estoy un poco sucio, pero… sois tan amables…

—Nos encantará que te quedes —concluyó Ana con entusiasmo—. Cortaré pan, y lo untaré con mantequilla y haremos sándwiches. Nobby, ¿te gustan los sándwiches de carne asada?

—¡Caramba! A cualquiera no —contestó el muchacho—. A Pongo le chiflan. No dejes que se te acerque o se zampará la ración de todos.

Fue una reunión agradable y divertida. Se sentaron afuera, entre los matorrales, a la sombra de los remolques. Gruñón y Ladridos se colocaron junto a Tim. Pongo, al lado de Ana, recibía de ésta pedacitos de sándwich, que cogía con toda delicadeza. Nobby disfrutó como nadie, comiendo más que todos los demás juntos y hablando sin parar con la boca llena.

Hizo reír a los chiquillos imitando algunos de los chistes de su tío Dan y dando volteretas alrededor de los carromatos, mientras esperaba a que Ana preparase más provisiones. Se puso en equilibrio apoyando la cabeza en el suelo y en aquella posición se comió un sándwich con toda solemnidad, ante el asombro de Tim, que daba vueltas y más vueltas oliscándole el rostro, como si dijese: «¡Qué raro! ¡No tiene patas! Algo funciona mal aquí».

Al cabo de un rato se sintieron incapaces de pasar un bocado más. Nobby se levantó para marcharse, preguntándose, de pronto, si no habría permanecido allí demasiado tiempo.

—Lo estaba pasando tan bárbaro que se me olvidó la hora —expresó con súbita cortedad—. Seguro que me he quedado demasiado rato. Y sois tan educados que no me habéis dicho que me largara. ¡Recórcholis! ¡Vaya una merienda! Un montón de gracias, señorita, por todos esos bocadillos tan riquísimos. Ya sé que se me nota que no soy tan educado como vosotros, pero os agradezco de verdad este rato tan bueno.

—Pues claro que eres educado —rechazó Ana, cariñosa—. Has sido un invitado magnífico. Vuelve otro día, ¿eh?

—Bueno, gracias. Pues, claro, ¡volveré! —repuso el muchacho, olvidando su reciente timidez y radiante de alegría—. ¿Dónde está Pongo? ¡El muy…! ¿Pues no ha cogido uno de vuestros pañuelos y se está sonando?

Ana emito un chillido y luego se echó a reír.

—Bueno, que se lo guarde. Ya está viejo.

—¿Os quedaréis aquí mucho tiempo? —preguntó Nobby.

—Pues aquí exactamente, no —le contestó Julián—. Hemos pensado subir un poco más por la colina. Arriba hará más fresco. Sin embargo, podríamos pasar aquí esta noche. Habíamos decidido iniciar la ascensión esta tarde, pero lo mismo podemos hacerlo mañana por la mañana. Así, a lo mejor, mañana podríamos visitar vuestro campamento.

—No, tendremos que esperar a que no esté Lou —dijo Nobby—. Cuando le ha dicho una vez a alguien que se largue, no acostumbra andarse con bromas. Pero si sale, no habrá pegas. Yo vendré a buscaros.

—Muy bien —contestó Julián—. No es que tenga miedo de Lou ni de nadie, pero no quiero ponerte a ti en ningún compromiso, ¿comprendes? Si mañana por la mañana no podemos visitar vuestro campamento, seguiremos viaje hacia las colinas. De cualquier modo, siempre cabe la posibilidad de que nos hagas señales cuando Lou se vaya. Así podremos bajar a cualquier hora. Y tú, siempre que quieras, sube a vernos.

—Y tráete a Pongo —añadió Ana.

—¡Seguro! —repuso Nobby—. Hasta luego.

Se marchó con los perrillos pegados a los talones y llevando a Pongo asido con fuerza por la mano. El animal no quería irse en modo alguno y tiraba hacia atrás como un chiquillo travieso.

—Me gustan Nobby y Pongo —comentó Ana—. ¿Qué diría mamá si supiese que hemos hecho amistad con un chimpancé? Seguro que le daba un ataque.

El rostro de Julián se ensombreció por un momento. Le asaltaban ciertas dudas acerca de si habría hecho bien en seguir los pasos de aquel circo, permitiendo a Ana y a los otros entablar relación con personas tan extrañas y animales más extraños todavía, ¡pero Nobby era tan agradable! Estaba seguro de que a su madre le habría gustado. Además, procurarían mantenerse apartados de «Tigre Dan» y Lou.

—¿Tendremos bastante comida para cenar ahora y desayunarnos mañana? —preguntó a Ana—. Porque me da la sensación de que por aquí no hay ninguna granja. Nobby me dijo que hay una por ahí arriba, donde ellos compran algunas cosas, cuando no lo hacen en el pueblo. Por lo visto, todos los días se encarga alguien de ir al mercado.

—Iré a ver lo que queda en la despensa, Julián —replicó su hermana levantándose. Sabía muy bien lo que quedaba en la despensa, pero el hecho de ir a comprobarlo le hacía sentirse mayor e importante. Le resultaba muy agradable aquel pensamiento, ya que, muy a menudo, al lado de los demás, se sentía insignificante y boba.

—Tengo huevos, tomates, carne asada, mucho pan, el bollo que compramos hoy y una libra de mantequilla —les dijo en voz alta.

—Entonces, es bastante. No tenemos por qué molestarnos en ir hoy a la granja.

Al caer la noche, y por primera vez desde su partida, el cielo se había cubierto de nubes. La luna quedaba oculta por ellas y no se veía ni una estrella. La noche era tan negra como la brea y Julián, al asomarse a la ventana antes de subir a su litera, no alcanzó a ver ni aun la tenue claridad de las aguas del lago. Se metió en la cama y se cubrió con la ropa hasta las orejas.

En el otro remolque, las dos niñas estaban ya dormidas. Tim, como de costumbre, reposaba sobre los pies de Jorge. Ésta lo había rechazado un par de veces, hasta que la invadió el sueño. Después, el animal, ya sin impedimento, se había tumbado pesadamente sobre los tobillos de la niña, apoyando la cabeza entre las patas. De repente, enderezó las orejas, levantó la cabeza con precaución y emitió un leve gruñido. Había oído algo anormal. Se sentó muy rígido, escuchando. Distinguió pisadas, procedentes de dos direcciones distintas, luego algunas voces, voces confusas, disimuladas. El animal gruñó de nuevo, esta vez más fuerte. Jorge se despertó y lo agarró por el collar.

—¿Qué pasa? —musitó. Al ver la actitud de Tim, prestó atención y percibió también las voces. En silencio, se deslizó de la litera y se asomó a la entornada puerta del remolque. La oscuridad era tan intensa que no logró distinguir nada.

—No hagas ruido, Tim —susurró.

El perro comprendió la orden y no volvió a gruñir, pero, bajo la mano de su ama, se erizaron todos los pelos de su lomo.

Los sonidos no parecían proceder de muy lejos. Dos personas debían de encontrarse hablando allí al lado —pensó Jorge—. Oyó el rascar de una cerilla y, a su luz, vio a dos hombres que encendían al mismo tiempo un cigarrillo. Los reconoció al instante: eran tío Dan y Lou, el acróbata.

¿Qué estarían haciendo allí? ¿Sería aquél su punto de reunión o habrían ido a robar algo de los remolques? Jorge deseaba avisar a Dick y a Julián, mas no se determinaba a salir del carromato, por temor a que los intrusos la descubriesen.

Al principio no alcanzaba a entender nada de la conversación de los dos hombres. Estaban discutiendo algo con mucho apasionamiento. Al fin, uno de ellos levantó la voz:

—Bueno, entonces de acuerdo.

Volvieron a oírse los pasos, que esta vez se acercaban al carromato. Los hombres se toparon con él. Lanzando una exclamación de sorpresa y dolor, comenzaron a palpar la pared, tratando de descubrir contra qué clase de obstáculo habían tropezado.

—¡Ah! ¡Los carromatos de esos señoritingos! —oyó Jorge que decía Lou—. ¡Todavía están aquí! Y eso que ya les ordené a esos mocosos que se largaran.

—¿Qué mocosos? —preguntó tío Dan, sorprendido. Evidentemente había regresado ya de noche y no se había enterado de la llegada de los muchachos.

—Unos críos que conoce Nobby —repuso Lou en tono agrio.

Empezó a golpear con fuerza la pared de la vivienda. Ana despertó sobresaltada. Jorge, sobrecogida, no pudo evitar dar un brinco pese a hallarse prevenida. Tim rompió a ladrar furiosamente, obligando a Dick y Julián a salir de su sueño. El mayor de los chicos encendió su linterna y se asomó a la puerta. Su luz iluminó a los dos hombres que estaban al pie del carromato de las niñas.

—¿Qué hacen ustedes aquí a estas horas? —preguntó Julián—. ¿A qué clase de oficio se dedican? ¡Váyanse!

Sus palabras, sin embargo, resultaron las menos oportunas que podían haber sido dirigidas a dos hombres tan iracundos y mal encarados como Lou y «Tigre Dan», quienes, por otra parte, parecían tener el pleno convencimiento de que todo el territorio cercano les pertenecía al circo y a ellos.

—¿Con quién te crees que estás hablando? —gritó furioso Dan—. ¡Vosotros sois los que tenéis que largaros! ¿Comprendido?

—¿No os dije esta tarde que ahuecarais el ala? —chilló Lou fuera de sí—. ¡Haced lo que os digo, bribones, o suelto a mis perros tras de vosotros!

Ana empezó a llorar, mientras Jorge temblaba de rabia y Tim gruñía sin cesar. Entre tanto, Julián habló con calma, aunque con expresión resuelta.

—Nos iremos por la mañana, como ya le dijimos. Si lo que usted sugiere es que nos vayamos ahora mismo, más vale que lo piense dos veces. Este terreno no les pertenece y tenemos el mismo derecho que ustedes a acampar en él. Y ahora váyanse y no nos molesten más.

—¡Esta correa te enseñará a no ser tan gallito! —dijo Lou, empezando a desabrocharse el cinturón de cuero que sujetaba sus pantalones.

Jorge soltó el collar del perro.

—¡A por ellos, Tim! —le azuzó—. No los muerdas, pero dales una pequeña lección.

Tim saltó al suelo y, con un alegre ladrido, se abalanzó sobre los dos hombres. Sabía lo que su ama deseaba de él y, aunque ansiaba hincarles el diente a aquellos bandidos, se contuvo. Sin embargo, lo fingió de tal modo y con tan fieros ladridos que los hombres retrocedieron francamente aterrados. Lou trató de propinarle una patada, pero el perro, no acostumbrado a soportar semejante trato, se lanzó sobre él y le rasgó el pantalón desde la rodilla al borde.

—¡Aléjate, Lou! —gritó Dan—. Ese perro está rabioso, ¡ten cuidado o te saltará al cuello! ¡Llamadlo, chicos, ya nos vamos! Acordaos de salir de aquí mañana por la mañana o ya veréis lo que es bueno. Ya nos las pagaréis.

Viendo que los dos hombres aparentaban verdadera intención de marchar, Jorge llamó al perro de un silbido.

—¡Tim, Tim, ven aquí! Quédate de guardia hasta que se hayan ido de verdad. Y si vuelven, ¡atácalos!

Mas los dos hombres desaparecieron en seguida. Por nada del mundo volverían a enfrentarse con aquella fiera, cuando menos por el momento.