Capítulo 3
Por fin amaneció el gran día en que los remolques debían hacer su aparición. Los chiquillos permanecieron a la espera al final del sendero durante horas y más horas. Su madre se las había arreglado para pedírselos prestados a unos viejos amigos suyos y los muchachos habían prometido con toda solemnidad tratarlos con infinito cuidado y no estropear nada.
Ahora aguardaban ansiosos a que llegaran, sin moverse de su posición.
—Los traerán con coches —explicaba Julián—, pero también sirven para ser arrastrados por caballos. ¿Cómo serán? ¿De qué color estarán pintados?
—Oye, ¿crees que se parecerán a las carretas de gitanos, de ruedas altas? —preguntó Ana. Julián denegó con la cabeza.
—No, mamá dice que son modernos, aero… aerodinámicos, o algo así. No son muy grandes, porque un caballo no puede arrastrar un remolque demasiado pesado.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Ya los veo! —gritó de súbito Jorge, haciéndoles ponerse en pie de un salto—. Mirad, ¿no son aquellos que se mueven allá abajo, en la carretera?
Todos esforzaron los ojos en la dirección señalada, mas ninguno poseía una vista tan aguda como Jorge y todo lo que alcanzaron a ver fue un borrón, un punto que se acercaba a lo lejos. Sin embargo, Jorge distinguía dos carricoches, que avanzaban uno tras otro.
—Jorge tiene razón —dijo al fin Julián entornando los ojos—. Son nuestros remolques. Van tirados por dos coches.
—Uno es rojo y otro verde —exclamó Ana—. ¡Pido el rojo para nosotros! ¡Dios mío, que se den prisa! —añadió impaciente.
¡Por fin estaban llegando! Los chiquillos corrieron a su encuentro. Eran realmente muy bonitos, modernos y «aerodinámicos», como había dicho Julián, bien construidos y cómodos.
—¡Casi arrastran! —dijo Ana—. ¡Mirad qué justitas van las ruedas! ¡A mí me gusta el rojo! ¡Yo pido el rojo!
Cada uno de los remolques disponía de una pequeña chimenea, ventanas apaisadas a los lados y otra más pequeña sobre el pescante. Tenían una amplia puerta detrás, con escalerilla. Unas bonitas cortinas de alegres colores asomaban por las ventanas.
—¡El remolque rojo tiene cortinas rojas y el verde las tiene verdes! —exclamó Ana—. ¡Quiero verlos por dentro!
Se colgó en la escalera de uno de ellos, pero la puerta estaba cerrada y tuvo que contentarse con correr junto a los otros por el sendero, tras los carromatos, gritando a voz en cuello:
—¡Mamá, mamá! ¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado los remolques!
Su madre bajó corriendo a verlos. En seguida pidió las llaves y les abrió las puertas. Los chicos penetraron al interior y, al poco tiempo, comenzaron a oírse gritos de entusiasmo.
—Las literas están a un lado. ¿Dormiremos aquí? ¡Qué maravilla!
—¡Mira, tiene una pileta para fregar! ¡Y sale agua de los grifos! ¡Qué formidable!
—Hay una cocina para guisar, aunque me gustaría más que empleásemos una hoguera. ¡Oye! ¡Mira qué sartenes más brillantes! Y ahí hay tazas y platos colgados.
—Por dentro es como una casa de verdad en pequeño, pero es tan bonita que parece grande. Madre, ¿verdad que es un plan estupendo? ¿A que te gustaría venir con nosotros?
—¡Eh, niñas! ¿Habéis visto de dónde sale el agua? De ese tanque del tejado. Recoge la lluvia. Y este chisme sirve para calentarla. ¿No os parece soberbio?
Los niños se pasaron horas examinando los carromatos y descubriendo todos sus secretos. Realmente estaban bien acondicionados, resplandecientes de limpieza y muy espaciosos.
Jorge se sentía incapaz de esperar ni un minuto más. Había que enganchar a Dobby y salir al momento.
—No seas tonta, tenemos que esperar —le dijo Julián—. Sabes de sobra que nos hace falta otro caballo y no llega hasta mañana.
El otro caballo era un ejemplar negro, pequeño, pero robusto, llamado Trotón. Pertenecía al lechero, quien lo alquilaba a menudo. Un animal tranquilo, muy conocido de los chiquillos, que lo adoraban.
Todos ellos habían aprendido equitación en sus respectivos colegios y sabían cómo cuidar a un caballo, de manera que no debían temerse dificultades con respecto a Dobby y a Trotón.
También la madre dejos niños aparecía excitada y contemplaba los remolques con interés.
—Si no tuviese que ir con papá, me entrarían tentaciones de acompañaros —dijo—. No pongas esa cara de espanto, nena. Ya sabes que no hablo en serio.
—¡Vaya una suerte que hemos tenido! ¡Mira que haber conseguido unas carretas tan buenas! —exclamó Julián—. Madre, ¿no sería mejor que preparásemos ahora el equipaje para poder salir por la mañana, ya que tenemos los remolques?
—No es necesario que hagáis el equipaje —contestó su madre—. Basta con que trasladéis vuestras cosas directamente a los armarios y cajones. No os hará falta más que algo de ropa, libros y unos cuantos juegos para los días de lluvia.
—No necesitamos ninguna ropa más que los pijamas, ¿no? —preguntó Jorge, quien, por su gusto, pasaría toda su vida en shorts y jersey de la mañana a la noche.
—De ninguna manera. Tenéis que llevaros un montón de jerseys, otros tantos shorts cada uno por si os mojáis, los impermeables, los trajes de baño y los albornoces, toallas, zapatos, pijamas y unas camisas limpias —contestó mamá. Todos refunfuñaron.
—¡Qué espanto! ¡Vaya un montón de cosas! —dijo Dick—. No habrá sitio para todo eso.
—Claro que lo habrá. Si os empeñáis en llevar poca ropa y algún día os mojáis, no tendréis con qué mudaros y cogeréis unos buenos catarros, que os impedirán disfrutar de una ocasión tan magnífica como ésta. Entonces sentiríais no haberme hecho caso.
—Bueno, de acuerdo, llevaremos lo que quieras —suspiró Dick—. Una vez que mamá se dispara hablando de los catarros, no se sabe por dónde terminará, ¿verdad, madre?
—Eres un caradura —repuso su madre sonriendo—. Bueno, id recogiendo vuestras cosas y yo os ayudaré a ponerlas en los cajones y armarios. ¿Verdad que da gusto lo bien aprovechadas que están las paredes de los remolques? Hay sitio para todo y, sin embargo, los armarios ni se notan.
—Yo cuidaré de que todo esté bien limpio —dijo Ana—. Ya sabes, mamá, que a mí me encanta jugar a ama de casa. Pero esta vez lo seré de verdad. Voy a tener dos casas a mi disposición para cuidarlas yo sola.
—¿Tú sola? —preguntó extrañada su madre—. Bueno, supongo que los chicos te echarán una mano de cuando en cuando, por no hablar de Jorge.
—¿Los chicos? ¡Bah! No saben ni lavar un plato como es debido, y a Jorge no le gustan las labores de casa. Si yo no hago las camas y lavo los cacharros, estoy segura de que se pasarán los días sin que nadie lo haga.
—Bueno, por lo menos hay una persona sensata entre vosotros —comentó su madre—. Pero, no te apures, ya verás como después todos te ayudan. Ahora vete a recoger tus cosas. Para empezar, trae los impermeables.
Resultaba divertido trasladar el equipaje a los carromatos y distribuirlo en los lugares adecuados. Había estanterías con cabida para unos cuantos libros y juegos, de modo que Julián colocó en ellos las cartas, la oca, el juego de los crucigramas, el dominó y otros pasatiempos, así como cuatro o cinco libros para cada uno. Trajo asimismo algunos mapas de la localidad, con objeto de poder decidir mejor adónde irían y cuáles serían las carreteras apropiadas. Su padre le había entregado un librito muy útil, una especie de guía en la que figuraban los nombres de las granjas que les permitirían acampar en sus terrenos por la noche.
—Siempre que sea posible, deberéis escoger un terreno donde haya un arroyo —les había dicho—, porque Dobby y Trotón necesitarán agua.
—Y acordaos de hervir hasta la última gota de agua que bebáis —añadió la madre—. No lo olvidéis, es muy importante. Comprad en las granjas toda la leche que podáis y recordad también que en la alacena lleváis mucha cerveza de jengibre.
—¡Qué emocionante! —exclamó Ana, atisbando para ver en qué alacena había puesto Julián las botellas de cerveza—. Me parece mentira que nos vayamos mañana.
Sin embargo era verdad. Al día siguiente colocarían sus arreos a Dobby y a Trotón y los engancharían a los remolques, «¡Qué nerviosos debían sentirse ellos también!», pensaba Ana.
Tim apenas lograba comprender aquella agitación, pero la compartía con entusiasmo. Su inquieta cola no cesaba de agitarse un momento. Examinó a su gusto los carromatos, de punta a cabo, hasta que encontró una alfombrilla cuyo olor le agradó y se tumbó encima. «Éste es mi rincón —parecía decir—. Si es que nos vamos en estas extrañas casas con ruedas, éste será mi rinconcillo».
—Oye, Jorge, tú y yo nos quedaremos con el remolque rojo, ¿no? —dijo Ana—. Los chicos, que se acomoden en el verde. A ellos no les importa el color, pero a mí me encanta el rojo. ¿Verdad que va a ser estupendo dormir en estas literas? Parecen comodísimas.
Por fin llegó el día siguiente y apareció por el camino el lechero, en compañía de Trotón, el robusto potrillo negro. Julián trajo a Dobby del prado. Ambos caballos se oliscaron y Dobby soltó un vigoroso ¡Hiiiii!, con caballar cortesía.
—Me da la sensación de que se van a llevar muy bien —exclamó Ana—. Mira cómo se besan. Trotón, tú llevarás mi remolque.
Los dos caballos aguardaron en calma a ser enjaezados. Dobby sacudió la cabeza una o dos veces, como si estuviese impaciente por arrancar, y pateó un poco.
—¡Ay, Dobby, a mí me pasa lo mismo que a ti! ¿Y a vosotros, chicos? —preguntó Ana.
—A mí también —respondió Dick, haciendo una mueca—. Acércate aquí, Dobby… Eso es… ¿Quién va a conducir, Julián? Por turno, ¿no?
—Yo llevaré nuestro remolque —decidió Jorge—. Ana sería un desastre para esto, aunque le permitiré que guíe un ratillo, de vez en cuando. Conducir es cosa de hombres.
—Bueno, pues tú no eres más que una chica, igual que yo —replicó Ana, indignada—. No eres ningún hombre, ni siquiera un chico.
Jorge se enfurruñó. Siempre deseó haber nacido varón e incluso pensaba sobre sí misma como si lo fuera. No le gustaba que le recordaran que sólo era una chica… Pero ni siquiera a Jorge le podía durar el enfado mucho tiempo en una mañana tan agitada como aquélla. Al poco rato, ya estaba brincando alrededor de los remolques, riéndose y gritando igual que los otros.
—¿Estamos listos? ¿Podemos ya salir? ¿Seguro?
—¡Sí! ¡Vamos!… ¡Julián!… Al muy idiota se le ocurre meterse en casa justo en el momento en que vamos a marchar.
—Ha ido a recoger los pasteles que nos ha preparado la cocinera esta mañana. Tenemos montones de comida en la despensa. Me entra hambre sólo de pensarlo.
—Aquí está Julián. ¡Vamos, pelma! ¡Adiós, madre!… Te mandaremos una tarjeta todos los días, ¡prometido!
Julián trepó al pescante del carromato verde, hizo chascar la lengua entre los dientes y gritó:
—¡Arre, Dobby! ¡Ya nos vamos!… ¡Adiós, madre!
Dick se sentó a su lado gesticulando de alegría. El remolque inició el descenso por el sendero. Jorge tiró de las riendas de Trotón y el potrillo siguió a la carreta que iba delante. Ana, sentada junto a su prima, agitaba las manos, gozosa.
—¡Adiós, mamá! Por fin empezamos nuestra aventura. ¡Hurra!… ¡Hurra!… ¡Hurra!…