Capítulo XVIII

EL ARDID DE JORGE

La niña permaneció despierta en la oscuridad, oyendo a su lado la pausada respiración de Ana y esperando que el Husmeador volviera con Tim. Ansiaba verlo y se preguntaba, inquieta, si la herida de la cabeza sería muy profunda.

De pronto, se le ocurrió una idea. ¡Enviaría a Tim al picadero con una nota! El perro era muy listo, y comprendería inmediatamente lo que tenía que hacer si le ataban un papel en el collar. En seguida saldrían a salvarlas. El perro encontraría fácilmente el camino de la colina, ya que había estado en ella.

Ya volvía el Husmeador. ¿Llegaría Tim con él? La niña oía el inconfundible ruido que hacía el gitanillo con la nariz, pero no al perro. Esto la desalentó.

El Husmeador entró en aquella especie de cárcel sigilosamente.

—No me he atrevido a traer a Tim —dijo—. Mi padre lo tiene atado tan cerca de él, que he temido despertarlo. Pero traigo el cuchillo.

—Gracias, Husmeador —dijo Jorge, tomando el cuchillo y guardándoselo—. Escucha: voy a hacer una cosa muy importante, y tú me tienes que ayudar.

—Tengo miedo —dijo el muchacho—; tengo mucho miedo.

—Piensa en la bicicleta —le recordó Jorge—, una bicicleta roja y de manillar plateado.

El Husmeador pensó en la bicicleta y exclamó:

—Muy bien. ¿Qué he de hacer?

—Voy a escribir una carta —dijo Jorge, sacando del bolsillo un cuaderno de notas y un lápiz—. Tú se la atarás a Tim en el collar y lo soltarás. Entonces Tim saldrá como un rayo hacia el picadero, y allí leerán la carta y vendrán a buscarnos en seguida… Y tú tendrás la bicicleta más bonita del mundo.

—Y una casa —dijo inmediatamente el Husmeador—. Así podré ir en bicicleta al colegio.

—Bien —aprobó Jorge, esperando que de un modo u otro podrían proporcionarle la casa también—. Espera un momento.

Empezó a escribir la nota, pero en seguida se detuvo, al oír que alguien tosía en el corredor.

—Es mi padre —dijo el Husmeador, asustado—. Óyeme: si te cortas las cuerdas, ¿podrás encontrar el camino para salir de aquí? Es difícil: hay muchas vueltas, revueltas y cruces.

—No sé… Me parece que no —dijo Jorge, sobrecogida.

—Dejaré patrins —prometió el Husmeador—. Búscalos. Ahora me esconderé en la cueva de al lado y esperaré hasta que no oiga hablar a mi padre. Entonces volveré con Tim.

Salió de la cámara y un segundo después la luz de una linterna se proyectó sobre Jorge, que vio ante ella al padre del Husmeador. El semblante del gitano era sombrío y duro.

—¿Has visto al Husmeador? —preguntó—. Me he despertado y en seguida he notado su desaparición. Si lo encuentro aquí, le daré una paliza que no podrá olvidar.

—¿El Husmeador? Aquí no ha venido para nada —dijo Jorge—. Mire por todos los rincones si quiere, y verá como no está.

El gitano vio entonces el cuaderno de notas y el lápiz que la niña tenía en la mano.

—¿Qué estás escribiendo? —exclamó, quitándole el cuaderno de las manos—. Conque pidiendo auxilio, ¿eh? Me vas a decir cómo pensabas mandar esta carta. ¿Acaso tenía que llevarla el Husmeador.

—No —respondió sinceramente Jorge.

El gitano frunció el entrecejo y volvió a leer la nota que tenía en la mano.

—Mira. Lo que vas a hacer es escribir otra nota a… a esos chicos. Te diré lo que has de poner.

—¡No espere que lo haga! —exclamó Jorge.

—Lo harás —afirmó el gitano—. No pienso hacerles ningún daño; lo único que quiero de ellos es que me digan dónde han escondido los paquetes. Supongo que desearás volver a ver a tu perro, ¿no?

—Sí —dijo Jorge con voz entrecortada.

—Pues te aseguro que si no me obedeces, no lo verás nunca más. Anda, escribe lo que te voy a dictar.

La niña preparó el lápiz.

El gitano frunció las cejas e hizo un gran esfuerzo mental.

—Espere un momento —dijo Jorge—. ¿Cómo se las arreglará para enviar este papel a los chicos? No sabe dónde están, y no podrá encontrarlos hasta que se aclare la niebla.

El gitano se rascó la cabeza, pensativo.

—El único modo de enviarlo —dijo Jorge— es atarlo al collar de mi perro y luego ordenar a éste que los busque. Tráigamelo y verá como se lo hago comprender. Hace todo lo que le digo.

—¿Estás segura de que llevará el papel a donde tú le ordenes? —le preguntó el gitano con la mirada brillante de satisfacción—. Bueno, te voy a dictar. Escribe esto:

«Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio en que estamos y nos podréis salvar».

—Luego firma con tu nombre.

—Mi nombre es Jorgina —dijo la niña con firmeza—. Vaya por mi perro mientras escribo la nota.

El gitano dio media vuelta y se dispuso a salir de la cueva. Jorge lo miró con un brillo de alegría en los ojos. Aquel hombre se proponía tender una celada a Julián y a Dick. Su plan era capturarlos y sonsacarles con amenazas dónde estaban los paquetes.

«Pero seré yo quien le haré una jugarreta a él —se dijo Jorge—. Diré a Tim que lleve la nota a Enrique. Ella sospechará algo, se lo dirá al capitán Johnson, el capitán seguirá a Tim hasta aquí y les dará un gran susto a los gitanos. Además, supongo que al capitán se le ocurrirá avisar a la policía. Sí, seré yo quien tienda un lazo a este hombre».

El padre del Husmeador volvió al cabo de diez minutos con Tim, un Tim abatido y con un corte en la cabeza que necesitaba atentos cuidados. Puso sus patas sobre su ama, y ella lo abrazó derramando lágrimas sobre su tupido pelo.

—¿Te duele mucho? —le preguntó—. Apenas volvamos a casa, te llevaré al veterinario.

—Podrás volver tan pronto como encontremos a esos dos chicos y nos digan dónde han escondido los paquetes —dijo el gitano.

Tim lamía a Jorge sin descanso mientras agitaba la cola. No comprendía nada de lo que sucedía en torno de él. ¿Por qué estaba Jorge allí? Pero esto no importaba: el caso es que estaba de nuevo con ella. Se echó en el suelo y le puso la cabeza sobre las rodillas.

—Escribe la nota —dijo el gitano—, y átale el papel al collar de modo que pueda leerse fácilmente después de desatarlo.

—Ya la he escrito —dijo Jorge.

El gitano alargó su sucia mano y se apoderó del papel para leerlo.

Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio en que estamos y nos podréis salvar.

Jorgina.

—¿De veras es tu nombre Jorgina? —preguntó el gitano.

Jorge asintió. Era una de las pocas veces que firmaba con su nombre verdadero, de niña.

Ató firmemente el papel al collar de Tim en la parte superior del cuello, para que se viera bien; luego lo acarició y le dijo con vehemencia:

—¡Busca a Enrique, Tim! ¡A ENRIQUE! ¿Entiendes, querido Tim. ¡Lleva este papel a ENRIQUE!

El perro le escuchaba. Jorge dio unos golpecitos en el papel que Tim llevaba en el collar, y luego un empujoncito.

—Vete. No te entretengas. ¡Ve en busca de ENRIQUE!

—¿No sería conveniente que le dijeras también el nombre del otro chico? —preguntó el gitano.

—¡Oh, no! ¡No quiero que Tim se arme un lío! —repuso precipitadamente la niña—. ¡Enrique, Enrique, ENRIQUE!

—¡Guau! —contestó Tim. Y entonces su ama supo que la había comprendido.

—¡Vete! —insistió, dándole un ligero empujón—. ¡Hala, vete!

Tim le dirigió una mirada de reproche, como diciéndole: «¡Qué poco tiempo me has dejado estar contigo!». Y se alejó por el corredor, con el papel bien visible sobre el collar.

—Traeré aquí a los chicos apenas vuelvan con el perro —dijo el gitano, dando media vuelta y saliendo de la cámara subterránea.

Jorge se preguntó si el Husmeador estaría escondido aún cerca de allí y lo llamó. Pero no obtuvo respuesta. Sin duda, se había deslizado furtivamente por los pasadizos para regresar a su carromato.

Ana se despertó, sin recordar de momento dónde estaba. Jorge encendió de nuevo su linterna y le explicó lo sucedido.

—¡No sé por qué no me has despertado! —exclamó Ana—. ¡Uf, qué molestas son estas cuerdas!

—Tengo un cuchillo —le reveló Jorge—. Me lo ha traído el Husmeador. ¿Quieres que corte las cuerdas?

—Desde luego —repuso Ana—. Pero no intentemos escaparnos ahora. Aún es de noche, y si todavía hay niebla, nos perderíamos. Si viene alguien, le haremos creer que seguimos atadas.

Jorge cortó sus ligaduras y luego las de Ana, con el cuchillo, por cierto muy desgastado, del Husmeador. Sintieron un gran alivio al poder echarse después de permanecer un gran rato sentadas y con la molestia de los nudos que se les clavaban en la espalda.

—Acordémonos de atarnos si oímos que se acerca alguien —dijo Jorge—. Estaremos aquí hasta que se haga de día. Entonces veremos si se ha disipado ya la niebla, y en este caso nos marcharíamos.

Las dos quedaron dormidas sobre la arena, con la satisfacción de poder estar echadas. Nadie fue a molestarlas, y gozaron de un largo sueño, que bien necesitaban, pues estaban rendidas de cansancio.

¿Dónde estaban los chicos? Aún permanecían bajo el espeso ramaje del macizo de arbustos, durmiéndose y despertando a cada momento por efecto de la incomodidad y el frío. Tenían la esperanza de que las niñas hubieran podido regresar sanas y salvas al picadero.

«Seguramente, han regresado a la escuela de equitación, guiándose por los raíles —pensaba Julián, cada vez que se despertaba—. Ahora estarán ya libres de cuidados y peligros. Y Tim también. Afortunadamente, Tim estaba con ellas».

Pero Tim, como ya sabemos, no estaba con ellas, sino caminando solo a través del páramo cubierto de niebla. Le dolía la herida de la cabeza y se preguntaba por qué Jorge le habría enviado a Enrique. Al perro no le gustaba esta niña, y creía que a su ama tampoco. Sin embargo, Jorge le había ordenado claramente que fuera en su busca. Esto era muy extraño.

Pero Jorge le había dado una orden, y él la cumpliría por encima de todo, porque adoraba a su amita. Tim corría entre los brezos y toda clase de hierbas, sin preocuparse por seguir las vías. Ni siquiera había pensado en ello, pues sabía perfectamente por dónde tenía que ir.

Era todavía de noche. No tardaría en clarear, pero la niebla era tan densa, que el sol no podría atravesarla: permanecería oculto tras las espesas cortinas.

Tim llegó al picadero y se detuvo para recordar dónde estaba el dormitorio de Enrique. ¡Ah, sí; en el primer piso, junto al de Ana y Jorge.

Tim entró en la cocina, saltando por una ventana que dejaban abierta para el gato, y se dirigió al dormitorio de Enrique. Dio un empujón a la puerta y ésta se abrió.

Tim entró en la habitación y, colocando las patas delanteras sobre la cama de Enrique, le ladró al oído.

—¡Guau! ¡Guau!… ¡Guau! ¡Guau!