Capítulo XI
UN PLAN ESTUPENDO
Cuando se sentaron a cenar, los cinco contaron al capitán Johnson y a su esposa lo ocurrido aquella tarde.
—¿Así que el Husmeador os explicó lo de los mensajes? —preguntó la señora de Johnson—. Francamente, creo que ha sido una imprudencia vuestra visita al campamento gitano. Esa gente es mala y tiene muy mal genio.
—¿Conocen la historia de la familia Bartle? —preguntó Enrique, dispuesta a contarla…, añadiendo algunos detalles de su invención.
—No, pero podemos esperar a conocerla —repuso la esposa del capitán, sabiendo que Enrique dejaba su plato intacto cada vez que explicaba en la mesa alguna de sus imaginarias aventuras—. Ya nos lo contarás después de la cena.
—Esta vez no es una aventura de Enrique —dijo Jorge, molesta ante la posibilidad de que su rival volviera a asumir el papel de heroína y, además, se apropiara la narración del herrero—. Es una historia que nos contó el viejo Ben. Ju, cuéntala tú.
—Ahora nadie debe contar nada —dijo el capitán—. Habéis llegado tarde a la cena, hemos tenido que esperaros. Lo menos que podéis hacer es no perder más tiempo.
Los cinco niños pequeños que ocupaban la mesa vecina sufrieron una decepción. Esperaban escuchar uno de los maravillosos relatos de Enrique, pero esto no fue posible, porque el capitán Johnson estaba cansado y tenía el estómago vacío.
Apenas había dado unos bocados, Enrique volvió a su empeño.
—Ben es ya muy viejo y…
—¡Ni una palabra más, Enrique! —le ordenó secamente el capitán.
La muchacha enrojeció y Jorge hizo una mueca, mientras lanzaba su pie hacia Dick por debajo de la mesa. Desgraciadamente, el pie tropezó con la pierna de Enrique, que se quedó mirando a Jorge fijamente, sin decir palabra. Fue una mirada larga, penetrante…
«¡Dios mío! —pensó Ana—. ¡Precisamente hoy que hemos pasado un día tan agradable! ¡Sin duda, todos estamos cansados y de mal humor!».
—¿Se puede saber por qué me has dado un puntapié? —pregunto Enrique a Jorge con acento amenazador, apenas se levantaron de la mesa.
—¡Silencio! —les ordenó Julián—. Seguramente, el puntapié iba destinado a Dick o a mí.
Enrique enmudeció en el acto. No le gustaba que Julián la llamara al orden. Jorge, rebelándose también, se marchó al punto con Tim.
Dick bostezó.
—¿Tenemos que hacer algún trabajo? ¡Con tal que no sea lavar los platos! Creo que rompería más de uno.
La señora de Johnson lo oyó y se echó a reír.
—No, no hay que lavar los platos. Esta noche se encargará de eso la interina. Echad una mirada a los caballos y procurad que Jenny, la yegua, no esté al lado de Flash. Ya sabéis que le tiene ojeriza, sin motivo, y sería capaz de echarla del establo a coces. Han de estar siempre separadas.
—No se preocupe, señora Johnson —dijo Guillermo, apareciendo de pronto tan impasible y competente como siempre—. Ya me he encargado de eso. Y de todo. Creo que no queda nada por revisar.
—Eres el mejor mozo de cuadra que existe, Guillermo —dijo con una sonrisa la señora de Johnson—. ¡Me gustaría que te quedaras aquí para siempre!
—Estaba deseando que me lo dijera —respondió Guillermo, entusiasmado—. ¡Era lo que más deseaba en el mundo!
Y se alejó, radiante de alegría.
—En fin —dijo la señora de Johnson—, lo mejor que podéis hacer es iros a la cama, ya que Guillermo ha hecho todo el trabajo. ¿Tenéis pensado algún plan para mañana?
—Todavía no —respondió Julián, reprimiendo un bostezo—. Si no desea nada más, permítanos que nos vayamos a dormir.
—Bueno, ya veremos qué novedades nos trae mañana —dijo la señora de Johnson—. Buenas noches.
Los muchachos se despidieron de las tres niñas y se dirigieron a los establos.
—¡Ay! Nos hemos olvidado de desnudarnos, lavarnos, etcétera, etcétera —dijo Julián, medio dormido—. No sé qué nos pasa aquí. A las ocho y media ya se me cierran los ojos.
El día siguiente trajo bastantes cosas. En primer lugar, una carta para Enrique, que contrarió a la niña profundamente. Luego llegaron dos cartas para la señora Johnson que la inquietaron y la preocuparon, y un telegrama para el capitán Johnson que le produjo también gran impresión.
La carta recibida por Enriqueta era de dos tías suyas, que le anunciaban que pasarían aquel día y el siguiente en las cercanías del picadero y que irían a buscarla para que los pasara con ellas.
—¡Qué inoportunas! —exclamó Enrique, demostrando su ingratitud—. Mis tías Ana y Lucía podían haber escogido cualquier otra semana para venir a buscarme, y no precisamente ésta en que están aquí Julián y Dick y nos divertimos tanto. ¿Y si les dijera por teléfono que tengo mucho trabajo?
—¡Eso de ningún modo! —dijo la señora de Johnson, escandalizada—. Sería una falta de educación imperdonable, y tú lo sabes tan bien como yo. Estás pasando aquí las vacaciones de Pascua. Bien puedes sacrificar dos días. Además, me vendrá muy bien que estés fuera de aquí un par de días.
—¿Por qué? —preguntó Enriqueta, sorprendida—. No sabía que estorbaba.
—No es que estorbes. Es que esta mañana he recibido dos cartas anunciándome la llegada de cuatro niños a los que no esperaba. No tenían que llegar hasta que se marcharan a fines de semana tres de los que tenemos aquí. No es la primera vez que esto nos ocurre, pero es que no sé dónde instalarlos.
—Señora Johnson —dijo Ana—, si quiere, Julián y Dick se irán a casa. Usted no los esperaba, y ellos se presentaron aquí.
—Ya lo sé —dijo la señora de Johnson—. Pero estamos acostumbrados a estos conflictos. Además, me gusta tener aquí chicos mayores, porque nos ayudan. Dejadme pensar. Tal vez encuentre una solución.
En este momento entró precipitadamente el capitán Johnson.
—Me voy a la estación. Acabo de recibir un telegrama que me anuncia la llegada de aquellos dos caballos que esperaba hace dos días. Ahora no sabremos dónde meterlos.
—¡Dios mío, qué día! —exclamó la señora de Johnson—. ¿Cuántos seremos en la casa? ¿Y cuántos caballos habrá en los establos? No me es posible hacer cálculos. La cabeza me da vueltas.
Para Ana era una contrariedad no poder marcharse a casa con Jorge y los dos chicos. La señora de Johnson confiaba en que ellas dos se irían tres o cuatro días antes, y no sólo se habían quedado, sino que, además, habían llegado los chicos.
Ana corrió en busca de Julián. Seguramente él sabría lo que debían hacer. Lo encontró en compañía de Dick, llevando paja a los establos.
—Oye, Julián, quiero hablar contigo.
Julián dejó en el suelo la paja que transportaba y se volvió hacia Ana.
—¿Qué pasa? No me digas que Jorge y Enrique han tenido otra pelea, porque no te escucharé.
—No, no es eso; es un problema de la señora de Johnson. Van a llegar cuatro niños a los que no esperaba hasta que se marcharan otros. Está en un verdadero apuro. Quisiera hacer algo para ayudarla. Nosotros cuatro ya no deberíamos estar aquí esta semana.
—Es verdad —dijo Julián, sentándose en el haz de paja que había dejado en el suelo—. Pensemos algo para arreglarlo.
—La solución es fácil —dijo Dick—. Cargamos con nuestras tiendas y con la comida necesaria, nos vamos al páramo y allí acampamos. ¿Se os ocurre algo más divertido?
—¡Es una gran idea —exclamó Ana, con un brillo de entusiasmo en los ojos—, una idea maravillosa! En una palabra, formidable. La señora Johnson se verá libre de nosotros, y de Tim. Y pasaremos unos días estupendos, viviendo a nuestro modo.
—Mataremos dos pájaros de un tiro —dijo Julián—. Llevamos dos tiendas en nuestro equipaje. Son pequeñas pero nos servirán. Además, procuraremos que nos presten algunas lonas impermeabilizadas, que tenderemos sobre los brezos y nos serán utilísimas.
—¡Voy a explicárselo a Jorge —dijo Ana alegremente—. Vayámonos hoy, Julián. Así dejaremos sitio para los niños que están a punto de llegar. El capitán Johnson ha recibido dos caballos, y se alegrará cuando vuelva y vea que ya no dormiréis en las cuadras.
Ana corrió en busca de Jorge, que estaba ocupada en dar brillo a un arnés, trabajo que le gustaba mucho, y escuchó encantada lo que Ana le contó. Enrique estaba también allí, con cara triste, y su tristeza aumentó al oír a Ana.
—¡Qué lástima! —se lamentó—. Si mis tías no me hubieran llamado, habría podido ir con vosotros. ¿Por qué se les habrá ocurrido venir precisamente ahora? ¡Es desesperante!
Ni Ana ni Jorge opinaban como ella. Por el contrario, se alegraban secretamente al pensar que podrían irse los cinco solos (incluido Tim) como se habían ido tantas otras veces. Si las tías de Enriqueta no hubieran tenido la feliz idea de llamarla, se habrían visto obligadas a decirle que fuera con ellos.
Jorge no quiso demostrar su entusiasmo ante la idea de ir a acampar en el páramo. Tanto ella como Ana trataron de consolar a la pobre Enriqueta y luego fueron a hablar con la señora de Johnson sobre los preparativos del viaje.
—¡Dick ha tenido una idea magnífica! —exclamó la esposa del capitán, encantada—. Eso me resuelve una serie de problemas. Por otra parte, sé que vosotros estáis encantados de que se os haya presentado esta oportunidad. Verdaderamente, es una buena solución. Me hubiera gustado que la pobre Enrique os acompañase, pero no puede hacer un desaire a sus tías, que tanto la quieren.
—Claro que no las puede desairar —dijo Jorge muy seria y cambiando una mirada con Ana. Compadecían a Enrique, pero les gustaba salir sin ella alguna vez.
Todo el grupo empezó a desplegar gran actividad. Dick y Julián deshicieron sus paquetes para saber con exactitud lo que llevaban en ellos. La señora de Johnson les proporcionó lonas impermeabilizadas y alfombras viejas. Era única para encontrar cosas de este tipo.
Guillermo hubiera querido ir con ellos y ayudarles a llevar las cosas, pero nadie deseaba su ayuda. El único deseo del grupo era marcharse, irse los cinco solos, por su cuenta y riesgo. A Tim se le había contagiado la excitación general. Se pasó la mañana moviendo la cola.
—Creo que ya lleváis bastante carga —dijo la señora de Johnson—. Es una suerte que haga tan buen tiempo; de lo contrario, habríais tenido que llevaros también hamacas. Un consejo: no os internéis demasiado en el páramo. Así podréis volver fácilmente si se os ha olvidado algo o si necesitáis comida.
Al fin, todo estuvo listo. Entonces los excursionistas fueron a despedirse de Enrique. La niña los miró tristemente. Llevaba un elegante traje de chaqueta y un sombrerito blanco y azul marino. Parecía otra. Estaba visiblemente apenada.
—¿A qué parte del páramo vais? —preguntó—. ¿Hacia el ferrocarril?
—Sí —repuso Julián—. Queremos saber hasta dónde llega. Es un camino recto y fácil de seguir. Si no nos alejamos de los raíles, no podemos perdernos.
—Que te diviertas, Enrique —dijo Jorge haciendo una mueca—. ¿Tus tías te llaman Enriqueta?
—Sí —respondió la pobre niña, poniéndose los guantes—. Bueno, adiós. Y que volváis pronto. Gracias a Dios, todos tenéis tan buen apetito, que habréis de volver en busca de comida pasado mañana.
Todos dijeron adiós a Enriqueta alegremente y se alejaron. Tim iba pisándoles los talones. Su intención era internarse en el páramo hasta encontrar los raíles del pequeño ferrocarril.
—¡Ya estamos en marcha! —exclamó Jorge en una explosión de alegría—. ¡Y libres de esa charlatana de Enriqueta!
—A mí me parece una buena chica —dijo Dick—. Pero eso no impide que me parezca estupendo ir solos nosotros, los famosos cinco…