Capítulo IV

UNA CAMA EN LAS CABALLERIZAS

Aquella noche los chicos durmieron en una de las cuadras. El capitán Johnson les dijo que podían utilizar colchones o simplemente dormir en mantas extendidas sobre la paja.

—Preferimos lo último —decidió Julián—. Es una cama la mar de cómoda.

—¡Ah, si Ana y yo pudiéramos dormir también en las caballerizas! —exclamó Jorge—. No lo hemos hecho nunca. ¿Nos lo permite, capitán Johnson?

—No. Vosotras tenéis las camas que habéis pagado —repuso el capitán—. Además, las chicas no pueden dormir en las cuadras, ni siquiera las chicas que quieren parecer chicos.

—Yo he dormido más de una vez en una cuadra —dijo Enriqueta—. En mi casa, cuando tenemos demasiados invitados, siempre duermo en la paja.

—¡Qué desgracia para los caballos! —comentó Jorge.

—¿Por qué? —preguntó Enrique.

—Porque no los debes de dejar dormir con tus ronquidos.

Enriqueta se fue, lanzando un gruñido. Era verdad que roncaba, y le sabía mal, pero no podía remediarlo.

—¡No te preocupes! —le gritó Jorge—. Tus ronquidos son preciosos, Enriqueta, muy varoniles.

—¡Calla! —dijo Dick, molesto por las impertinencias de Jorgina.

—No me digas a mí que me calle —protestó Jorge—. Díselo a Enriqueta.

—¡No seas estúpida! —le dijo Julián, lo que hirió profundamente a Jorge, que salió de la habitación con un gruñido muy semejante al lanzado hacía un momento por Enriqueta.

—¡Oh! —exclamó Ana—. Siempre están así. Primero Enrique y luego Jorge; después Jorge y en seguida Enrique. ¡Qué par de tontas!

Fue a ver dónde tenían que dormir los chicos. Era un pequeño establo ocupado únicamente por el caballito de los gitanos, que en aquel momento dormía plácidamente, con la pata vendada extendida en el suelo. Ana lo acarició. Era muy feo, pero tenía unos bellos y dulces ojos castaños.

Los chicos llevaron al establo montones de paja, y mantas y alfombras viejas. Ana calificó todo aquello de estupendo.

—Podréis lavaros y arreglaros en la casa —dijo a los muchachos—. Aquí sólo vendréis a dormir. ¿Verdad que huele bien? No hay más que paja, heno y el caballo. Me parece que este caballito no os molestará. Tal vez esté algo inquieto si le duele la pata.

—¡Esta noche nada nos molestará! —dijo Julián—. Después de la vida de campamento, al aire libre, azotados por el viento en las montañas y otras molestias parecidas, estoy seguro de que dormiremos como lirones. Creo que voy a pasarlo muy bien aquí, Ana. Es un lugar apacible y delicioso.

Jorge asomó la cabeza por la puerta.

—Si queréis, os traeré a Tim —dijo, deseosa de hacer olvidar su arranque de ira.

—No, Jorge, gracias. No me seduce tener al viejo Tim paseándose sobre mí toda la noche, con el propósito de encontrar la parte más blanda de mi cuerpo para echarse a dormir en ella —dijo Julián—. Míralo. Está enseñándome a hacer una buena madriguera para dormir. ¡Hala, Tim! ¡Fuera de mi paja!

Tim se había subido al lecho de paja y daba vueltas sobre sí mismo, a fin de abrirse un hueco para dormir. Se detuvo y miró a los chicos con la boca abierta y la lengua colgando por un lado.

—Se está riendo —dijo Ana.

Y parecía reírse de ellos. Ana le abrazó y Tim, después de lamerla una y otra vez, continuó su trabajo.

En este momento llegó alguien, silbando fuertemente, y asomó la cabeza por la puerta.

—Os traigo dos almohadas viejas. La señora Johnson dice que dormiréis mejor si tenéis algo para apoyar la cabeza.

—Muchas gracias, Enrique —dijo Julián, tomando las almohadas.

—Eres muy amable, Enriqueta —dijo Jorge.

—Lo he hecho con mucho gusto, Jorgina —respondió Enrique.

Los dos chicos se echaron a reír. Afortunadamente, la campana sonó en aquel momento, anunciando la cena, y todos se dirigieron al punto a la casa. En el picadero se tenía siempre buen apetito.

Por la noche las chicas cambiaban mucho de aspecto, pues tenían que quitarse los sucios pantalones de montar y ponerse vestidos limpios. Ana, Enrique y Jorge corrieron a cambiarse la ropa antes de que la señora de Johnson tocara la campana por segunda vez. Siempre esperaba diez minutos, en atención a que algún chico podía no haber terminado aún su trabajo en el picadero, pero cuando sonaba por segunda vez la campana, todo el mundo tenía que estar en la mesa.

Jorge estaba bonita. Su cabello rizado armonizaba a la perfección con una falda y una blusa, pero a Enrique no la favorecía su vestido de volantes.

—¡Parece un chico disfrazado! —le dijo Ana, lo cual halagó a Enrique, pero molestó a Jorge.

Durante la cena la conversación versó principalmente sobre las prodigiosas hazañas que Enrique había realizado en su vida. Tenía tres hermanos, y hacía todo cuanto hacían ellos, e incluso mucho mejor, según afirmaba Enriqueta.

Habían conducido su barco hasta Noruega y habían ido a caballo de Londres a York.

—¿No iba con vosotros Dick Turpin —preguntó Jorge con sorna— montando su caballo Black Bess? Supongo que lo dejaríais muy atrás.

Enrique fingió no haberla oído y siguió contando las proezas de su familia. Había atravesado a nado profundos ríos, había subido a las nevadas cimas de las más altas montañas… ¡Cielo santo, no había ni una sola cosa que ella no hubiera hecho!

—¡Lástima que no hayas sido chico, Enrique! —dijo la señora de Johnson, que era exactamente lo que Enrique deseaba que dijeran.

—Cuando nos hayas contado cómo subiste, antes que nadie, al Everest, tal vez hayas dado fin a tu primer plato —le dijo el capitán Johnson, harto de tanta charlatanería.

Jorge se desternillaba de risa, no porque la frase le hubiera parecido graciosa, sino porque no desaprovechaba ninguna ocasión de reírse de Enriqueta. Ésta se acabó a toda prisa lo que le quedaba en el plato. Le encantaba dejar a todo el mundo estupefacto con sus extraordinarias narraciones. Jorge no creyó ni una sola palabra de lo que dijo, pero Dick y Julián juzgaron que aquella chica alta y fuerte era muy capaz de hacer las cosas tan bien como sus hermanos.

Después de cenar aún había que realizar algunas pequeñas tareas. Enrique tuvo buen cuidado en mantenerse lejos de Jorge para evitar sus pullas. Claro que esto no le importaba, sabiendo que todos los demás la consideraban como un ser extraordinario. Aunque pronto había de irse a la cama, se quitó el vestido de volantes y volvió a ponerse los pantalones de montar.

Jorge y Ana acompañaron a los chicos al establo. Julián y Dick llevaban puestos los pijamas y encima las batas, e iban bostezando.

—¿Lleváis vuestras lámparas de bolsillo? —les preguntó Jorge—. Ya sabéis que no se pueden usar velas en las caballerizas, donde abunda la paja… Buenas noches. Que descanséis. Supongo que esa engreída de Enriqueta no vendrá a despertaros antes de salir el sol, silbando como un vendedor de periódicos.

—Esta noche no podrá despertarme nada, absolutamente nada —dijo Julián, bostezando ruidosamente.

Se dejó caer sobre la paja y se tapó con una vieja manta.

—¡Qué cama tan estupenda! —añadió—. Para dormir no hay nada como la paja de un establo.

Las niñas se echaron a reír. En verdad, los chicos parecían estar muy cómodos.

—¡Que durmáis mucho! —dijo Ana, saliendo del establo en compañía de Jorge.

Pronto se apagaron todas las luces. Enrique estaba ya durmiendo, y roncando como de costumbre. Tenía que dormir sola en una habitación, pues nadie podía pasar la noche a su lado; pero, así y todo, Ana y Jorge oían sus ronquidos… ¡Jorrr… jorrr… jorrrr! …

—¡Esa Enriqueta es insoportable! —dijo Jorge, soñolienta—. ¡Qué ronquidos! Escucha. No quiero que venga con nosotros mañana si hacemos una excursión a caballo. ¿Me oyes, Ana?

—No del todo —murmuró Ana, intentando en vano abrir los ojos—. Buenas noches, Jorge.

Tim dormía, como de costumbre, enroscado a los pies de Jorge. Parecía tener los oídos tan cerrados como los ojos. Estaba tan cansado como sus dueños. Se pasaba el día corriendo por las montañas, escarbando en las madrigueras y persiguiendo a los veloces conejos, y por la noche dormía como un lirón.

Los dos chicos instalados en el establo dormían profundamente bajo las viejas mantas. Cerca de ellos el caballito bayo y blanco no cesaba de moverse, pero los muchachos no lo oían. Un mochuelo penetró en el establo en busca de caza, y lanzó un grito agudo, con la esperanza de que alguna rata huyera presa de pánico. Entonces se arrojaría sobre ella y la atraparía con sus garras.

Pero ni siquiera este graznido despertó a los muchachos, tan rendidos estaban y tan profundo era su sueño.

La puerta del establo estaba cerrada. De pronto, Clip se estremeció y miró hacia la puerta. ¡El pestillo se movía! Alguien lo levantaba desde fuera. Con las orejas enhiestas, Clip percibió el rumor de algo que se deslizaba a rastras.

Miró hacia la puerta. ¿Quién podría ser? Su instinto le decía que podía ser el Husmeador, aquel chiquillo a quien tanto quería. El Husmeador era siempre bueno con él. No le gustaba estar lejos del gitanillo. Escuchó por si oía los resoplidos que acompañaban siempre al Husmeador. No los oyó.

La puerta se abrió lentamente, muy lentamente y sin ruido. Clip vio el cielo de la noche tachonado de estrellas, y una figura que se destacaba en la oscuridad…, una sombra negra.

Alguien entró en el establo y dijo en un susurro: «¡Clip!».

El caballo lanzó un leve relincho. No era la voz del Husmeador; era la de su padre. A Clip no le era simpático aquel hombre, amante de prodigar puñetazos y toda clase de golpes, sin excluir los latigazos. Por eso permaneció inmóvil, preguntándose a qué se debería aquella visita del gitano.

Éste ignoraba que Julián y Dick dormían en el establo. Había entrado sin hacer ruido porque suponía que en la cuadra habría otros caballos y no los quería asustar. No llevaba ninguna luz, pero su penetrante vista de gitano descubrió en seguida a Clip echado en la paja.

Se dirigió a él de puntillas… y tropezó con los pies de Julián que sobresalían del lecho de paja. El ruido sordo de su caída despertó a Julián, que se incorporó inmediatamente.

—¿Quién ha entrado aquí? ¿Qué quiere el que sea?

El gitano se escondió detrás de Clip y guardó silencio. Julián se preguntó si habría soñado. Pero notó que los pies le dolían. Alguien se los había pisado o había caído sobre ellos. Despertó a Dick.

—¿Dónde está la linterna eléctrica? ¡Mira! ¡La puerta del establo está abierta! ¡Pronto, Dick! ¡La linterna!

Al fin la encontraron y Julián la encendió. Al principio no vieron nada. El gitano estaba en la casilla de Clip y tendido en el suelo detrás del caballo. Pero la lámpara acabó por enfocarlo.

—¡Mira! —dijo Julián—. Es el padre del Husmeador… ¡Levántese en seguida! ¿Qué hace aquí a estas horas?