Capítulo VI

UN GRAN DÍA

—¡El Páramo Misterioso!… ¡Qué nombre tan bonito! —exclamó Dick cuando los cuatro emprendieron la marcha—. Es inmenso y en él abundan las doradas aulagas…

—Eso no es nada misterioso —dijo Enrique.

—Es que hay en él una calma y una quietud impresionantes —dijo Ana—. Hace pensar en que ha sucedido en él algo importante hace mucho tiempo, y está esperando que algo ocurra otra vez.

—¿Calma y quietud? Entonces se parece a las gallinas de la granja cuando están incubando —dijo Enrique, echándose a reír—. De noche debe de ser algo terrorífico y misterioso. Pero de día no es más que una extensión de tierra como cualquier otra. Será muy agradable ir por esa llanura a caballo, pero no sé por qué se la llama el Páramo Misterioso.

—Tendremos que mirarlo en algún libro que hable de esta región —dijo Dick—. Supongo que se llamará así porque debió de ocurrir algo inexplicable hace centenares de años, cuando la gente creía en brujas y otras cosas parecidas.

Cabalgaban al azar, sin seguir ningún camino. Había grandes extensiones de hierba dura y tupida, matas de brezo aquí y allá, y la aulaga, que todo lo invadía con su oro resplandeciente a la luz de aquel maravilloso día de abril.

Ana olfateaba con fuerza cada vez que pasaban junto a un matorral de aulaga. Dick lo observó.

—Pareces el Husmeador —le dijo—. ¿Estás resfriada?

Ana se echó a reír.

—No, es que me gusta el olor de la aulaga. ¿A qué huele? ¿A vainilla? ¿A coco? Es un olor delicioso.

—Mirad. ¿Qué es aquello que se mueve allí? —preguntó Julián, deteniendo repentinamente su caballo.

Todos miraron, forzando la vista, hacia el punto que señalaba Julián, el cual exclamó en seguida.

—¡Es la caravana de los gitanos! No es extraño, pues dijeron que salían hoy, ¿verdad? Este viaje debe de ser muy duro para ellos. No veo un solo camino por ninguna parte.

—¿Adónde irán? —preguntó Ana—. ¿Qué hay en esa dirección?

—Si no cambian de rumbo, llegarán a la costa —dijo Julián—. ¿Queréis que vayamos hacia allí para verlos de cerca?

—Sí. Es una buena idea —dijo Dick.

Y los cuatro dirigieron sus caballos hacia la derecha y cabalgaron en dirección a la caravana.

Se componía ésta de cuatro carromatos: dos rojos, uno azul y otro amarillo. Iban muy despacio, y de cada vehículo tiraba un caballejo pequeño y flaco.

—Todos esos caballos son del mismo color: bayos y blancos —dijo Dick—. Es curioso que la mayoría de los gitanos los prefieran así. ¿Por qué será?

Al acercarse a la caravana, oyeron voces y vieron a un hombre que señalaba hacia ellos mientras hablaba con otro. Aquel hombre era el padre del Husmeador.

—Mira. Es el gitano que nos despertó anoche en el establo —dijo Julián a Dick—. ¡El padre del Husmeador! Tiene un aspecto repulsivo. ¿Por qué no se cortará el pelo?

—¡Buenos días! —gritó Dick cuando llegaron con sus caballos cerca de la caravana—. ¡Hace un tiempo magnífico!

Nadie le contestó. Los gitanos que conducían sus carromatos y los que caminaban junto a ellos miraron con hostilidad a los cuatro jinetes.

—¿Adónde van? —preguntó Enrique—. ¿Hacia la costa?

—Eso no os importa —respondió uno de los gitanos, un hombre ya entrado en años, de cabello rizado y gris.

—¡Qué gente tan huraña!, ¿verdad? —dijo Dick a Julián—. Sin duda creen que los estamos espiando. ¿Cómo se las compondrán para comer en este páramo? No hay tiendas ni nada parecido. Deben de llevarlo todo en los carros.

—Lo voy a preguntar —dijo Enrique, y dirigió su caballo hacia el padre del Husmeador, sin acobardarse ante sus miradas hostiles.

—¿Cómo se las componen para comer y beber? —preguntó.

—Llevamos provisiones —dijo el gitano, señalando con la cabeza uno de los carromatos—. En cuanto al agua, sabemos dónde hay fuentes.

—¿Estarán mucho tiempo en el páramo? —siguió preguntando Enrique, mientras se decía que la vida del gitano debía de ser estupenda… durante una temporada. Sería magnífico pasar unas semanas en aquel pintoresco páramo, entre el brillo dorado de la aulaga que crecía por todas partes alternando con centenares de primaveras.

—¡Eso no os importa! —gritó el hombre de cabello rizado y gris—. ¡Marchaos y dejadnos en paz!

—Ven, Enrique —la llamó Julián, dando media vuelta para marcharse—. No les gusta que les hagamos preguntas. Creen que lo hacemos por indagar y no porque nos interesa su modo de vivir. Seguramente tienen muchas cosas que ocultar y temen que las descubramos: un par de gallinas robadas en alguna granja, un pato atrapado en algún estanque… Esta gente vive de lo ajeno.

Algunos chiquillos de ojos negros atisbaban desde los carromatos a los jinetes que se alejaban. Un par de ellos, que iban a pie, correteando, huyeron como conejos asustados cuando Enrique intentó acercarse a ellos.

—Decididamente, no conocen la amabilidad —se dijo mientras iba a reunirse con sus compañeros—. ¡Qué vida tan extraña llevan en sus casas de ruedas! Nunca se detienen para algún tiempo en ninguna parte; se pasan la vida yendo de un lado a otro. ¡Por aquí, Sultán! Sigue a nuestros compañeros.

El caballo obedeció y fue a reunirse con los otros tres, procurando no introducir la pata en ninguna madriguera. ¡Qué agradable era cabalgar a la luz del sol, meciéndose sobre el caballo sin preocupación alguna! Enrique se sentía completamente feliz.

Sus tres compañeros, aun considerando igualmente deliciosa la excursión, no eran felices. Pensaban en Jorge; la echaban de menos. Y lo mismo les ocurría con Tim. También él habría disfrutado de aquel día trotando junto a ellos.

No tardaron en perder de vista a la caravana. Julián seguía las huellas que habían dejado al dirigirse al convoy, pues temía extraviarse. Llevaba una brújula y observaba en ella continuamente la dirección que seguían.

—No me gustaría pasar la noche en estos parajes —declaró—. Nadie podría encontrarnos.

A las doce y media saborearon un suculento almuerzo. Realmente, la señora de Johnson se había lucido. Bocadillos de huevos y sardinas, de tomate y lechuga, de jamón. Y tan abundantes, que no parecía posible darles fin. A esto había que añadir buenos trozos de pastel de cereza y una pera grande y jugosa para cada uno.

—Me gusta esta clase de pastel de cereza —dijo Dick, contemplando el gran trozo que tenía en la mano—. Todas las cerezas se van al fondo, y el último bocado es estupendo.

—¿Hay algo para beber? —preguntó Enrique.

Sus compañeros le alargaron una botella de cerveza de jengibre que la niña se bebió sin respirar.

—¿Por qué será tan buena la cerveza de jengibre cuando se bebe en el campo? —dijo—. Es mucho mejor que cuando se bebe en un bar, por mucho hielo que se le eche.

—Cerca de aquí hay una fuente —dijo Julián—. Se oye caer el agua.

Todos prestaron atención. Sí, se oía el rumor de un chorro de agua. Ana salió en busca del supuesto manantial, y pronto lo encontró. Al punto llamó a sus compañeros. Era un charco redondo, fresco y azul, al que caía el agua cristalina de un rumoroso riachuelo.

—He aquí uno de los depósitos de agua que utilizan los gitanos cuando viajan por este páramo desierto —dijo Julián.

Entre tanto formó un cuenco con sus manos, lo colocó debajo del chorro y se lo llevó a la boca, bebiendo con fruición.

—¡Deliciosa! —exclamó—. Fría como el hielo. Pruébala, Ana.

Prosiguieron su camino. El páramo no cambiaba de aspecto: brezos, hierba, aulaga; alguna clara fuente cayendo en una charca, o un pequeño arroyo que fluía aquí o allá; y también algunos árboles, fresnos plateados en su mayoría. Las alondras cantaban sin cesar, volando a tan gran altura, que apenas se las podía distinguir.

—Sus cantos caen como gotas de lluvia —dijo Ana, extendiendo las manos como para recogerlas.

Enrique se echó a reír. Le gustaba aquel grupo y estaba muy contenta de que la hubieran invitado a ir con ellos de excursión. Jorge había sido una tonta al quedarse en la escuela de equitación.

—Me parece que ya es hora de regresar —dijo Julián, consultando su reloj—. Nos hemos alejado más de lo debido. A ver… Hemos de dirigirnos hacia poniente. ¡Hala, vamos!

Y emprendió la marcha. Su caballo se abría camino entre los brezos. Los demás siguieron a Julián. Al cabo de un rato, Dick se detuvo.

—¿Estás seguro de que es ésta la dirección? A mí me parece que no. El terreno es aquí distinto. Hay más arena y no tanta aulaga.

Julián detuvo su caballo y miró en todas direcciones.

—En efecto, parece un poco diferente —convino—. Sin embargo, yo creo que llevamos la dirección que debemos llevar. Vayamos un poco más hacia el oeste. ¡Si hubiera algo en el horizonte que pudiera servirnos de guía! Pero aquí no hay nada que se destaque.

Prosiguieron la marcha. De pronto, Enrique lanzó una exclamación.

—¡Mirad! ¿Qué es esto? ¡Venid!

Los dos muchachos y Ana se acercaron a Enrique, que había bajado del caballo y examinaba el suelo, manteniendo apartados los brezos.

—Parecen rieles o algo semejante —dijo Enriqueta—. Rieles viejos y enmohecidos. Pero no pueden serlo, ¿verdad?

Todos se arrodillaron, apartaron los brezos y escarbaron en la arena. Julián se sentó en el suelo y observó atentamente el sitio excavado.

—Sí, son rieles, y muy viejos, como has dicho. Pero ¿para qué pondrían rieles aquí?

—¡Vaya usted a saber! —exclamó Enrique—. No sé cómo los pude ver, estando, como están, medio enterrados. Al principio no podía creer en lo que veía.

—Deben de conducir a alguna parte —dijo Dick—. Tal vez había por aquí algún arenal y traían vagonetas para llevarse la arena y venderla en la ciudad.

—Seguramente —admitió Julián—. Ya he notado que este paraje era muy arenoso, y la arena, buena y fina. Yo también creo que debe de haber un arenal en esta yerma extensión… En fin, si seguimos esa dirección, iremos hacia el interior del páramo. Por lo tanto, la dirección contraria nos conducirá a alguna población, probablemente a Milling Green.

—Tienes razón —dijo Dick—. O sea, que si seguimos estos rieles, más tarde o más temprano llegaremos a alguna aglomeración urbana.

—Habéis tenido una estupenda idea. Ya estábamos casi perdidos —dijo Enrique, volviendo a montar en su caballo y obligándolo a avanzar entre los raíles.

—¡Son muy fáciles de seguir! —gritó.

Los raíles estaban sujetos al terreno, y a trechos, medio enterrados. Transcurrida una media hora, Enrique lanzó un grito, señalando hacia el horizonte.

—¡Allí hay casas! Ya sabía yo que pronto llegaríamos a algún pueblo.

—Es Milling Green —anunció Julián, al llegar al término de los raíles, de donde pasaron a una estrecha carretera.

—¡Bueno, ya nos falta poco! —exclamó Enrique, respirando—. Escuchad: ¿no os parece que sería divertido seguir estas vías a través del páramo para ver dónde terminan?

—Sí, algún día lo haremos —dijo Julián—. ¡Caramba, qué tarde es ya! —y añadió—: Me pregunto qué habrá hecho Jorge estando sola todo el día.

Todos aceleraron la marcha, deseosos de llegar cuanto antes al picadero. Pensaban en Jorge. ¿Se habría acostado? ¿Estaría enfadada todavía, o, lo que era peor, agraviada? ¡Cualquiera sabía!