Capítulo III
EL HUSMEADOR
Apenas hubo salido Jorge de la habitación con el ceño fruncido, entró Enriqueta con las manos en los bolsillos del pantalón de montar.
—¡Hola, Enriqueta! —dijo Dick.
Enrique hizo una mueca que dejó al descubierto sus dientes.
—¿Ya os lo han dicho? Me sentí feliz cuando vi que me tomabais por un chico.
—Incluso llevas los botones a la derecha —dijo Ana, notando este detalle por primera vez—. ¡Eres un caso, Enrique! Y Jorge no tiene nada que envidiarte.
—Pero yo parezco más un chico de verdad que Jorge —afirmó Enriqueta.
—Sólo por el pelo —dijo Dick—. Tú lo tienes liso.
—No digas eso delante de Jorge —le advirtió Ana—. Sería capaz de cortárselo al rape, e incluso de afeitárselo.
—Bueno, el caso es que estamos muy agradecidos a Enrique por haber tenido la amabilidad de salir a recibirnos y habernos ayudado a cargar nuestras cosas —dijo Julián—. ¿Nadie quiere más bizcochos?
—No, gracias —respondieron Ana y Enriqueta.
—¿Debemos dejar algunos para demostrar nuestra buena educación? —preguntó Dick—. Están hechos en casa y son de rechupete. De buena gana me zamparía todos los que quedan.
—Aquí no nos mostramos bien educados —dijo Enrique—. Ni tampoco exageradamente limpios. Si nos cambiamos los pantalones de montar para la cena, es porque se nos obliga… ¡Ah! Pero el capitán Johnson no se cambia los suyos.
—¿Hay alguna noticia? —preguntó Julián, dando fin a su limonada—. ¿Ha sucedido algo interesante?
—No, nada —repuso Ana—. Lo único interesante aquí son los caballos. Este lugar es muy solitario… Pero también me ha interesado otra cosa: el nombre del gran páramo que se extiende desde aquí hasta la costa. Se le llama el «Páramo Misterioso».
—¿Por qué? —preguntó Dick—. Sin duda, debe este nombre a algún antiguo misterio.
—¡Quién sabe! —dijo Ana—. Creo que ahora sólo van allí los gitanos. Ayer vino aquí un gitanillo con un caballo cojo, y dijo que su tribu se marchaba al Páramo Misterioso. No se comprende que quieran habitar en ese desierto… No hay ningún cortijo, ni siquiera una mala choza.
—A veces, los gitanos tienen ideas raras —dijo Enrique—. Pero me gusta su costumbre de dejar mensajes para los gitanos que les siguen… Un patrin, como dicen ellos.
—Sí, ya he oído hablar de eso —dijo Dick—. Colocan palos y hojas de un modo especial, ¿no?
—Sí —repuso Enrique—. El jardinero de mi casa me enseñó unos palos colocados junto a la verja, en la parte trasera del jardín, y me dijo que era un mensaje para los gitanos que pasaran por allí después que ellos. Además, me lo tradujo.
—¿Qué significaba? —preguntó Julián.
—Pues significaba: «No pidáis nada aquí. Gente avara. Malas personas» —explicó Enrique riendo—. Por menos, esto es lo que dijo el jardinero.
—Podríamos interrogar sobre eso al gitanillo que vino con el caballo cojo —dijo Ana—. A lo mejor, nos enseña a formar estos mensajes. Me gustaría aprender por lo menos algunos. Esto podría sernos útil alguna vez.
—Sí, y también preguntaremos a ese muchachito por qué van los gitanos al Páramo Misterioso —dijo Julián, poniéndose en pie y sacudiéndose las migas de la americana—. No cabe duda de que van por algún motivo.
—¿Dónde se habrá metido Jorge? —preguntó Dick—. Sería una tontería que siguiera enfadada.
Jorge estaba en una de las cuadras, cepillando un caballo con tanta energía, que el animal daba muestras de inquietud. ¡Zis zas, zis zas! ¡Qué modo de manejar el cepillo! Jorge trataba de desahogarse, de calmar su indignación. No quería aguar la fiesta a los chicos ni a Ana, pero no podía disimular su furor contra aquella odiosa Enriqueta que había ido a recibir a Dick y a Julián, fingiendo ser un chico. Además, los había ayudado a cargar los paquetes, bromeando con ellos. ¡Y ellos se habían dejado engañar! ¡Qué tontos habían sido!
—¡Hola, Jorge! —dijo Dick desde la puerta del establo—. Permíteme que te ayude. ¿Sabes que estás muy morena? ¡Y tan pecosa como siempre!
Jorge le dirigió una forzada sonrisa y le alargó el cepillo.
—Toma; sigue cepillando. ¿Tenéis ganas de montar, Ju y tú? Aquí hay muchos caballos y podéis escoger.
Dick se alegró al ver que Jorge ya no parecía estar enojada.
—Desde luego, sería divertido hacer una excursión a caballo de todo un día. Podríamos hacerla mañana y aprovecharíamos la ocasión para echar un vistazo al Páramo Misterioso. ¿Qué te parece?
—Muy bien —repuso Jorge, levantando un haz de paja—. Pero no iré si va esa chica —advirtió desde detrás del haz que llevaba en brazos.
—¿Qué chica? —preguntó Dick—. ¡Ah, ya sé! Te refieres a Enrique. Es que sigo pensando en ella como si fuera un chico, ¿sabes?… No, no vendrá con nosotros. Seremos los cinco como hemos sido siempre,
—¡Entonces, estupendo! —exclamó Jorge alegremente—. Mira, aquí está Julián. Ayúdanos, Ju.
A Jorgina le parecía magnífico tener de nuevo a los dos chicos a su lado y bromear y reír con ellos. Aquella tarde salieron a pasear por el campo los cinco, y los muchachos contaron cosas del campamento. Se sentían como en sus mejores tiempos y Tim estaba tan encantado como los demás. Iba de uno a otro, lamiéndoles las manos y agitando violentamente la cola.
—Es la tercera vez que me has abofeteado con tu cola, Tim —dijo Dick esquivándola—. ¡Podrías mirar hacia atrás antes de dar los coletazos!
—¡Guau! —ladró alegremente Tim, dando media vuelta para lamer a Dick, de modo que esta vez azotó con la cola el rostro de Julián.
Crujieron las ramas del seto que había a sus espaldas. Jorge se estremeció, segura de que se acercaba Enriqueta. Tim ladró furiosamente.
Pero no era Enriqueta, sino el gitanillo. En su sucia carita se veía una serie de surcos de tono más claro, trazados por lágrimas recientes que se habían deslizado sobre la suciedad.
—Vengo a buscar al caballo —dijo—. ¿Sabéis dónde está?
—Todavía no puede andar —le advirtió Jorge—. El capitán Johnson ya te dijo que había que esperar… Pero ¿qué te pasa? ¡Has llorado!
—Es que mi padre me ha molido a golpes.
—¿Por qué? —preguntó Ana.
—Porque dejé aquí el caballo. Mi padre dice que sólo necesitaba una untura y una venda. Ya sabéis, tenía que salir hoy con la caravana.
—No puedes llevarte a ese pobre animal —dijo Ana—. Todavía no está en condiciones de arrastrar un pesado carromato. No querrás que el capitán Johnson os denuncie a la policía por hacer trabajar a un caballo enfermo. Ya te lo dijo, y cuando él dice una cosa, la hace.
—Lo sé, pero tengo que llevarme el caballo —insistió el gitanillo—. Si volviera sin él, mi padre me mataría.
—Ya veo que no se atreve a venir él. Por eso te manda a ti —dijo Dick.
En vez de contestar, el chiquillo se pasó la sucia manga de su chaqueta por la cara y sorbió aire por la nariz.
—¿Es que no llevas pañuelo? ¿Te has lavado alguna vez la cara? —le preguntó Dick.
—No, nunca —respondió el niño, visiblemente extrañado—. Dejad que me lleve el caballo. Os repito que si vuelvo sin él, mi padre me matará de una paliza.
Se echó a llorar y los niños se compadecieron de él. Daba pena verlo tan flaco y andrajoso. Pero lo más chocante era su manía de sorber el aire por la nariz, como si husmeara.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ana.
—El Husmeador —dijo el gitanillo—. Así me llama mi padre.
Desde luego, el nombre le cuadraba. Pero demostraba también que su padre era un hombre sin corazón.
—Eso es un apodo —dijo Ana—. Has de tener un nombre verdadero.
—Sí, pero lo he olvidado —dijo el Husmeador—. Dejad que me lleve el caballo. Mi padre me está esperando.
Julián se puso en pie.
—Iré a hablar con tu padre. Intentaré hacerlo razonar. ¿Dónde está?
—Allí —respondió el Husmeador, olfateando con más fuerza que nunca y señalando por encima de la valla.
—Yo también voy —dijo Dick.
Al fin, todos salieron por la puerta de la valla. En las cercanías vieron a un hombre de rostro moreno y aspecto rudo. Su cabello espeso y rizado estaba empapado de aceite. De sus orejas pendían dos enormes aros de oro. Al oír los pasos del pequeño grupo levantó la cabeza.
—Su caballo no puede andar todavía —dijo Julián—. Tendrá que esperar uno o dos días. Así lo ha dicho el capitán Johnson.
—Lo quiero ahora —replicó el gitano ásperamente—. Esta noche o mañana hemos de ponernos en camino hacia el Páramo. No puedo esperar.
—Pero ¿por qué tiene tanta prisa? —preguntó Julián—. El Páramo le esperará a usted, porque está siempre en el mismo sitio.
El gitano arrugó las cejas y balanceó su cuerpo, apoyándose primero en un pie y después en otro.
—Espere un par de días —dijo Dick—, y entonces podrá usted ir a reunirse con sus compañeros.
—¡Escucha, padre! —dijo impetuosamente el Husmeador—. Sal con la caravana. Vete con el carromato de Mose y deja el nuestro aquí. Yo engancharé el caballo mañana o pasado e iré a reunirme con vosotros.
—¿Cómo sabrás el camino que han seguido? —preguntó Jorge.
El Husmeador hizo un ademán despectivo.
—Eso es muy fácil. Ya me dejarán un patrin.
—Es verdad —dijo Dick. Luego se volvió hacia el silencioso gitano—. Bueno, ¿qué le parece? Creo que el Husmeador ha tenido una buena idea. Desde luego, hoy no se puede usted llevar al caballo.
El gitano se encaró con el pobre Husmeador y le habló a gritos y con acento amenazador. El chiquillo echó a correr. Huía de las palabras como si éstas fueran golpes. Los cuatro amigos no entendieron lo que el gitano decía, pues hablaba en un lenguaje desconocido para ellos. Luego el gitano dio media vuelta, y, sin dirigirles ni siquiera una mirada, se alejó, entre un leve tintineo de sus pendientes.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Julián.
El Husmeador, que había vuelto a reunirse con los niños, sorbió aire por la nariz como de costumbre, y repuso:
—Estaba muy enfadado. Ha dicho que se iría con los demás y que ya saldría yo cuando Clip pudiera tirar del carromato. ¡Qué bien vamos a pasar aquí la noche Liz!
—¿Quién es Liz? —preguntó Ana, creyendo que se trataría de alguna persona amiga del pobre muchacho.
—Mi perra —respondió el Husmeador, sonriendo por primera vez—. No la he traído porque, a veces, le da por cazar gallinas, y esto no le gusta al capitán Johnson.
—Comprendo que no le guste —dijo Julián—. En fin, ya está todo arreglado. Ven mañana a ver a Clip, o Clop, o como se llame tu caballo. A lo mejor, ya podrá ponerse en camino.
—Me alegro de haberlo podido dejar —dijo el Husmeador, frotándose la nariz—. No quiero que Clip se quede cojo. Temía no poder convencer a mi padre. ¡Tiene tan mal genio!
—Ya lo hemos notado —dijo Julián, mirando el rostro magullado del chiquillo—. Ven mañana. Quisiéramos que nos enseñaras cómo se componen los mensajes que utilizáis los de vuestra raza. Nos gustaría saber descifrarlos.
—Vendré mañana —prometió el Husmeador, acompañando sus palabras de un enérgico movimiento de cabeza—. ¿Queréis venir a ver mi carro? Estaré solo con Liz.
—Por mí, no hay inconveniente —dijo Dick—. Sí, iremos. Confío en que no huela demasiado.
—¿Que no huela? —dijo el Husmeador, sorprendido—. No sé si huele o no. Os enseñaré a componer mensajes como los nuestros, y veréis las cosas que Liz sabe hacer. Trabajó en un circo.
—Tendremos que llevar a Tim para que conozca a esa perra tan lista —dijo Ana, acariciando a Tim, que acababa de regresar de su cacería de conejos. Y preguntó al cazador—: Oye, ¿te gustaría ir a visitar a una perra muy lista que se llama Liz?
—¡Guau! —repuso Tim moviendo la cola, feliz y galante.
—Muy bien, Tim —dijo Dick—. Me alegro de que aceptes nuestra proposición. Procuraremos ir a tu carromato mañana, Husmeador, una vez sepas cómo está Clip. A mí me parece que no te lo podrás llevar, pero ya veremos.