Capítulo V

JORGE TIENE DOLOR DE CABEZA

El gitano se puso al punto en pie. Sus pendientes brillaron a la luz de la lamparilla eléctrica.

—He venido a llevarme a Clip —dijo—. El caballo es mío, ¿no?

—Ya le dijeron —le recordó Julián— que no viniera a buscarlo porque no estaría en condiciones de andar. Supongo que no querrá que se quede cojo para toda la vida. Usted tiene que entender de caballos lo bastante para saber si están o no en condiciones de trabajar.

—He de cumplir las órdenes que se me han dado —dijo el gitano—. Tengo que salir con la caravana.

—¿Quién le ha dado esa orden? —preguntó Dick.

—Barney Boswell, nuestro jefe. Mañana ha de partir toda la tribu.

—¿Por qué? —preguntó Julián—. ¿A qué vienen esas prisas? ¿Algún plan secreto?

—No hay ningún secreto —respondió el gitano con repentina desconfianza—. Nos marchamos al Páramo: eso es todo.

—¿Qué van a hacer allí? —preguntó Dick, curioso—. No es un sitio adecuado para acampar. Allí no hay nada. Por lo menos, eso he oído decir.

El gitano no respondió: se limitó a encogerse de hombros. Luego se volvió hacia Clip para obligarlo a levantarse. Pero Julián lo detuvo.

—¡No, no se lo puede llevar! Si a usted no le importa inutilizar a un caballo, a mí sí. Espere un día o dos, y se lo llevará completamente curado. Pero ahora no lo sacará de aquí. Dick, ve a despertar al capitán Johnson. Él dirá lo que hay que hacer.

—No —dijo el gitano, frunciendo el ceño—. No vayas a despertar al capitán. Ya me voy. Pero habéis de prometerme que se entregará el caballo al Husmeador tan pronto como sea posible. De lo contrario, ya averiguaré por qué no lo habéis hecho. ¿Entendido?

Y miraba a Julián con aire amenazador.

—No ponga esa cara de enojo —dijo Julián—. Me alegro de que al fin haya razonado. Y ahora márchese. Váyase mañana con sus compañeros. Le aseguro que procuraré que el Husmeador se lleve su caballo lo antes posible.

El gitano se dirigió a la puerta y salió por ella como una sombra. Julián lo vigiló desde el umbral mientras atravesaba el patio. Temía que el gitano intentara robar alguna gallina o algún pato de los que dormían junto al estanque.

Pero no se oyó ningún cacareo ni graznido. El gitano se marchó tan silenciosamente como había llegado.

—Esto es muy extraño —dijo Julián, volviendo a cerrar la puerta y atando el pestillo con un grueso cordel para que no se pudiera mover desde el exterior—. ¡Ya está! Si al gitano se le ocurre volver, ya no podrá entrar. ¡Qué hombre tan grosero! ¡Presentarse aquí a media noche!

Se echó de nuevo en la paja y buscó la postura más cómoda.

—Debe de haberse caído encima de mis pies. Lo he notado al despertar sobresaltado. Ha sido una suerte para Clip que estuviéramos aquí. De lo contrario, mañana estaría tirando de un carromato, con lo que la pata se le pondría peor. Ese tipo no me gusta nada.

Julián y Dick volvieron a dormirse en seguida.

Clip se durmió también. Se le había aliviado el dolor de la pata, y se sentía feliz al no tener que tirar del pesado carromato.

Al día siguiente los chicos notificaron al capitán Johnson la visita nocturna del gitano.

—Debí preveniros de que podía venir. No suelen tratar bien a sus caballos. Hicisteis bien en echarlo. No creo que Clip pueda andar hasta pasado mañana. Bien se merece ese pobre animal unos días de descanso. Luego el Husmeador (¡vaya nombrecito!) se lo podrá llevar para reunirse los dos con la caravana.

Aquel día se iban a divertir. Una vez cumplidas sus agradables obligaciones ecuestres, los cuatro y Tim, cabalgarían durante toda la jornada. El capitán Johnson prestó a Julián su robusta jaca, y Dick eligió un hermoso caballo de color castaño con patas blancas. Las niñas montaban los caballos de siempre.

Enrique iba y venía con semblante sombrío. Su aspecto intranquilizó a los dos muchachos.

—Deberíamos invitarla a venir con nosotros —dijo Dick a Julián—. Seríamos unos groseros si la dejáramos con esos pequeñuelos.

—Lo mismo opino yo —dijo Julián—. Oye, Ana. Convence a Jorge de que invitemos a Enrique a venir con nosotros. Se nota que lo está deseando.

—Sí, ya lo veo —dijo Ana—. Es triste, pero Jorge se pondrá como una furia si decimos a Enrique que venga. No se pueden tragar una a otra. Francamente, no me atrevo a decirle a Jorge que deje venir a Enrique.

—¡Qué par de tontas! —exclamó Julián—. No sé por qué no hemos de atrevernos a pedirle a Jorge que deje venir a otra chica con nosotros. Tiene que aprender a ser comprensiva. A mí me es simpática Enriqueta. Es una fanfarrona y no me creo ni la mitad de las aventuras que cuenta, pero es alegre y buena compañera. ¡Oye, Enrique!

—¡Voy! —gritó Enrique. Y se acercó corriendo, con semblante esperanzado.

—¿Te gustaría venir con nosotros? —le preguntó Julián—. Nos vamos a pasar el día fuera. ¿Tienes algo que hacer, o puedes venir?

—¿Si puedo ir? ¡Claro que puedo! —exclamó Enrique alegremente—. Pero… ¿lo sabe Jorge?

—Ahora se lo diré —repuso Julián.

Y fue en su busca. Jorge estaba ayudando a la señora de Johnson a preparar la comida que debían llevarse.

Jorge —dijo Julián valientemente—. Enrique también viene. ¿Habrá suficiente comida?

—¡Oh! Habéis hecho bien en invitarla —dijo la señora de Johnson, satisfecha—. Se moría de ganas de ir con vosotros. Además, esta semana, que éramos pocos para hacer todo el trabajo, se ha portado muy bien y merece un premio. Ha sido una buena idea invitarla, ¿verdad, Jorge?

La niña murmuró unas palabras ininteligibles y salió de la habitación con el rostro como la grana.

Julián la siguió con la vista, arqueando las cejas con gesto cómico.

—Me parece que a Jorge no le ha gustado nuestra idea —dijo—. Me temo que vamos a pasar un día un poco agitado.

—No le hagáis demasiado caso a Jorge cuando se pone tonta —dijo con cierta indiferencia la señora de Johnson, mientras empaquetaba apetitosos bocadillos—. Ni a Enrique si se pone estúpida. ¡Me parece que no os podréis comer todo esto!

En este instante apareció Guillermo, que era uno de los pequeños.

—¡Huy! ¡Cuánta comida se llevan! ¿Quedará bastante para nosotros?

—¡Claro que quedará! —respondió la señora de Johnson—. Eres un tragón, Guillermo. Dile a Jorge que ya tiene la comida empaquetada.

Guillermo desapareció. Pronto volvió con este recado:

Jorge dice que le duele la cabeza y que no puede ir a la excursión.

Julián no disimuló su contrariedad ni su extrañeza.

—Oye, Julián —dijo la señora de Johnson—: lo mejor es que la dejéis con su imaginario dolor de cabeza y no vayáis a rogarle que os acompañe, diciéndole que Enrique se quedará. Hacedle creer que no dudáis de que le duele la cabeza y marchaos sin ella. Es el mejor modo de hacerla entrar en razón.

—Estoy de acuerdo con usted, señora —convino Julián, frunciendo las cejas—. Parece mentira que Jorge se enfade como una niña pequeña después de las aventuras que hemos corrido juntos, sólo porque Enriqueta le es antipática. Es una actitud absurda. ¿Dónde está Jorge? —añadió, dirigiéndose a Guillermo.

—En su habitación —repuso el niño, que estaba muy ocupado en recoger y comerse todas las migas que encontraba.

Julián salió al patio. Sabía cuál era la ventana del dormitorio de Jorge y Ana y llamó gritando:

—¡Oye, Jorge! —dijo a voz en grito—. Siento mucho que tengas dolor de cabeza. ¿De veras no puedes venir?

—¡No, no puedo ir! —respondió la voz de la niña. Y la ventana se cerró de golpe.

—¡Bien! —gritó Julián—. Te repito que lo siento. ¡Que te mejores, y hasta luego!

Ya no llegó ninguna respuesta desde la ventana. Pero cuando Julián atravesó el patio y se dirigió a las caballerizas, un rostro lo observaba desde detrás de los visillos con una expresión de sorpresa. Jorge estaba atónita al advertir que la habían creído y se marchaban sin ella; atónita e indignada contra Enrique y contra todos por haberla puesto en aquella situación que no sabía cómo resolver.

Julián anunció a sus compañeros que Jorge tenía jaqueca y no iría con ellos. Ana, alarmada, dijo que iba a verla y que se quedaría a hacerle compañía; pero Julián se lo prohibió.

—No vayas a verla, Ana. Le conviene estar sola. Es una orden, ¿oyes?

—Bien —dijo Ana, con cierto alivio.

Estaba segura de que el dolor de cabeza de Jorge no era más que un arranque de mal humor, y no sentía ningún deseo de sostener una larga discusión con ella. Enrique había enrojecido de sorpresa al oír decir a Julián que Jorge no los acompañaría. Y en seguida comprendió que, en realidad, a Jorgina no le dolía la cabeza. Era ella el dolor de cabeza de Jorge. Estaba completamente segura.

—Oye —dijo a Julián—. Comprendo que Jorge no quiera venir con nosotros yendo yo. Y como no quiero amargaros el día, me quedaré. Ya podéis ir a decírselo.

Julián la miró con un gesto de simpatía.

—Eres muy amable —dijo—. Pero Jorge ha dicho que no viene y nosotros hemos aceptado su palabra. Además te invitamos sinceramente, no por cumplido. Deseábamos que vinieras.

—Gracias —dijo Enrique—. En fin, vámonos antes de que ocurran más cosas desagradables. Los caballos están preparados. Voy a colocar los paquetes en las sillas de montar.

Un momento después, los cuatro, montados en sus caballos, atravesaban el patio en dirección a la verja. Jorge oyó el tip tap de los cascos y miró nuevamente por la ventana. ¡Se marchaban! Nunca hubiera creído que se irían sin ella. Su contrariedad rayaba en la angustia.

«¿Por qué me habré portado así? —pensó la niña—. ¡Ahora Enriqueta pasará todo el día con ellos y se mostrará la mar de simpática sólo para dejarme a mí en mal lugar! ¡Qué tonta he sido! ¿Verdad, Tim, que he sido una tonta, una idiota, una estúpida?».

Pero Tim no era de la misma opinión. Se había quedado atónito al ver que los otros se iban sin él y sin Jorge y había corrido a la puerta, aullando lastimeramente. Luego volvió al lado de su ama y apoyó la cabeza sobre sus rodillas. Sabía que Jorge se sentía desgraciada.

—A ti te es indiferente que me porte bien o mal, ¿verdad, Tim? —dijo Jorge, acariciando la suave y peluda cabeza—. Ventajas de ser perro. Tú, tenga razón o no, me quieres del mismo modo, ¿verdad? Pero hoy no deberías quererme, Tim. ¡He sido una idiota!

Llamaron a la puerta. Era Guillermo.

—¡Jorge! Dice la señora Johnson que si te duele más la cabeza te desnudes y te metas en la cama. Pero que si estás mejor bajes para ayudar a curar al caballo del gitano.

—Bajaré —repuso Jorge desechando al punto su mal humor—. Dile a la señora Johnson que voy en seguida.

—Bien —dijo Guillermo, que se alejó trotando como un pony.

Jorge bajó con Tim y salió al patio. Se preguntó si sus compañeros estarían ya muy lejos. Sentía no poderlos ver. ¿Pasarían un día agradable con aquella antipática de Enriqueta? Sí, sin duda se divertirían… ¡Un día entero en el Páramo Misterioso!