Capítulo 17
Mientras Bobby reflexionaba sobre sí misma tomando su gran decisión, Prudence también estaba pensando sobre todo lo que le había dicho la señorita Theobald. En sus meditaciones se mezclaba el odio hacia Carlota, quien al parecer era el motivo de sus conflictos. Prudence no quería comprender que eran sus propios celos hacia la muchacha los que la llenaban de ideas de rencor y venganza. Nadie puede ver las cosas con claridad cuando los celos o la envidia cubren de niebla la mente.
Prudence se daba cuenta de que debía quedar bien ante la señorita Theobald. No podía soportar el que nadie la despreciase, pero no tenía el coraje de Bobby… y no se atrevía a enfrentarse de nuevo con la directora. Además, en el fondo de su corazón temía que la señorita Theobald viera que su arrepentimiento no era verdadero…, ¡sino sólo un pretexto para que la situación resultara menos violenta!
De manera que Prudence escribió una nota que dejó sobre la mesa de la señorita Theobald cuando sabía que no estaba en la habitación. La directora, al encontrarla, la abrió, suspirando al leerla. No creía ni una sola palabra de la carta.
«Querida señorita Theobald —había escrito Prudence—. He pensado mucho en lo que me dijo, y le aseguro que estoy arrepentida y avergonzada, y en el futuro, haré todo lo posible para comenzar una nueva página y ejercer buena influencia sobre las demás».
«¡La pequeña farsante! —pensó la señorita Theobald con tristeza—. Supongo que debe creerse de veras que va a comenzar una nueva página. Bueno…, veremos».
Aquella noche Pat e Isabel se alegraron al ver que Bobby estaba más animada. Les sonrió y sus ojos brillaron como antes.
—Ya estoy bien otra vez —les dijo—. Pero de ahora en adelante voy a jugar limpio…, voy a hacer uso de mi inteligencia y estudiaré. ¡Se acabaron las galletas chillonas para mí!
Las mellizas y Janet se entristecieron.
—Oh —dijo Pat, desilusionada—. Bobby…, ¡no irás a decir que vas a volverte relamida y seria como esa terrible Prudence… y que no volverás a gastar bromas ni a emplear trucos!
—¡Atiza! —exclamó Janet—. Eso no podría soportarlo, Bobby. Por lo que más quieras, dinos que vas a ser la misma Bobby de siempre…, la despreocupada Bobby que tanto nos gusta.
Bobby se echó a reír, deslizando cariñosamente su brazo por el de Janet.
—No te preocupes —le dijo—. ¡Voy a jugar limpio de ahora en adelante y estudiar de firme…, pero no me volveré relamida y seria! No podría. Y seguiré con mis trucos, por supuesto…, pero ya no quiero volver a ser Bobby la Despreocupada. ¡Ahora sí me preocupo!, ¿comprendes?
Bobby, naturalmente, cumplió la palabra dada a la señorita Theobald. Trabajó en serio y de firme en las clases, y se sorprendió al ver lo bien que respondía su cerebro cuando lo empleaba en algo. ¡Y aún le sorprendió más descubrir lo divertido que era estudiar bien!
—Aunque nunca sería capaz de convertirme en esclava de mis lecciones como haces tú, Pam —dijo a la niña de trece años, encorvada sobre un libro—. Últimamente estás muy pálida. Estoy segura de que lees demasiado, exageradamente.
Pam «estaba» pálida… y no sólo pálida, sino triste. Ahora lamentaba profundamente haber intimidado con Prudence porque empezaba a desagradarle, pero no tenía energía suficiente para decírselo. Por eso se refugiaba en sus lecciones y trabajaba el doble que las demás. Sonrió tristemente a Bobby, envidiándola. A Bobby no le importaba decir todo lo que se le ocurría, y era tan enérgica como Pam débil. ¡Cómo deseaba haber hecho amistad con ella en vez de con Prudence!
Prudence se sentía bastante satisfecha de sí misma. La señorita Theobald no había hecho mención de la carta y la niña estaba segura de haber causado buena impresión en la directora. Por alguna razón Mademoiselle no había realizado el examen de francés, de manera que toda la clase respiró aliviada…, especialmente Prudence, pues estaba segura de que Carlota hubiera pregonado que ella, Prudence, había visto las preguntas de antemano.
«Las cosas ya van mejor —pensó Prudence—. ¡Si por lo menos esa antipática de Carlota se ganara una buena reprimenda! ¡Se porta como si fuera una princesa y no una vulgar niña de circo! Quisiera saber si visita a sus antiguos amigos. Ayer la vi salir muy temprano por la mañana antes de desayunar».
Era cierto que Carlota salía cada mañana…, pero no para visitar a ninguno de sus amigos de circo. Había descubierto que en un prado cercano guardaban unos hermosos caballos de raza, y la niña iba a verlos regularmente. Si no había nadie, algunas veces los montaba a pelo. Estaba loca por los caballos y nunca perdía ocasión de acercarse a ellos si podía.
Esto no lo supo nadie. Prudence se enteró de que Carlota se escapaba, pero no lo dijo a nadie porque había descubierto que a nadie le interesaban sus confidencias, y decidió conservar el secreto para sí.
Una tarde ella y Pam salieron juntas. Pam, muy poco satisfecha, pero sin atreverse a negarse. Prudence había visto salir a Carlota, mas sin saber cómo perdió su rastro y las dos niñas se detuvieron en un pequeño prado mientras Prudence se preguntaba a dónde habría ido Carlota.
Un hombre se acercaba montado en bicicleta. No era un sujeto de aspecto agradable, puesto que era muy moreno y tenía los ojos muy juntos. Al llegar a donde estaban las niñas desmontó de la bicicleta para hablarles. Su voz le delataba como extranjero, y tenía un ligero acento americano. Prudence estaba completamente segura de que había ido a ver a Carlota.
—Perdóneme, señorita —dijo el hombre, quitándose la gorra cortésmente—. ¿Estoy cerca del colegio Santa Clara?
—Pues… a cosa de un kilómetro de distancia —repuso Prudence—. ¿Por qué? ¿Quiere ver a alguien allí?
—Me gustaría —contestó el hombre—. Por cierto que es muy importante. ¿Ustedes no podrían llevarme un recado?
A Prudence comenzó a latirle el corazón muy de prisa. ¡En qué apuro podría meter ahora a Carlota! ¿Qué diría la señorita Theobald si supiera que Carlota se escapaba para ver a gente tan horrible como aquel sujeto?
—Pues claro que le llevaremos el recado —repuso.
El hombre sacó una carta de su bolsillo, entregándosela a Prudence.
—No se lo digan a nadie —dijo—. Es muy importante. Esta noche estaré aquí a las once sin falta.
Alguien se acercaba por el camino en aquel momento y el hombre montando en su bicicleta se alejó saludando a las niñas con la mano. Pam se estremeció.
—¡Prudence! ¡No me gusta ese hombre! No creo que debieras haber hablado con él. Ya sabes que una de nuestras reglas nos prohíbe hablar con extraños. ¿No querrás meter a Carlota en un lío, verdad?
—¡Oh, cállate! —exclamó Prudence, impaciente, guardándose la carta en el bolsillo sin mirarla—. ¿Acaso no voy a hacer algo por ella? ¿No voy a llevarle un mensaje de su amigo? ¡Qué amigos tan horribles tiene, por cierto!
Pam estaba preocupada, le dolía la cabeza y se sentía miserable. ¡Ojalá nunca, nunca se hubiese hecho amiga de Prudence! Su pensamiento volvió una vez más a su trabajo… sólo conseguía olvidarlo todo si estudiaba. Aquella noche no había dormido bien, y su trabajo le resultaba más difícil, cosa que le preocupaba mucho.
—Escúchame bien, Pam —le dijo Prudence—. Tú y yo vamos a salir esta noche a las diez y media para venir aquí. Nos esconderemos detrás del seto y oiremos lo que hablan Carlota y su amigo del circo. Si está planeando nuevas escapadas, podremos delatarla.
—Yo no puedo hacer eso —dijo—. No puedo.
—Tienes que hacerlo —replicó Prudence, mirando fijamente a Pam con sus pálidos ojos azules. Pam se sentía demasiado cansada y débil para discutir y limitándose a asentir con la cabeza, emprendió el camino de regreso. Las niñas volvieron en silencio. Prudence pensaba entusiasmada que ahora tenía a Carlota a su merced.
En cuanto llegaron al colegio, Hilary llamó a Prudence.
—¡Prudence! Sabes muy bien que esta semana te toca a ti cepillar todas las pelotas de tenis y limpiarlas. No lo has hecho ni una sola vez, perezosa. Hazlo ahora o lo sentirás.
—Tengo que llevar un recado a una persona —replicó Prudence—. No tardo ni un minuto.
—Deja que lo lleve otra —dijo Hilary, contrariada—. Conozco tus métodos, Prudence. Harás «esto», y lo de «más allá», pero las pequeñas cosas que tienes obligación de hacer, no las haces.
—Yo llevaré la carta, Prudence —dijo Pam, cansada y comprendiendo que no podría soportar la discusión ni un minuto más. Prudence le entregó la carta con rostro sombrío. Pam fue en busca de Carlota, que estaba en la sala común con las demás. Pam se acercó a ella para entregarle la carta.
—Esto es para ti —le dijo, y Carlota cogió la carta, abriéndola sin mirar el sobre. Leyó las dos primeras líneas con evidente asombro, y luego miró el sobre.
—Pero si no es para mí —dijo, volviéndose para mirar a Pam, quien no obstante se había ido—. Es para Sadie. Supongo que Pam no vio su nombre en el sobre. ¡Qué raro! ¿Dónde está Sadie, Alison?
—Peinándose —replicó Alison, y su respuesta fue acogida con un coro de carcajadas. Cuando Sadie desaparecía, siempre estaba peinándose, o haciéndose la manicura, o pintándose la cara. Carlota sonrió disponiéndose a ir en su busca.
—Eh, Sadie —le dijo—, aquí hay una nota para ti. Siento haberla abierto por error, pero esa estúpida de Pam me la dio a mí en lugar de entregártela a ti. No la he leído.
—¿De quién es? ¿Y cómo la tenía Pam? —preguntó Sadie con curiosidad, cogiendo la carta.
—No lo sé —repuso Carlota, marchándose.
Sadie abrió el sobre y sacó la carta. Al leerla, su rostro cambió. Se sentó sobre la cama, pensando intensamente. Luego volvió a leerla.
Querida señorita Sadie:
¿Recuerda a su antigua doncella, Ana? Pues estoy aquí y me gustaría verla. No quisiera ir al colegio. ¿No podrá usted venir por el camino de la granja y verme unos minutos? Esta noche estaré allí a las once.
Ana
Sadie había querido mucho a Ana, que fue la doncella personal de su madre durante varios años. Estaba asombrada de que Ana estuviera en Inglaterra, cuando la creía en América. ¿Para qué querría verla? ¿Habría ocurrido algo? Sadie dudaba sobre si debía contárselo o no a Alison, y al fin decidió no hacerlo. Alison era una niña simpática y bonita, pero tenía la cabeza llena de pájaros. ¡Podría contárselo a cualquiera!
Sadie guardó la nota en su bolsillo y bajó la escalera.
—¡Hola! —le dijo Alison—. Me preguntaba cuándo ibas a bajar. Es casi hora de cenar.
Sadie estuvo muy silenciosa durante la cena. Estaba intrigada y un poco inquieta. Pensaba preguntar a Pam de dónde había sacado la nota… pero Pam no bajó a cenar.
—Tiene un dolor de cabeza terrible y la señorita Roberts la ha enviado a que la vea el ama —dijo Janet—. Tiene fiebre.
Prudence se alegró de que Pam no fuese con ella aquella noche. Se estaba cansando de hacerle creer que todo lo hacía por bien de Carlota. Miró a Carlota para ver si la niña daba muestras de haber recibido la carta. Carlota, al ver que la miraba, le dedicó una de sus muecas características. Prudence bajó la vista, molesta, y miró a otro lado. Carlota sonrió. Prudence no le importaba un bledo y le encantaba mortificarla.