Capítulo 14
El curso iba transcurriendo, pasó la media estación y se hallaron en pleno verano. El tiempo era maravilloso y las niñas disfrutaban de todo…, excepto de tener que trabajar y estudiar de firme con la señorita Roberts y Mademoiselle.
—Bobby, ¿no se te ocurre nada para evitar que Mademoiselle nos haga recitar verbos en francés esta mañana? —le dijo Pat, con un gemido—. Los «he estudiado»… , pero se me han ido todos de la memoria con este tiempo tan hermoso. Piensa sólo alguna pequeña artimaña para apartar la atención de Mademoiselle de los verbos siquiera cinco minutos.
—¡No has hecho ninguna travesura en toda una semana por lo menos! —exclamó Isabel.
—Bobby se ha vuelto seria —rió Janet.
Bobby sonrió. Desde luego que había cambiado en algunos aspectos, porque de repente comenzó a entrenarse de firme para mejorar su tenis y la natación. Había conseguido atravesar la piscina en toda su longitud, nadando por debajo del agua, y todas la aplaudieron. Incluso estuvo intentando aprender a lanzarse desde el trampolín, cosa que por lo general solía evitar, porque a menudo caía al agua sobre su estómago, haciéndose daño.
Pero aunque hacía un gran esfuerzo para mejorar en los deportes, continuaba estudiando lo menos posible en las clases. Algunas veces, la señorita Roberts, al mirar a Bobby, se ponía seria. Se daba cuenta de que la niña no hacía uso de su buena inteligencia…, pero como ni los comentarios sarcásticos ni los castigos eran capaces de conmover a Bobby la «Despreocupada», la profesora casi la había dejado por imposible.
Las niñas que rodeaban a Bobby comenzaron a suplicarle que gastara alguna broma a Mademoiselle para que aquella mañana la clase de francés resultase algo más fácil y soportable.
—Esta mañana Mademoiselle está de un humor de mil diablos —dijo Doris—. Las de segundo curso dicen que casi arroja la tiza de la pizarra a Tessie porque estornudó siete veces seguidas.
Las mellizas sonrieron. Eran famosos los estornudos de Tessie. Era un don especial…, tenía la habilidad de estornudar del modo más real siempre que lo deseaba, y utilizaba este don para aliviar el aburrimiento del segundo curso. Todas las profesoras sospechaban que los estornudos de Tessie eran innecesarios, pero sólo la señorita Jenks sabía cómo tratarlos.
—¡Tessie! ¡Se te avecina otro resfriado! —le decía—. Ve en seguida a ver al ama y dile que te dé una dosis de la botella número tres, haz el favor.
La botella número tres contenía una medicina de muy mal sabor, y Tessie nunca llegó a saber si era un mejunje especialmente preparado para ella, o realmente una medicina preventiva contra los resfriados. De manera que muy rara vez hacía uso de sus estornudos en presencia de la señorita Jenks…, pero dedicaba a Mademoiselle todos los que podía.
Aquella precisa mañana había estornudado explosivamente siete veces seguidas, haciendo que Mademoiselle se pusiera fuera de sí, y convirtiendo la clase en un coro de risas. Mademoiselle se puso furiosa… y todas las demás clases que la esperaban aquella mañana sabían que no iban a pasarlo bien.
—Si no se te ocurre ninguna jugarreta, Mademoiselle nos apretará de firme durante toda la lección —gimió Doris.
—Por lo menos no se me ocurre nada que Mademoiselle no adivinase hoy que se trataba de un truco. ¡Oh…, aunque aguardad un momento!
Las niñas contemplaron a Bobby con gran expectación, y ella se volvió a Janet.
—¿Dónde está esa galleta sonora que te envió tu hermano? —le preguntó.
Janet tenía un hermano tan travieso como Bobby y Janet en lo que a trucos se refiere, y había enviado a Janet una selección de artículos de broma aquella semana, entre los que había una galleta de aspecto muy real, que al apretarla entre los dedos índice y pulgar, producía un ruido muy parecido al maullido de un gato. Las niñas no lo consideraron un truco demasiado bueno.
—Es bastante infantil —replicó Janet—. Esta vez no me ha enviado nada bueno.
Pero a Bobby se le había ocurrido un medio de utilizar la galleta. Janet rebuscó en su pupitre y al fin se la entregó.
—Aquí tienes —le dijo—. ¿Qué vas a hacer con ella?
Bobby presionó despacio la galleta, que lanzó un maullido patético.
—¿Verdad que parece un gatito? —dijo con una sonrisa—. Ahora escuchad me todas. El colegio, como sabéis, tiene gatitos. Pues bien, cuando Mademoiselle entre en nuestra clase nos encontrará hablando de un gatito perdido, y nos sentiremos muy preocupadas por su desaparición, y luego en mitad de la clase, yo apretaré la galleta… y Mademoiselle creerá que el gatito perdido está en nuestra aula.
Hilary rió por lo bajó.
—Es una buena idea —exclamó—. Y yo sé cómo mejorarla. Yo estaré en el pasillo a gatas, buscando el gatito perdido, cuando llegue Mademoiselle. Y le diré lo que busco.
—¡Oooooh, sí! —dijo Pat, emocionada. Hilary era muy buena actriz—. ¡Cielos, por fin vamos a divertimos un poco!
—Bueno, lo que ocurra en clase después de que yo haya apretado la galleta, dependerá de vosotras —dijo Bobby—. Mirad…, ahí viene Prudence. No le digáis una palabra. ¡Ya sabéis lo soplona que es!
El primer curso deseaba que llegase la clase de francés, y se guiñaban el ojo unas a otras siempre que lo recordaban. La señorita Roberts sorprendió algunos de estos guiños e interrogó a las interesadas.
—¿De qué broma se trata, Hilary? —le preguntó en tono frío.
—De ninguna, señorita Roberts —repuso Hilary, abriendo mucho los ojos.
—Bueno, será mejor que no la haya —dijo la señorita Roberts—. Continúa con tu mapa de geografía, sigue, por favor.
Mademoiselle daba su lección de francés después del recreo, y las niñas acudieron rápidamente al aula cuando terminó, riendo gozosas. Prudence no podía adivinar el porqué. Pam tampoco estaba en el secreto, pero ella no reparó en las risas de sus compañeras. Aquellos días Pam estaba muy absorta en sus propios pensamientos.
Hilary se quedó fuera, y las mellizas asomaron la cabeza por la puerta y casi se parten de risa al ver a Hilary a gatas mirando debajo de un gran armario que había en el corredor, y llamando: «¡Minino, minino, minino!».
—¡Chisss! ¡Ahí llega Mademoiselle! —exclamó Pat de pronto para avisar a la clase, y salió corriendo hacia su sitio, dejando a Isabel que abriera la puerta a Mademoiselle. Hilary seguía fuera, por supuesto.
Mademoiselle llegó caminando sobre sus enormes pies. Todas conocían la proximidad de Mademoiselle porque usaba zapatos sin tacón como los hombres, y sus pisadas resonaban por los pasillos.
Mademoiselle se sorprendió mucho al ver a Hilary gateando ante la puerta de la clase, y se detuvo para observarla.
—¡Hilary, «ma petite»! «¿Qué faites—vous?» —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Has perdido algo?
—¡Minino, minino, minino! —gritó Hilary—. Mademoiselle, ¿por casualidad no ha visto usted uno de los gatitos del colegio? Estoy buscando y buscando porque el pobrecito se ha perdido.
Mademoiselle miró a un lado y a otro del pasillo.
—No, no he visto a ningún gatito —replicó—. ¡Hilary, ahora debes entrar en clase! Es un rasgo de bondad por tu parte el buscarlo, pero ahora no vas a encontrarlo.
—Oh, Mademoiselle, déjeme buscar un rato más —suplicó Hilary—. Puede que esté en este armario. Me parece haber oído un ruido.
Y abrió el armario. Las niñas de la clase, al oír rumor de conversación, se preguntaban qué tal le iría a Hilary. Isabel se asomó a ver.
—¿Has encontrado al pobre gatito, Hilary? —le preguntó—. ¡Oh, Mademoiselle!, ¿no es una pena? ¡Estará tan asustado!
Mademoiselle entró en el aula y dejó sus libros sobre la mesa.
—El gatito aparecerá en cualquier parte —dijo—. Id a vuestros sitios. Hilary, por última vez, ¿quieres dejar de buscar a ese gatito y entrar en clase?
—Oh, Mademoiselle —dijo Bobby, mientras Hilary entraba cerrando la puerta—. ¿Usted cree que se habrá subido por la chimenea o algo por el estilo? ¡Una vez, en casa, un gato se subió por nuestra chimenea y llegó hasta el tejado!
—Y nosotros tuvimos uno una vez, Mademoiselle… —comentó Doris deseando prolongar la conversación para perder unos minutos más de clase, pero Mademoiselle no estaba dispuesta a oír más cuentos de gatos, y dando unos golpecitos encima de su mesa, interrumpió a Doris.
—«¡Assez!» —dijo Mademoiselle, comenzando a fruncir el ceño—. Ya es suficiente, Hilary. «¿Quieres sentarte?» ¿No creerás que el gatito está por aquí?
—Pues podría estar, Mademoiselle —repuso Hilary, mirando a su alrededor—. Sabe usted, mi hermano tuvo una vez un gato que…
—Un cuento más de gatos y toda la clase me escribirá dos páginas de francés sobre las costumbres de los mininos —les amenazó Mademoiselle, y ante esta amenaza todas guardaron silencio. Mademoiselle solía cumplir sus terribles amenazas.
—Sacad vuestros libros de gramática —les ordenó Mademoiselle—. Abridlos por la página ochenta y siete. Hoy dedicaremos todo el tiempo a los verbos irregulares. Doris, empieza tú.
Doris lanzó un gemido y se puso en pie para recitar los verbos que había estudiado. ¡Pobre Doris! No importaba el tiempo que hubiera dedicado a la preparación de su lección de francés, invariablemente lo olvidaba por completo cuando miraba el rostro expectante de Mademoiselle. Comenzó con voz vacilante.
—Doris, tampoco hoy has estudiado la lección como es debido —le dijo Mademoiselle, irritada—. La estudias otra vez. Pat, ponte en pie. Espero que tú la sepas mejor que Doris. Por lo menos, tú sabes pronunciar la r como las francesas. ¡R—r—r—r!
Toda la clase rió por lo bajo. Cuando Mademoiselle pronunciaba la r francesa, producía exactamente el mismo ruido que un perro al gruñir. Mademoiselle golpeó su mesa.
—¡Silencio! Empieza, Pat.
Pero antes de que Pat pudiera empezar, Bobby presionó la falsa galleta con todo cuidado entre su índice y su pulgar. Un maullido lastimero se oyó en toda el aula, y todo el mundo alzó la cabeza.
Incluso Mademoiselle se puso a escuchar. El maullido había sido exactamente el de un gatito en apuros. Bobby aguardó a que Pat hubiera vuelto a comenzar los verbos, y entonces presionó de nuevo la galleta.
—¡Miiiiiieeeee! —gruñó la galleta exactamente igual que un gato. Pat se detuvo otra vez mirando en derredor suyo. Mademoiselle estaba intrigada.
—¿Dónde está esa infeliz criatura? —dijo Katy—. Oh, Mademoiselle, ¿dónde puede estar?
—Mademoiselle, estoy casi segura de que debe estar en la chimenea —exclamó Hilary, poniéndose en pie como si se dispusiera a comprobarlo.
—«Asseyez—vous», Hilary —saltó Mademoiselle—. Ya has buscado bastante a ese animalito. Continúa, Pat.
Pat comenzó nuevamente y Bobby la dejó continuar hasta que se equivocó… y entonces, antes de que Mademoiselle pudiese captar su error, Bobby volvió a apretar la galleta.
Un fuerte maullido interrumpió la retahíla de verbos, y se elevó una babel de voces.
—Mademoiselle, el gato debe estar en esta habitación.
—Mademoiselle, déjenos buscarlo.
—Mademoiselle, quizás esté herido.
Bobby hizo gemir de nuevo la galleta, y Mademoiselle golpeó su mesa, desesperada.
—Sentaos todas, por favor. Yo veré si el gato está en la chimenea.
Y abandonando su mesa, se dirigió a la chimenea. Se inclinó para mirar hacia arriba. Bobby apretó la galleta haciéndola sonar muy débilmente y Mademoiselle creyó que venía del tubo de la chimenea. Cogió una regla y estuvo hurgando con ella.
Una lluvia negra cayó hacia abajo, y Mademoiselle retrocedió con la mano cubierta de hollín. Toda la clase comenzó a reír.
—Mademoiselle, puede que el gato esté en el armario —sugirió Janet—. Déjeme ir a ver. Estoy segura de que está allí.
Mademoiselle se alegró de alejarse de la chimenea, y contempló con desaliento su mano manchada.
—Hilary, abre el armario —le dijo, al fin. Y Hilary se dirigió a él con presteza. Naturalmente que allí no había animal alguno, pero Hilary revolvió con violencia todos los estantes, enviando los libros y material de trabajo al suelo.
—¡Hilary! ¿Es necesario todo eso? —exclamó Mademoiselle, volviendo a perder los estribos—. Empiezo a desconfiar de ese gato. Pero os advierto, que si se trata de un truco, todas recibiréis un castigo ejemplar. Ahora voy a ir a lavarme las manos. Mientras estoy fuera, estudiad los verbos de la página ochenta y ocho. No sabéis. Sois muy malas.
Mademoiselle salió de la clase con la mano extendida. Al cerrarse la puerta, estalló una salva de carcajadas. Bobby apretó la galleta con todas sus fuerzas, y Prudence la contempló con sorpresa. Como nadie la había puesto en antecedentes, creyó realmente el cuento del gatito perdido. Miró a Bobby con rostro sombrío. De manera que había vuelto a hacer uso de sus trucos quedando impune. ¡Cómo deseaba Prudence poder descubrirla ante Mademoiselle!
—Bueno, ¿no ha sido estupendo? —dijo Bobby, guardando la galleta en su bolsillo—. Ha transcurrido media clase, y apenas nadie ha tenido que recitar los verbos. ¡Bendita galleta! ¡Puedes decirle a tu hermano que ha sido todo un éxito, Janet!
Mademoiselle regresó con su mal humor acostumbrado. Mientras se lavaba las manos, se convenció de que lo del gatito debía ser algún truco, pero no lograba adivinar de qué se trataba. Se lavó las manos con gesto ceñudo y volvió al aula del primer curso dispuesta a recobrar su dominio como fuese.
A continuación escogió a Prudence para recitar los verbos. Prudence se puso en pie. Su francés era muy deficiente, y vacilaba continuamente tratando en vano de pronunciarlos bien.
—¡Prrrrudencia! ¡Eres más estúpida que Dorrrris! —exclamó Mademoiselle, arrastrando las erres del modo más fiero—. ¡Ah, esta primera clase! ¡No habéis aprendido nada en todo lo que va de curso! ¡Nada, os digo! ¡Ahhhhhhh! Mañana tendremos examen para ver lo que habéis aprendido. Prudence, no me mires como un cordero moribundo. Tú y Doris sois unas niñas muy malas. Si mañana no consigo más que notas medianas, iré a quejarme a la señorita Theobald. ¡Ah, este primer curso!
Horrorizadas, las niñas guardaron silencio. ¡Examen de francés! Lo que más odiaban en el mundo era un examen de francés. Las niñas estaban seguras de que Mademoiselle escogería unas preguntas que ninguna podría contestar.
Prudence se sintió furiosa contra Mademoiselle. Sabía que iba a quedar muy mal en el examen. En el escrito, copió casi todo del de Pam, pero en un examen oral, tendría que confiar en sus propios conocimientos. A menos que Pam pudiera ayudarla.
La niña estaba preocupada. De no haber sido por el truco de Bobby, Mademoiselle no hubiera perdido los estribos ni se le hubiera ocurrido la horrible idea del examen. ¡Cómo deseaba Prudence encontrar algún medio de escapar de él! ¡Si pudiera hacerlo… o mejor aún, si lograse averiguar lo que iba a preguntarles, entonces podría estudiar las respuestas!