Capítulo 9

Durante las dos semanas siguientes ocurrieron dos o tres cosas emocionantes, todas ellas relacionadas con Carlota. La primera tuvo lugar en la piscina. Carlota no era una gran nadadora, pero le encantaba bucear y saltar. Además era también maravillosa lanzándose desde el trampolín.

Muchas niñas eran capaces de correr con ligereza por la plancha de madera y luego lanzarse al agua desde su extremo, pero Carlota podía hacer mucho más. Corría por ella, saltaba en el aire dando dos o tres volteretas, y caía al agua con el cuerpo enroscado como una pelota…, ¡plaf! Se situaba en el extremo de la plancha, se mecía en ella hasta hacer que casi tocase el agua, y luego con un gran impulso final, se lanzaba como una piedra arrojada desde una catapulta, y se sumergía limpiamente al descender.

Saltaba desde el trampolín más alto y bajaba por el tobogán en todas las posiciones imaginables, incluso de pie, cosa imposible para las demás niñas. Por su forma de nadar, nadie podía vencer a Carlota.

—Se está exhibiendo —dijo Prudence en voz baja y llena de rencor mientras Carlota daba un hermoso doble salto en el agua cerca de ella. Prudence, sin haberse metido en el agua, estaba temblando de pies a cabeza. Aquella mañana el agua estaba fría y el nadar no era el punto fuerte de Prudence. Alison, sentada a su lado, también temblaba.

Carlota no se exhibía. Hacía todas estas cosas con perfecta naturalidad, y disfrutando intensamente. Prudence, que apenas sabía nadar y a quien le desagradaba el agua, nunca se unía a una admiración general que las demás dedicaban a Carlota.

—No se exhibe —replicó Janet que había oído las palabras de Prudence—. En ella es natural hacer esas cosas. ¡Estás celosa, mi querida Prudence! ¿Qué te parece si dieras otro paso y te mojaras las rodillas? llevas ahí más de cinco minutos temblando.

Prudence no hizo caso a Janet. Carlota subió al trampolín más alto y realizó una graciosa zambullida que hizo incluso que la señorita Wilton aplaudiera llena de admiración.

—Ahí la tenéis, exhibiéndose —dijo Prudence, hablando con Alison—. No comprendo por qué la alabáis tanto. Ya es bastante engreída de por sí.

—Carlota no es nada de eso —replicó Bobby—. Sujeta tu horrible lengua, Prudence. Cuesta creer que te has educado en casa de un vicario, al oírte hablar de esta manera tan soez.

—Bueno, salta a la vista que Carlota no ha crecido en casa de ningún vicario —dijo Prudence, con despecho. Carlota la oyó y sonrió. A ella no le importaban los comentarios de esta clase que a las demás las sacaba de quicio. Bobby apretó los labios contemplando con disgusto la blanca y temblorosa espalda de Prudence.

—¿Qué tal un chapuzón, querida Prudence? —dijo de pronto, propinándole un violento empujón que lanzó a Prudence al agua con un agudo chillido. Salió a la superficie, furiosa. Miró a su alrededor para descubrir a Bobby, pero ésta se había lanzado al agua tras ella y ahora estaba debajo del agua, tratando de cogerle las piernas.

En menos de un segundo, Prudence notó que alguien tiraba de ella con fuerza, sujetándola por el tobillo izquierdo y volviéndola a sumergir. Se hundió con otro grito agónico. Cuando salió de nuevo, le faltaba aliento…, pero no tardó en volver a desaparecer bajo el agua cuando Bobby la sujeta de nuevo por el tobillo.

Prudence logró soltarse y nadar en seguida hacia el borde de la piscina, llamando a la señorita Wilton.

—¡Señorita Wilton, señorita Wilton, Bobby casi me ahoga! ¡Señorita Wilton, llame a Bobby!

La señorita Wilton, sorprendida al oír los gritos de Prudence, miró para ver qué ocurría, pero por aquel entonces Bobby había llegado al otro extremo de la piscina y se estaba riendo a más y mejor.

—¿Qué significa eso de que Bobby te está ahogando? —dijo la señorita Wilton, impaciente—. Bobby está en el otro extremo de la piscina. No seas tonta, Prudence. Repórtate y prueba a nadar un poco. Te pasas la mayor parte del tiempo de pie en los escalones, asustada como una niña de tres años.

Se oyeron algunas risitas de las niñas más próximas. Prudence estaba tan furiosa que volvió a caerse al agua, tragando buena cantidad.

—¡Me las pagarás! —le gritó a Bobby, pero ésta se limitó a sonreír, saludándola con la mano.

—¡Tal vez ahora no ocupes tanto tu lengua en hablar mal de Carlota, sabiendo cómo las gasta Bobby! —comentó Janet, que estaba allí cerca, disfrutando con la escena.

Aquella tarde, cuando regresaban al edificio del colegio, Prudence se desahogó con Pamela Boardam.

—Es tan desagradable esa Carlota, que no me explico que nos tenga a todas mirándola con la boca abierta y considerándola maravillosa —dijo Prudence—. No comprendo cómo personas como Carlota son admitidas en un colegio de primera como éste, ¿y tú, Pam? Quiero decir que no es justo que niñas como nosotras, que pertenecemos a buenas familias y hemos sido bien educadas, tengamos que alternar con niñas como Carlota, que pudieran ejercer muy mala influencia en nosotras, ¿no te parece?

—Quizá sus padres hayan pensado que nosotras tal vez pudiéramos ejercer buena influencia en Carlota —sugirió Pam, con su voz suave—. Es un poco rara…, de acuerdo…, pero es muy divertida, Prudence.

—Yo no creo que las cosas que hace, demuestren inteligencia —dijo Prudence, dolida—. Ni tampoco la encuentro divertida. Yo creo que hay un misterio en nuestra Carlota. ¡Y me gustaría muchísimo saber cuál es!

Pam era más joven que Prudence, y aunque era muy inteligente para el estudio, se dejaba influenciar con facilidad. No tardó en asentir a todo lo que decía, e incluso cuando Prudence explicaba cosas que a todas luces no eran ciertas o poco amables para las demás, Pam la escuchaba con respeto, asintiendo con la cabeza.

Fueron Pam y Prudence las que descubrieron a Carlota, haciendo algo extraordinario no mucho después del episodio de la piscina. Estaban dando un paseo al aire libre y llevaban consigo sus libretas de apuntes y sus cestas para guardar ejemplares de animales y vegetales. Subieron la colina y se dirigieron a los bosques que había detrás del colegio. Luego el camino seguía subiendo y aparecieron grandes prados limitados por vallas y altos setos. Era un hermoso día para pasear, y Pam, que apenas salía, disfrutaba de lo lindo.

Prudence no hubiera salido de paseo de no haber visto a Carlota que se marchaba sola. Las niñas no podían salir solas, a menos que fueran del último curso, y en dos o tres ocasiones Prudence sospechó que Carlota desobedecía las reglas.

Aquel día había visto cómo Carlota se deslizaba por el jardín del colegio hasta una pequeña puerta que había al fondo, detrás del edificio. Prudence estaba en su dormitorio y sus ojos en seguida descubrieron a la niña.

«Quisiera saber lo que hace cuando sale sola —pensó Prudence—. ¿A dónde irá? Apuesto a que en la ciudad debe tener algunas amistades vulgares de las que nadie sabe ni la más mínima cosa. Me gustaría seguirla y averiguarlo».

Prudence era astuta. Sabía que era inútil buscar a Pam Boardam y proponerle el espiar a Carlota, porque Pam, aunque sentía un gran respeto por Prudence, huía de toda acción solapada. De manera que Prudence corrió a la planta baja, encontrando a Pam acurrucada y leyendo como de costumbre.

—¡Hola, Pam! —exclamó—. ¡Vamos a dar un paseo naturalista! Esta tarde los campos están preciosos. Ven conmigo. Te sentará bien.

Pam era de buena pasta. Cerró su libro y fue en busca de su cuaderno y su sombrero. Las dos niñas atravesaron el jardín y salieron por la puertecita que daba a los prados. Prudence no dejaba de vigilar por si veía a Carlota y no tardó en descubrirla, con la chaqueta de uniforme, algo más lejos, subiendo la colina opuesta.

—¿Quién será? —dijo a Pam, sin darle importancia—. No la perdamos de vista y tal vez podemos unimos a ella de regreso.

—No podemos —replicó Pam—. Va sola. Debe ser una de las de último curso. ¡No querrá volver al colegio con nosotras!

—¡Oh, olvídalo! —dijo Prudence—. Bueno, podemos ir por el mismo camino que ella. Es probable que conozca bien los senderos.

Así que las dos niñas no perdieron de vista a Carlota, que después de subir hasta lo alto de la colina, descendió al valle. Allí había un gran campamento, puesto que a la ciudad vecina había llegado un circo. Era un gran campo con muchos carromatos y jaulas, y en el centro se alzaba una enorme tienda de lona.

—Debe haber un circo en Trenton —dijo Prudence—. Pero Carlota no debe ir allí, puesto que ahora no habrá función.

—¿Cómo sabes que es Carlota? —exclamó Pam, sorprendida—. ¡No puede ser ella! No puede salir sola. ¿Cómo sabes quién es desde tan lejos?

Prudence estaba disgustada consigo misma. No tenía intención de descubrir a Pam que sabía que era Carlota.

—Oh, tengo muy buena vista —replicó—. Tú llevas lentes, de manera que no debes ver tan lejos como yo. Pero estoy casi segura de que es Carlota. ¿No es muy propio de ella… el escaparse faltando a las reglas?

—Sí, es muy de ella —dijo Pam, quien no obstante, no dejaba de admirar a la brava muchacha por su desprecio absoluto de las reglas y prohibiciones cuando deseaba hacer algo. Carlota siempre iba derecha a ello pasando por encima de los obstáculos y objeciones, como si no los hubiese.

Siguieron a Carlota hasta el gran campo y la vieron hablar con el mozo despeinado y de aspecto rudo. Sonrió a Carlota y ella asintió con la cabeza, yendo hasta el cercado contiguo donde había varios hermosos caballos de circo. Al medio minuto, la niña había cogido uno, saltando sobre su lomo, y estaba galopando por el campo con toda perfección a pesar de montar a pelo.

Pam y Prudence la contemplaron con la mayor sorpresa. ¡Prudence no había imaginado una cosa semejante! Apenas podía dar crédito a sus ojos, Las dos niñas contemplaban a Carlota montada sobre el hermoso caballo, que primero galopaba por el campo y luego se puso al trote. El hombre con quien había hablado fue a verla, y gritándole unas palabras le señaló otro caballo. Aquél era más parecido a los de tiro, más ancho y seguro.

Carlota replicó algo al hombre, y saltando del caballo corrió hacia el que le había señalado. En un periquete estaba sobre él y comenzó a dar vueltas por el campo.

¡Y entonces Carlota hizo algo que asombró aún más a las dos niñas! Se puso de pie sobre el lomo del caballo y conservando perfectamente el equilibrio, obligó al caballo a trotar dando vueltas y vueltas como si estuviera en la pista de un circo. Los labios de Prudence formaban una línea delgada.

—Siempre he pensado que había algo raro en Carlota —dijo a Pam—. Ahora ya sé lo que es. Estoy segura de que no es otra cosa que una saltimbanqui de circo. ¿Cómo es posible que la señorita Theobald la haya admitido en el colegio? ¡Es terrible! ¿Qué dirán las otras?

—No digamos nada, Prudence —suplicó Pam, tímidamente—. Por favor. El secreto es de Carlota, no nuestro. Será mejor que no digamos nada.

—Bueno, esperaremos el momento propicio —dijo Prudence con voz llena de rencor—. Aguardaremos el momento propicio. Vamos. Será mejor que regresemos antes de que nos vea.

Las dos niñas emprendieron el camino de regreso al colegio, que transcurrió casi en silencio. Prudence estaba radiante por haber descubierto algo tan curioso referente a Carlota… y Pam estaba intrigada y preocupada, temiendo que Prudence descubriera el secreto de Carlota y la arrastrara a ella, Pam, a sufrir las desagradables consecuencias. Llegaron al colegio con el tiempo justo para merendar.

Pat e Isabel vieron entrar a las dos muchachas y les gritaron, sorprendidas:

—¡Vaya! ¡No iréis a decirnos que habéis ido a dar un paseo naturalista! ¡Creí que nadie era capaz de sacaros al exterior!

—Hemos dado un paseo estupendo —dijo Prudence—, y hemos visto cosas muy interesantes.

—¿Qué habéis traído, Pam? —le preguntó Hilary, viendo que Pam llevaba su cesta colgada del hombro.

Pam enrojeció. No llevaba nada, ni tampoco Prudence. El paseo se había reducido a seguir a Carlota, espiarla y luego a pensar en ella durante el camino de regreso. Prudence no había pronunciado ni una palabra sobre Historia Natural, y Pam no quiso pedirle que se detuviera cada vez que vio algo interesante…

Prudence, viendo que Pam estaba violentada por no haber traído nada para la clase de Historia Natural, mintió tranquilamente.

—Traemos montones de cosas —dijo—. Pero las guardaremos para después de merendar. Ahora tenemos mucho apetito… y ya suena la campana.

Prudence sabía que después de la merienda, nadie se acordaría de preguntar por los ejemplares hallados aquella tarde. Empujó a Pam en dirección al vestíbulo, para que pudiera lavarse las manos.

Pam guardó silencio mientras se lavaba. Era muy sincera y le extrañaba que Prudence dijera mentiras, porque siempre estaba criticando a las que obraban mal… y no obstante ella mentía con toda tranquilidad.

«Tal vez haya sido por no decir que habíamos visto a Carlota —se dijo Pam, para sus adentros—. Ha querido protegerla».

Carlota llegó tarde para la merienda. Murmuró unas palabras de disculpa ante la señorita Roberts y se sentó. Estaba roja de tanto correr, y aunque se había cepillado sus ensortijados cabellos, se le veía desaliñada y sudorosa.

—¿Dónde has estado, Carlota? —le preguntó Pat—. Esta tarde te he buscado por todas partes. Te tocaba a ti jugar al tenis. ¿No lo sabías?

—Lo olvidé —repuso Carlota, cogiendo una tostada de pan con mantequilla—. Salí a dar un paseo.

—¿Con quién? —le dijo Janet.

—Sola —replicó Carlota con toda sinceridad bajando la voz para que no la oyera la señorita Roberts—. Sé que he faltado a las reglas, pero no puedo evitarlo. Quería estar sola.

—Cualquier día te pescarán, monita —le dijo Bobby—. Yo he faltado muchas veces a las reglas… pero tú te comportas como si no existiese ninguna. ¡Ten cuidado, Carlota!

Pero Carlota sonrió. Tenía un secreto que pensaba conservar para ella sola. ¡Ignoraba que alguien lo había descubierto!