Capítulo 8

Las cinco nuevas se fueron aclimatando a Santa Clara cada una de modo distinto. Sadie Greene dejaba transcurrir los días sin hacer caso de nada aparte de las cosas que le interesaban realmente. Los fríos comentarios de la señorita Roberts no hacían mella en sus oídos y Mademoiselle no le impresionaba lo más mínimo. Permanecía absorta en sus pensamientos, cuidaba de su aspecto personal con todo esmero y se interesaba por Alison porque en realidad era una niña bonita y pulida.

Prudence y Pamela se fueron aclimatando también, aunque Prudence tenía buen cuidado de no enfrentarse con Bobby y Janet, si le era posible evitarlo. Bobby se adaptó tan bien que a las antiguas de primer curso les parecía que llevaba varios años en Santa Clara. Carlota también se fue acostumbrando a su manera, aunque resultaba un tanto misteriosa para sus compañeras.

—En muchos aspectos, parece vulgar —decía Pat, oyendo como Carlota hablaba con Pam y con su curiosa voz de acento mitad londinense mitad extranjero—. Es desaliñada y no tiene educación, pero, sin embargo, es tan natural y sincera que no puedo por menos que tenerle simpatía. ¡Estoy segura de que algún día se peleará con Mademoiselle! ¡No se pueden ver!

A Mademoiselle no le iba demasiado bien aquel curso con las de primero. Las niñas que debían pasar a segundo no estaban a la altura que ella deseaba y las hacía trabajar de firme, cosa que a ellas no les gustaba. Pam estaba muy adelantada en francés, aunque su acento dejaba mucho que desear. Sadie Greene era un desastre. ¡No le importaba nada y no pensaba esforzarse! Prudence parecía esforzarse mucho pero no conseguía gran cosa. A Bobby tampoco le importaba… y en cuanto a Carlota, francamente detestaba a la pobre Mademoiselle y se portaba con ella con tanta rudeza como se atrevía.

De manera que Mademoiselle lo pasaba muy mal.

—¿Te extraña que la llamasen «Mademoiselle Abominable» el primer curso que estuvimos aquí? —dijo Pat a Bobby—. ¡Esta mañana te ha llamado a ti y a tu trabajo «abominable» e «insoportable» por lo menos veinte veces! Y en cuanto a Carlota, ha utilizado con ella todas las palabras feas que sabe en francés. ¡Pero debo reconocer que Carlota se las merecía! Cuando se pone ceñuda, deja que sus rizos le caigan sobre la frente, y aprieta los labios hasta que se le ponen blancos, parece una verdadera gitana.

Carlota era en verdad sorprendente. Algunas veces daba la impresión de que iba a hacer cuanto pudiera por portarse bien y esforzarse por aprender… y otros días parecía como si ni siquiera estuviera en clase. Estaba lejos de allí, soñando en otros días, y en otra vida, y aquello enfurecía a Mademoiselle.

—¡Carlota! ¿Qué es eso tan interesante que se ve hoy por la ventana? —le preguntó Mademoiselle en tono irónico—. ¡Ah…, veo una vaca a lo lejos! ¿Es que te resulta tan emocionante? ¿Acaso esperas oírla mugir?

—No —replicó Carlota con su tono desenfadado—. Estoy esperando oírla ladrar, Mademoiselle.

Luego la clase rió por lo bajo y esperó sin aliento a que la furia de Mademoiselle descendiera sobre la oscura cabeza de Carlota.

Donde Carlota resultaba en verdad sorprendente era en gimnasia. Desde que Margery Fentworthy había pasado a segundo curso, no quedó en el primero, nadie que fuera verdaderamente buena en gimnasia. Carlota había realizado todos los saltos, carreras y ejercicios más o menos igual que las otras, aunque con menos esfuerzo y con una curiosa elasticidad…, hasta un día de la tercera semana de curso.

La niña había estado intranquila toda la mañana. El sol brillaba en la ventana de la clase y un fuerte viento azotaba la colina. Carlota parecía no poder estarse quieta y no prestó la menor atención a las lecciones. La señorita Roberts llegó a pensar que debía estar enferma y no sabía si avisar al ama para que le tomase la temperatura. Carlota tenía los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas.

—¡Carlota! ¿Qué te ocurre esta mañana? —le preguntó la señorita Roberts—. No has terminado ni una suma. ¿En qué estás pensando?

—En caballos —replicó al punto—. En mi caballo «Terry». Hace un día estupendo para galopar muy lejos.

—Bien, yo pienso de distinta manera —replicó la señorita Roberts—. Yo creo que es un día inmejorable para que prestes atención a tus deberes, que están sin hacer, Carlota. ¡Presta atención a lo que te digo!

Afortunadamente para Carlota, en aquel momento sonó la campana del recreo, la clase se disolvió. Después del recreo tenían gimnasia. Carlota desahogó parte de su nerviosismo en los jardines, pero cuando sonó la campana llamando a las clases, aún le quedaba bastante.

La señorita Wilton, la encargada de deportes, era también la profesora de gimnasia. Tuvo que llamar varias veces al orden a Carlota porque la niña saltaba y trepaba fuera de turno, o hacía más de lo que le decían. Carlota se puso ceñuda y sus ojos brillaron de furor.

—¡Hacemos unas cosas tan tontas! —dijo.

—No seas impertinente —replicó la señorita Wilton—. Hacéis cosas bastante difíciles considerando que sois las más pequeñas. Supongo que tú crees que serías capaz de hacer cosas sorprendentes que nadie pudiera imitar, Carlota.

—Sí, claro que puedo —repuso Carlota, y ante el asombro de toda la clase, la niña de ojos oscuros, comenzó a saltar realizando las más graciosas volteretas que podáis imaginaros. Fue dando vueltas a todo el gimnasio, lanzándose primero sobre las manos y luego sobre los pies con la facilidad de un payaso de circo. Las niñas contuvieron el aliento para observarla.

La señorita Wilton estaba asombrada.

—Basta, Carlota —le dijo—. Desde luego, no he visto a nadie que diera unos volatines semejantes.

—¡Mire cómo trepo a las cuerdas como debe treparse! —exclamó Carlota fuera de sí, ahora que se sabía el centro de la admiración y el asombro de todos los ojos que estaban a su alrededor. Y antes de que la señorita Wilton pudiera decir sí o no, se agarró a una cuerda como un mono y subió hasta el techo, y una vez arriba, se inclinó completamente hacia abajo y quedó colgada por las rodillas, ante el horror de la señorita Wilton.

—¡Carlota! ¡Baja en seguida! ¡Lo que estás haciendo es extremadamente peligroso! —ordenó la señorita Wilton, temerosa de que la niña se cayera rompiéndose el espinazo—. ¡Baja en seguida!

Carlota bajó como un relámpago, dio un doble salto, y volvió a dar la vuelta al gimnasio, girando como las aspas de un molino sobre sus pies y sus manos, terminando con un ágil salto para quedar de pie. Sus ojos brillaban y sus mejillas echaban fuego. Era evidente que había disfrutado.

Las niñas la miraban boquiabiertas, considerándola maravillosa y deseando saber hacer lo mismo que Carlota. La señorita Wilton estaba tan sorprendida como las niñas y miraba a Carlota sin apenas saber qué decir.

—¿Quiere que le enseñe algo más? —preguntó Carlota, sin aliento—. ¿Quiere ver como ando sobre las manos? ¡Míreme!

—Es suficiente, Carlota —le dijo la señorita Wilton en tono firme—. ¡Es hora de que las demás hagan algo! Desde luego, eres muy ágil y muy lista… pero yo creo que lo mejor será que hagas lo mismo que las demás y no interrumpas con esas extrañas exhibiciones.

La clase de gimnasia transcurrió normalmente, pero las niñas apenas podían apartar los ojos de Carlota, esperando que volviera a hacer algo extraordinario, pero la niña parecía absorta de nuevo en sus sueños y apenas miraba a nadie.

Después de la clase, la rodearon.

—¡Carlota! ¡Demuéstranos lo que sabes hacer! ¡Anda sobre las manos, cabeza abajo!

Pero Carlota no estaba de humor para nada más y se abrió paso entre sus admiradoras, pareciendo de pronto muy deprimida.

—Dije que no lo haría… y lo he hecho —murmuraba entre dientes, cuando desapareció por el pasillo. Las niñas se miraron unas a otras.

—¿Has oído lo que ha dicho? —dijo Pat—. Me pregunto qué habrá querido decir. ¿Verdad que es maravillosa?

Aquello pareció haber sentado bien a Carlota. Se portó mucho mejor durante las clases siguientes después de su curiosa exhibición de gimnasia, estuvo más quieta y más contenta. Dejó de fruncir el ceño y no estuvo tan ruda con Mademoiselle durante la conversación de francés.

Las niñas le suplicaron que volviera a exhibirse cuando el gimnasio estuviese vacío, pero ella no quiso.

—No —dijo—. No me lo pidáis.

—Carlota, ¿dónde aprendiste todo eso? —preguntó Isabel, con curiosidad—. Haces todas esas cosas como los payasos y acróbatas de los circos. ¡Y cómo subiste por la cuerda! ¡Siempre pensamos que Margery Fentworthy era maravillosa…, pero tú eres muchísimo mejor!

—Tal vez Carlota tenga parientes que pertenecen a un circo —dijo Prudence en tono malicioso. No le gustaba la atención y admiración que acababa de despertar Carlota, y estaba celosa. Ella la consideraba vulgar y deseaba mortificarla.

—Cállate, Prudence —dijo Bobby—. Algunas veces me haces pensar lo estupendo que sería pegarte fuerte con un cepillo de cabello.

Prudence enrojeció indignada, y las otras sonrieron. Les gustaba que de cuando en cuando Prudence tuviera que agachar la cabeza.

—Vamos a la pista de tenis —dijo Pat a Bobby, viendo que la pelea estaba a punto de empezar—. La señorita Wilton dijo que debíamos entrenar el saque. Yo te sacaré a ti veinte veces, y luego tú a mí. El mes que viene tenemos que jugar contra el San Cristóbal y Oakdene, y quiero pertenecer al equipo del primer curso.

—Bueno, iré y dejaré que te entrenes conmigo —dijo Bobby, dirigiendo una última mirada a Prudence—, pero es inútil que yo espere formar parte de ningún equipo este año. Vamos. Dejemos a esta «Leche-Agria».

¡Cómo odiaba Prudence aquel mote! Pero siempre que hacía uno de sus desagradables comentarios, era seguro que una u otra susurraba «Leche-Agria».

Prudence odiaba a Bobby porque ella le había sacado aquel mote, pero la temía. Ella hubiera querido perjudicar a Bobby, con un mote desagradable e ingenioso…, pero no se le ocurría ninguno. Para todo el colegio era Bobby. Incluso las profesoras ya habían dejado de llamarle Roberta y utilizaban su diminutivo. ¡Por mucho que le pesase a Prudence, Bobby era una niña de las más populares del curso!