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Cada media hora, Dortmunder llamaba a May, que se había quedado en casa sin ir al trabajo para poder escuchar una emisora de noticias («Denos veinte minutos y le daremos el mundo», amenazaba su publicidad). Dortmunder hubiera preferido estar en el puesto de escucha, pero allá abajo, en la conducción de la Compañía Telefónica, muy por debajo de la poderosa urbe, no había posibilidad de recibir ondas de radio. En cuanto a la televisión, mejor olvidarse.
—Hay jaleo en el Sudeste asiático —le dijo May a las diez y media.
—Ajá —dijo Dortmunder.
—Hay jaleo en Oriente Próximo —le dijo May a las once en punto.
—Lógico y natural —dijo Dortmunder.
—Hay jaleo en la parte cubana de Miami —le anunció May a las once y media.
—Vaya, hay jaleo por todas partes —comentó Dortmunder—. Hasta aquí hay algo.
—Han identificado definitivamente al ladrón del Fuego Bizantino —le dijo May a las doce—. Se trataba tan sólo de una noticia de alcance, mientras hablaban del jaleo organizado en el béisbol.
Dortmunder sintió la garganta seca.
—Espera un momento —dijo. Y sorbió un poco de cerveza—. Ahora, dime —dijo.
—Benjamin Arthur Klopzik.
Dortmunder se quedó mirando acusadoramente a Kelp, como si fuera culpa suya. Kelp le devolvió la mirada, expectante y alterada. Y hablando al teléfono dijo:
—¿Quién?
—Benjamin Arthur Klopzik —repitió May—. Lo dijeron dos veces y me dio tiempo de escribirlo.
—¿No hablaron de un tal Craig Algo?
—¿Quién?
—Benjamin… —y de pronto cayó en la cuenta—. ¡Benjy!
Kelp no pudo resistirlo más:
—Dime qué pasa, John —dijo, inclinándose hacia él—. Dime, dime.
—Gracias, May —dijo Dortmunder. Le costó un segundo darse cuenta de que la extraña e incómoda sensación de sus mejillas estaba causada por una sonrisa—. Odio tener que parecer optimista, May —dijo—, pero no puedo menos de sentirme así. Creo que se acerca el momento de poder volver tranquilamente al mundo de arriba.
—Sacaré los filetes del refrigerador —dijo May.
Dortmunder colgó el teléfono y se quedó sentado durante un minuto, asintiendo pensativamente para sí:
—Ese Mologna —dijo— es un tipo hábil.
—¿Qué ha hecho, John? —Kelp, nervioso y frustrado, se movía en todas direcciones, derramándose cerveza sobre las rodillas—. Cuéntame qué pasa, John.
—Benjy —dijo Dortmunder—, el tipejo al que los polis le enchufaron un micrófono.
—¿Qué pasa con él?
—Es el tío a quien Mologna ha endilgado el robo del anillo.
—¿Benjy Klopzik? —Kelp no salía de su asombro—. Ese pequeño chivato no podría robar ni una bolsa de papel en un supermercado.
—Sin embargo —dijo Dortmunder—, todo el mundo anda detrás de él ahora por lo del micrófono, ¿no?
—Se la tienen jurada al menos tanto como a ti y como a mí —concedió Kelp.
—Así que la bofia anuncia que fue él quien chorizo el rubí. Y como él no va a volver para decir que no fue él, asunto concluido.
—¿Pero dónde está?
—¿Y a quién le importa? —dijo Dortmunder—. En Oriente Medio, tal vez. O en la parte cubana de Miami. Tal vez los polis lo liquidaron y lo han enterrado en los sótanos de su cuartel general. Dondequiera que esté, Mologna se habrá asegurado muy mucho de que nadie lo encuentre. Y eso me basta.
Y echando mano al teléfono, sonriendo con sorna de oreja a oreja, Dortmunder dijo:
—Con eso tengo más que de sobra.