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May abrió la puerta del apartamento y se encontró con que la salida estaba llena de policías.

—Por Dios bendito —dijo ella—. Si llego a saber que había aquí una fiesta, me hubiera parado a comprar unos canapés.

—¿Dónde ha estado? —dijo el más alto, enfadado y desastrado de los policías de paisano.

—En el cine.

—Eso ya lo sabemos —dijo otro—. Queremos decir después.

—Vine hacia aquí —echó una mirada al reloj situado encima de la televisión—. La película terminó a las doce menos doce, tomé un taxi y aún no son ni siquiera las doce.

Los polis se la quedaron mirando, dudosos; luego quisieron hacer ver que no habían tenido la menor duda.

—Si está usted en contacto con John Archibald Dortmunder… —empezó a decir el policía enojado y desastradamente vestido de paisano. Pero May le interrumpió:

—Nunca usa su segundo nombre.

—¿Cómo?

—Archibald. Nunca usa el Archibald.

—¿Y eso qué importa? —dijo el poli—. ¿Me entiende? Me importa un pito.

Otro de los polis dijo:

—Harry, tómatelo con calma.

—Está intentando fastidiarme, eso es todo —dijo el poli grandote y desastrado—. Redadas, detenciones, jaleo, todo el mundo con turnos doblados. Y todo por un maldito haragán de dos largos.

—Todo el mundo —dijo May con tono solemne— es inocente mientras no se demuestre lo contrario.

—Y una porra —dijo el poli, dándose la vuelta e indicando a sus otros colegas—: Ya vale, vamos.

Y mirando fijamente a May, le plantó:

—Si estás en contacto con John Archibald Dortmunder, dile que se lo pasará mucho mejor si decide entregarse.

—¿Y por qué iba a decirle algo así?

—Sólo recuerda lo que acabo de advertirte —le dijo el poli—. Porque a lo mejor también a ti te toca algo.

—John se lo iba a pasar mucho peor como se le ocurriera entregarse.

—Seguro que sí.

Y todos los polis fueron saliendo del apartamento, dejando la puerta abierta tras de sí. May fue a cerrarla.

—¡Puaf! —dijo, y se fue a la cocina a abrir un ambientador Airwick.