27

Cuando el hombrecillo se deslizó dentro del despacho, introducido por Tony Cappelletti, Mologna se quedó mirándole fijamente por encima de su mesa y dijo:

—¿Benjamin Arthur Klopzik?

—¡Fiu! —dijo el hombrecillo, luciendo una repentina y luminosa sonrisa—. ¿Ése soy yo?

Mologna frunció el ceño y lo intentó de nuevo:

—¿Eres tú Benjamin Arthur Klopzik?

—¿Soy yo?

—Siéntate —le dijo Tony Cappelletti, empujándolo hacia el sillón que había frente a la mesa de Mologna—. Sí, éste es Klopzik. ¿Es que estás tramando algo, Benjy?

—Oh, no, capitán —dijo Benjamin Arthur Klopzik, y se giró con una encantadora sonrisa en los labios hacia Mologna—. Buenos días, inspector jefe.

—Vete al infierno —le dijo Mologna.

—Como usted diga —Klopzik colocó sus manos de enlutadas uñas entre sus huesudos muslos y se sentó muy alerta, como un perro acostumbrado a hacer gracias.

—Así que —dijo Mologna— toda una serie de tus amigos inadaptados, rateros de cuatro al cuarto, chorizos, carteristas y maleantes se proponen ayudar al Departamento de Policía de Nueva York a encontrar el Fuego Bizantino, ¿no es así?

—Sí, inspector jefe.

—Sin dejar de lado tampoco al FBI.

Klopzik pareció confundido.

—¿Cómo dice, inspector jefe?

—No es que quiera meter en canción al FBI —prosiguió Mologna, y miró por encima de Klopzik al tieso Tony Cappelletti, a quien lanzó una irónica mirada, que éste no le devolvió; era como contarle un chiste a un caballo. Mologna deseó que Leon no echara tanto tiempo en la antesala del despacho, haciendo calceta. ¿Qué excusa podía buscar para hacer entrar a Leon? Mirando severamente a Klopzik, dijo:

—Así que estás dispuesto a hacer una declaración, ¿no? Y también a firmarla, supongo.

Klopzik lo miró aterrado.

—¿Declaración? ¿Firmar?

Girando todo el cuerpo en el sillón, se quedó mirando mudamente a Cappelletti como si se tratara de su asesor.

Éste meneó pesadamente la cabeza.

—No queremos quemar a Benjy como soplón, Francis.

No había declaración y, por tanto, tampoco había disculpa para llamar a Leon.

—Muy bien —dijo Mologna—, Klopzik, no habrá trato formal. Si tú y tus vagabundos, parásitos y rateros, queréis ayudar a las autoridades en su investigación en este odioso crimen, se supone que lo hacéis por puro espíritu de civismo, ¿queda clara la cosa?

—Seguro que sí, inspector jefe —dijo Klopzik, contento de nuevo—. Y entre tanto, se supone que va a parar la redada, ¿no?

Esta vez, todo el peso de la glacial mirada de Mologna cayó sobre Klopzik, que pestañeó ante ella como si un carámbano le hubiera crecido de repente en la nariz.

—¿Llamas redada a esto, Klopzik? —le preguntó Mologna—. ¿Crees que el pequeño ejercicio que hemos desplegado hasta ahora merece el nombre de redada?

Mologna se detuvo, esperando una respuesta, pero podía haberse ahorrado hasta el ahorro de resuello; el entendimiento de Benjamin Arthur Klopzik en modo alguno era tan intrincado como para saber si tenía que responder sí o no. Mologna esperó y Klopzik se quedó mirándolo sin dejar de pestañear, esperando la orden de empezar a dar vueltas sobre sí mismo o capturar al vuelo un palo. Finalmente, el mismo Mologna dio la respuesta:

—Por supuesto que no —dijo—. Mañana, si el bendito rubí sigue sin aparecer, tú y tus amigos buenos-para-nada vais a saber lo que es una redada de verdad. ¿Te apetece tener esa experiencia, Klopzik?

Esta vez Klopzik sí sabía la respuesta:

—¡No, inspector jefe!

—Pues ahora vas y le dices a esa banda de rufianes lo que te he dicho.

—Sí, inspector jefe.

—Y puedes decirles también a esos truhanes y gandules que en lo que a mí respecta no están haciéndonos ningún favor ni a mí ni al Departamento de Policía de Nueva York.

—Por supuesto que no, inspector jefe.

—No están haciendo más que lo que es su deber como ciudadanos, y por la Virgen Santísima que no están haciendo nada de más.

—Sí, inspector jefe.

—No recibirán el menor agradecimiento si consiguen cazar el rubí y tendrán que soportar mis iras como no lo consigan.

—Sí, inspector jefe. Gracias, inspector jefe.

—Y cuando digo…

En aquel momento la puerta se abrió y Leon hizo su aparición como Venus surgiendo de las aguas.

—No se lo va a creer —anunció, mientras Tony Cappelletti lo miraba de arriba a abajo con la melancólica frustración de un san bernardo con bozal que observa a un gato.

—Espera un momento, Leon —dijo Mologna, y prosiguió con la frase que había empezado—: Cuando digo mañana, Klopzik, ¿sabes lo que quiero decir?

Parpadeos de perplejidad recorrieron los reducidos rasgos del hombrecillo:

—¿Sí, inspector jefe?

—Te diré lo que quiero decir —le advirtió Mologna—. No quiero decir en el momento que a tu miserable esqueleto le dé la gana de salir de tu asqueroso catre.

—No, inspector jefe.

—Quiero decir un segundo después de la medianoche. Eso significa mañana.

Klopzik asintió, extremadamente atento y receptivo.

—Medianoche —dijo haciendo eco.

—Más un segundo.

—Sí, claro, inspector jefe. Se lo diré a mis… amigos. Les diré exactamente lo que usted acaba de decirme.

—Hazlo —y a Cappelletti le dijo—: Llévatelo de aquí, Tony, antes de que pierda los estribos y empiece a lustrarme los zapatos con él.

—Muy bien, Francis —Cappelletti le dio unos golpecitos casi amigables en el coco y le dijo—: Vamos, Benjy.

—Sí, claro, capitán —dijo Klopzik, rebotando sobre sus pies—. Buenos días, inspector jefe.

—Vete a joder por ahí.

—Claro que sí —Klopzik volvió su feliz cara hacia Leon—. Buenos di…, di…, eh…

—Vamos fuera, Benjy —dijo Cappelletti.

—Eres muy agudo —dijo Leon a Benjy, que se iba del despacho repentinamente perplejo e inseguro.

Cuando se quedaron solos, Mologna dijo:

—Leon, no sobrepases nunca los límites del buen gusto.

—Oh, eso nunca.

—Está bien. Y ahora dime qué es eso tan imposible de creer.

—El ladrón acaba de llamar —dijo Leon con ese gesto malicioso que indica que hay más de lo que se está diciendo.

—¿El ladrón-ladrón?

—El hombre que tiene el rubí en el ombligo —concordó Leon—. El mismo que viste y calza.

—Pero ésa no es la parte que no me puedo creer.

—No, claro —dijo Leon, echándose a reír—. Llamó pidiendo hablar con usted… Lo hizo con la pronunciación correcta y todo eso…, y entonces me lo pasaron a mí.

—¿Qué impresión daba?

—Nervioso.

—Ya puede estarlo. ¿Y qué pasó entonces?

—Le dije que usted estaba reunido y que lo volviera a llamar hacia las diez y media, y él dijo que sí.

Leon se detuvo aquí, bailoteando en el sitio al son de un ritmo interior y a punto de estallar de risa. Mologna se lo quedó mirando enfadado y sintiéndose estúpido, al no coger el chiste.

—Bueno, ¿y qué pasó luego?

—Nada —dijo Leon—. Que colgó. ¿Pero no lo ve? Yo le dije que usted lo llamaría a él de nuevo. ¡Y él me dio su número!