28

Cuando Dortmunder colgó el teléfono, después de haber hablado con el secretario del inspector Maloney (también él pensaba que se escribía así) —un chico que sonaba un tanto raro para ser policía—, estaba tan bañado en sudor que tuvo que tomar una ducha en el cuarto de baño de Andy Kelp, de donde salió vestido con la bata de Andy (demasiado corta), para encontrarse con una nota sobre la mesa de la cocina que decía: «He salido a buscar de comer. Vuelvo en diez minutos.» Así que se sentó a leer el Daily News, donde se enteró de las noticias acerca de su propia búsqueda, hasta que Andy Kelp volvió de la calle con una ración de Kentucky Fried Chicken y un mazo de latas de cerveza.

—Pareces más relajado ahora, —dijo Kelp.

—Pues no lo estoy —le dijo Dortmunder—. Me siento como si tuviera una enfermedad. Me siento como si me hubiera pasado cien años en una mazmorra. Me he visto en el espejo y ya sé lo que parezco, que es exactamente lo que soy: el hombre que hizo enfadar a Tony Bulcher.

—Mira las cosas por su lado bueno —le aconsejó Kelp mientras distribuía cerveza y ancas de pollo sobre la mesa de la cocina—. Estamos contraatacando. Actuamos sobre un plan.

—Si eso es el lado bueno de las cosas —dijo Dortmunder, cortándose el pulgar mientras abría una lata de cerveza—, mejor no mirarlo.

—Mientras estaba fuera —dijo Kelp, palpando todas las ancas de pollo de la bandeja antes de escoger una— lo dejé preparado todo por si se producía la llamada.

—Prefiero ni pensarlo.

—Está como un pastel.

Cogió un anca de pollo, la miró y volvió a dejarla.

—No puedo comer —se puso de pie dijo—: Creo que me voy a vestir.

—Bébete una cerveza —sugirió Kelp—. Vale lo que una comida.

Dortmunder se llevó la cerveza, se fue a vestir y cuando volvió Kelp se había comido ya todas las ancas de pollo menos una.

—Te dejé ésa —dijo, señalándola— por si cambiabas de opinión.

—Muchas gracias.

Dortmunder abrió otra cerveza, sin cortarse esta vez, y mascó un trozo de anca de pollo.

Poniéndose en pie, Kelp le dijo:

—Ven a que te enseñe mi centro de aprovisionamiento. Tráete el anca.

El dormitorio de Kelp estaba situado detrás de la cocina. Con el anca de pollo en una mano y una cerveza en la otra, Dortmunder lo siguió hasta allí, donde penetraron en un cuarto trastero que resultó tener una pared de fondo falsa hecha de una sola plancha de virutex. Apartada ésta, salió a la luz un muro de ladrillos en el que se había practicado un agujero irregular de unos cinco pies de alto y como pie y medio de ancho. Kelp alcanzó dos agarraderas de madera redondas que había montadas sobre la plancha de madera que cerraba dicho hueco y realizó un complicado movimiento de levantar-tirar-remover-empujar que hizo retroceder la plancha de madera, dejando ver un oscuro y aparentemente atestado recinto.

Kelp penetró en dicho espacio a través del hueco, sin soltar las agarraderas de la plancha, e introdujo el cuerpo lateralmente para poderlo pasar por el estrecho agujero abierto entre los ladrillos. Dortmunder se quedó mirándole intensamente, pero cuando vio que Kelp se hallaba ya del otro lado sin alarmas, ni gritos, ni lamentos, se decidió a seguirlo, deslizándose hacia el interior de lo que evidentemente era un almacén, amueblado con estanterías de conglomerado, llenas hasta los topes de capas de cartón de todos los tamaños y al que unas claraboyas lejanas iluminaban con una luz grisácea.

Kelp, colocando de nuevo en su sitio la plancha de madera, susurró:

—Tenemos que tener cuidado ahora. Hay gente trabajando en la parte delantera del edificio.

—¿Quieres decir ahora mismo? ¿Que hay gente ahora mismo aquí?

—Pues claro —dijo Kelp—. Es viernes, ¿no? Es día de trabajo. Vamos.

Kelp echó a andar, dirigiendo la marcha, mientras Dortmunder lo seguía a tientas. Kelp avanzaba con absoluta seguridad incluso cuando llegaban a ellos ecos de voces lejanas, mientras Dortmunder lo seguía a través de una puerta acristalada hacia el interior de un cuarto de menores dimensiones donde podía verse todo tipo de material telefónico, ordenado en estantes de madera recubiertos de formica naranja por las cuatro paredes.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo Kelp con aire de vendedor experimentado—. Teléfonos de este lado, extensores de ese otro, equipo de grabación y contestadores por aquí y por allá.

—Andy —dijo Dortmunder—, vamos a acabar con esto de una vez.

—Bueno, pues elige lo que quieras —le dijo Kelp—. ¿Qué prefieres? Aquí tenemos el modelo Princesa, color de rosa, luz en el dial. ¿Te acuerdas del modelo Princesa?

—Claro que me acuerdo —dijo Dortmunder—. No se podía marcar ni tampoco colgar.

—No es uno de nuestros mejores modelos —reconoció Kelp—. Aquí, en cambio, tenemos el modelo Sueco. Téngase en cuenta que el color de este tipo concreto es aguacate, pero lo hay en toda la gama de colores. Venga, tóquelo y vea.

Dortmunder, tras dejar su lata de cerveza con los restos del anca de pollo haciendo equilibrios sobre ella, se encontró a sí mismo palpando el modelo Sueco de color aguacate. Parecía una especie de escultura minimal, hecha a imitación de un cuello de caballo, que iba curvándose y estrechándose a partir de una base no del todo redonda, para arquearse en su parte superior en lo que parecía ser el auricular de escucha. Y los pequeños agujeritos negros de la base debían ser sin duda la parte por donde uno hablaba. Dándole la vuelta al aparato, Dortmunder vio que el dial se hallaba situado bajo la base y en torno a un botón de color rojo. Apretó el botón y luego lo dejó.

—Muy popular —dijo Kelp—. Un modelo muy de moda. Sólo una pequeña advertencia: si usted lo deposita de nuevo así, para coger un lápiz o encender un cigarrillo, se corta la conexión.

—¿La conexión? No entiendo nada.

—Es como si colgara —explicó Kelp—. Ese botón rojo sirve para colgar.

—Así que si estoy hablando con esto —dijo Dortmunder— y me da por dejarlo sobre la mesa, va y se corta.

Dortmunder dejó el teléfono de lado y éste rodó por el estante y se vino al suelo.

—Luego —dijo Kelp, olvidándose del modelo Sueco— tenemos este pequeño invento inglés. Un diseño muy ligero y muy avanzado.

Dortmunder frunció el ceño ante la nueva opción, que se levantaba sobre su estante como una mantis religiosa. Tenía más o menos la forma de un teléfono de verdad, aunque era de menor tamaño y su color mezclaba dos tonos de aguacate, estando fabricado del mismo material plástico que los modelos Stuka y Stutzes. Por otro lado, carecía de superficies redondeadas, sólo superficies rectas que confluían en caprichosos ángulos. Dortmunder fue a coger el auricular, cerró la mano en torno a él y éste desapareció; un pequeño trozo de plástico sobresalía a cada lado de su puño, como los extremos del cuerpo de un ratón en la boca de un gato. Abrió la mano y se dio cuenta de lo poco separados que estaban el extremo del oído y el de la boca, y luego, a modo de comprobación, se lo acercó a la mejilla. Mirando entonces a Kelp, con el ceño fruncido, dijo:

—Esta gente debe tener la cabeza muy pequeña.

—Uno acaba acostumbrándose —le aseguró Kelp—. Yo tengo uno de ésos en el armario empotrado del recibidor.

—Por si te llaman mientras estás colgando el abrigo, supongo.

—Evidente.

Dortmunder empezó a hurgar en la otra parte del modelo inglés con el dedo, tratando de marcar un número, pero el chisme se puso a dar saltitos como si tuviera cosquillas. Logró alcanzarlo de nuevo cuando había llegado ya a la pared, donde casi consiguió un seis, momento en que el teléfono volvió a aproximarse a saltos a él.

—Se requieren dos manos para poder manejarlo —objetó—. Igual que con el modelo Princesa.

—Éste funciona mejor —concedió Kelp— para recibir llamadas.

—Andy, escucha. Todo lo que yo quiero es un simple teléfono.

—¿Qué te parece este en forma de ratón Mickey?

—Sólo un teléfono —repitió Dortmunder.

—No hace falta ni apretar botones para marcar.

—Andy —dijo Dortmunder—, ¿sabes qué pinta tiene un teléfono?

—Claro. Pero échale una mirada a éste con maletín propio y todo. Lo puedes llevar adonde quieras, y tiene total autonomía. Aquí hay otro con pizarra incorporada, para dejar notas y escribir en ella con tiza.

Mientras Kelp seguía encomiando las ventajas de distintos modelos, intentando llamar la atención de Dortmunder hacia cosas que no le interesaban, Dortmunder echó mano de nuevo a su anca de pollo y su cerveza y empezó a masticar y a beber, mientras observaba los estantes anaranjados, buscando, buscando… hasta que por fin, en el estante más bajo de la derecha, descubrió un teléfono normal. Un vulgar teléfono normal y corriente. Negro y con dial de disco. Con forma de teléfono.

—Ése —dijo Dortmunder.

Kelp interrumpió su contemplación de un facsímil años ochenta de un viejo teléfono de manivela. Volviendo la vista hacia Dortmunder dijo:

—¿Qué?

—Ése —repitió Dortmunder, señalando el teléfono normal y corriente con el anca de pollo.

—¿Ése? ¿Qué quieres decir con ése, John?

—Que hablaré con ése.

—John —dijo Kelp—, ni un encuadernador usaría un teléfono como ése.

—Pues ése es el que quiero —dijo Dortmunder.

Kelp se quedó mirándolo, luego suspiró.

—De veras que a veces te pones testarudo —dijo—. Pero si es eso lo que quieres…

—Eso mismo.

Mirando con tristeza a todas las demás maravillas rechazadas, Kelp se encogió de hombros y dijo:

—Muy bien, pues. Te quedas con eso. El cliente tiene siempre la razón.