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Dortmunder se trajo un whopper del Burger King, abrió una lata de cerveza y empezó a llamar por teléfono. A las primeras llamadas que hizo no contestó nadie. Por fin pudo encontrar a la mujer de un colega, quien le dijo:

—Jack está en chirona.

—¿En chirona? ¿Desde cuándo?

—Desde hace como media hora. Acababa de poner el suflé en el horno cuando entró en casa la bofia. Al cuerno la comida.

—¿Y por qué lo cogieron?

—Rutina. Se lo llevaron para interrogarlo. No tienen nada que colgarle, y ellos lo saben.

—Entonces seguro que lo sueltan.

—Supongo que sí. Pero, entre tanto, aquí me tienes con el suflé duro y frío. Puras ganas de fastidiar, es lo que tienen.

—Escucha —dijo Dortmunder—. Lo que quería preguntarle a Jack es si conoce la dirección de un tipo llamado Stoon. ¿No la sabrás tú por casualidad?

—¿Stoon? Creo que ya sé quién dices, pero no sé dónde vive.

—Bueno. Vale.

—Lo siento.

—Vale. Lo siento por Jack.

—Yo más lo siento por el suflé.

Los siguientes dos tipos tampoco estaban en casa, pero el tercero al que llamó sí estaba. Estaba en casa, y enloquecido:

—Fui a la ventanilla —dijo— y me retuvieron allí dos horas.

—¿Con qué fin?

—Preguntando, decían. Mierda, es como yo lo llamo. Están cogiendo y encerrando gente por toda la ciudad.

—¿Qué es, una redada?

—No, es por lo del rubí ése, el que se llevaron ayer por la noche del Aeropuerto Kennedy. Eso es lo que están buscando, y están apretando fuerte. Nunca he visto cosa igual.

—Es bueno de verdad el pedrusco, ¿no?

—No lo sé, Dortmunder, no creo que lo sea. Las cosas valiosas están para que las roben, ¿no? Quiero decir que normalmente pasa. O sea, que uno no se pone a robar, por ejemplo, raspas de manzana.

—¿Y con eso qué me dices?

—Me da que ese rubí tiene algún tipo de interés. Tiene a los de la ley muy revueltos.

—Lo que sea sonará —dijo Dortmunder—. Para lo que te llamo es para que me digas si conoces a un tipo llamado Stoon.

—Stoon. Claro.

—¿Y tienes su dirección?

—Vive en Perry St., en el Village. El veintiuno, creo, o el veintitrés. Su nombre está en el timbre.

—Gracias.

—Déjame que te diga una cosa. Estoy contento de no ser yo quien chavó el rubí ese. La cosa está que arde.

—Ya te entiendo —dijo Dortmunder.

Seguidamente marcó el número de Kelp, para ver si el muy idiota había retirado ya la cajita trasconectora, pero fue la chica de nuevo la que contestó.

—Así que —dijo Dortmunder— Andy aún no ha quitado la cajita, ¿eh? Lo siento.

—No —dijo la chica—. Estoy aquí…

Pero ya estaba Dortmunder colgando el teléfono, cabreado, antes de que a ella le diera tiempo de terminar la frase:

—… en el apartamento de Andy.

Aún tenía Dortmunder la mano sobre el teléfono cuando éste sonó. Descolgó el auricular de nuevo:

—¿Sí?

—Estabas hablando por teléfono, ¿no?

—Y aún sigo —puntualizó Dortmunder—. ¿Qué tal vas, Stan?

—Tirando —dijo Stan Murch—. Creo que tengo algo bueno. Pero necesita cierta planificación, cierta dirección. ¿Estás disponible?

—Mucho —dijo Dortmunder.

—He pensado en un par de tíos. Ralph Wilson. ¿Lo conoces?

—Seguro. Es un tío legal.

—Y Tiny Bulcher.

—¿Ya está fuera?

—Resultó que el fiscal no quiso hacer acusaciones.

—Vaya.

—Nos vemos esta noche en el O. J. ¿Está bien a las diez?

—Vale.

—¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con Andy Kelp?

—No —dijo Dortmunder.