Capítulo 27

El Palacio de Carcosa

La niebla les envolvió de nuevo.

Los edificios blancos se escondieron tras la bruma amarillenta y solo se vislumbraban sus altas torres. Pequeños fuegos fatuos iluminaban el vacío y, cada cientos de pasos, desde algún lugar tras las edificaciones, una deflagración índiga se elevaba hacia el cielo arrancando una lluvia de cenizas a las nubes violetas.

Los pasos de ambos sonaban huecos, vacíos. Los de Máscara Bauta no sonaban. Comenzaron a subir y bajar escalones pálidos. Un graznido monstruoso y la negra sombra de un byakhee volaron sobre ellos. Los ecos de su chillido se quedaron rebotando de un lado a otro, como si no pudieran extinguirse.

Máscara Bauta les esperaba ante una puerta de doble hoja, prístina, marfileña. Las paredes de plata se perdían en la niebla y hacia arriba solo se apreciaban las siluetas de afiladas torres en las que, entrecerrando los ojos, se adivinaban las voladoras figuras de los byakhees.

El enmascarado empujó la puerta y un chorro de luz amarilla les bañó. Máscara Bauta les dedicó una reverencia y extendió un brazo hacia el castillo.

—Tú primero —dijo Jandro, cuya voz ronca era un gruñido.

Máscara Bauta alzó la cabeza. Sus ojos muertos y amarillos parecían sonreír. El enmascarado se adelantó.

—Última oportunidad, Blanca —suplicó Jandro—. Antes de que vendas tu alma.

—¿Ahora vamos a hablar de almas? —Blanca negó con la cabeza. Sus ojos miraron con tristeza a Jandro, pero sus labios y dientes estaban crispados—. Entra, por favor. Entra.

Jandro pasó primero.

Entraron a una gran sala cuyas paredes blancas estaban iluminadas por un centenar de candiles que despedían una luz dorada. Las motas de polvo flotaban en el ambiente, confiriendo a la estancia un aspecto irreal, como si la atmósfera estuviera compuesta de un aire ultraterreno, extraterrestre, onírico. Los techos eran altos, imposibles, conferían a la sala un aire eclesiástico, como de una gran catedral gótica pero, en la oscuridad de las alturas, se apreciaban las gargantuescas figuras quirópteras de los byakhees, envueltos en sus alas, arrastrándose por las paredes o colgando del techo. No había ventanas. Ninguna. Había dos centenares de altas sillas negras, con los asientos aterciopelados de color mostaza. Las mismas en las que les habían atado con alambre de espino. Una alfombra amarilla, una larga lengua de tela mohosa dividía los asientos en dos grupos y sobre ella caminaban Jandro y Blanca siguiendo a Mascara Bauta, hasta la tarima donde se elevaban los tronos.

Había dos. Blancos, deslumbrantes, espinosos. Tras ellos, unos grandes cortinajes tapaban la pared del fondo.

El trono de la derecha, el más grande, estaba vacío.

En el de la izquierda había una figura envuelta en una amplia capa amarilla. Una túnica de seda, con largas mangas monacales cubría su cuerpo, pero lo estilizaba, remarcaba unas curvas apretadas y femeninas. Fuera de las mangas, dos largas manos de piel anémica reposaban sobre los brazos del trono cuyas uñas pintadas de un amarillo opaco tamborileaban sobre la madera blanca. Una melena rubia y brillante deslumbraba bajo una corona de oro blanco, una corona soldada a un pequeño antifaz de marfil que solo ocultaba las órbitas de los ojos color miel que les estudiaban fijamente. La nariz perfecta. Los labios seductores, pintados de blanco. Dientes como perlas, formando una sonrisa jurásica.

Máscara Bauta caminó hasta la mujer y se arrodilló ante ella que alzó dos dedos exigiendo que se levantara, tras lo cual, el enmascarado se apostó tras ella, con las manos a su espalda y la mirada perdida en el vacío.

Jandro no apartaba la vista de la mujer. La certeza se estaba abriendo paso a base de zarpazos desde su interior, robándole las fuerzas, devorándole desde las entrañas. Estaba al pie de la tarima cuando la verdad le golpeó el estómago.

—Ámbar —susurró con labios resecos.

—¿Qué? —preguntó Blanca sin perder detalle a la espectral figura del trono.

—Es Ámbar Manzano —comenzó Jandro—. La chica a la que violaban Jaime y sus matones. La que… la que Iván se tuvo que follar.

—Ya no soy ese juguete roto, Jandro —dijo la potente voz de Ámbar. Era un sonido musical pero que les produjo escalofríos. Jandro la miraba con ojos vidriosos y sus rodillas temblaban—. Diles quién soy, mi Máscara Bauta.

—¡Postraos, ante la Reina Amarilla!

Unas voces surgieron desde los oscuros rincones del salón del trono.

—¡Salve, Reina Amarilla! ¡Salve, Reina Amarilla! ¡Salve, Reina Amarilla!

Enmascarados. Cinco enmascarados. Dos gigantes, con la máscara ride y la máscara piagi. Un tipo bajito con la máscara medico della peste. Un obeso mórbido con la zanni, cuya nariz parecía un pene erecto.

—¡Están muertos! —casi chilló Jandro—. ¡Los matamos! ¡Los matamos!

—Claro que sí, Jandro —ronroneó La Reina Amarilla. Extendió sus falanges y Máscara Bauta depositó en su mano una redondeada copa llena de un icor ambarino—. Tú y tu pequeño lacayo, Iván, los matasteis hace mucho tiempo. Pero yo, La Reina Amarilla, los he devuelto de nuevo a la vida.

Mientras Ámbar bebía de su copa, Blanca se acercó hasta Jandro y puso el colmillo bajo el cuello del chico.

—Bonita reunión de antiguos alumnos —gruñó con la voz tomada—. Pero si no os importa, cojo a mi amiga y os dejo que os pongáis al día. Porque me importan una mierda vuestros trapos sucios.

La Reina Amarilla estalló en carcajadas. Sus enmascarados corearon sus risas. Jandro echó la cabeza hacia atrás y clavó una desesperada mirada en Blanca.

—Nos van a matar a todos, Blanca. No hay negociación posible.

Blanca se negó a creerle. Le agarró del cuero cabelludo, hundió el colmillo y miró a la Reina Amarilla.

—¡Le degollaré! —amenazó—. Le degollaré y no podrás vengarte. ¡O lo que coño quieras hacerle!

—Uuuuuuh —se burló la Reina Amarilla—. Tiemblo de miedo. Me gustaría seguirte el juego, pequeña pero, para empezar, no te veo capaz de matarle. No te veo capaz de matar a una mosca, niña.

La Reina dedicó otro gesto a Máscara Bauta y este se acercó hasta los cordones que sostenían los cortinajes.

—Pero sobre todo… no puedo seguirte el juego… porque no tengo con qué negociar.

Tras la cortina había seis cuerpos ahorcados. Seis chicas. Las seis víctimas del Rey Andrajoso. Sus cuerpo pendían desnudos, estrangulados, y su piel blanca había sido arañada hasta el infinito. Cada cuerpo desangrado poseía cientos de cortes rojos. Cientos de cortes que formaban palabras, oraciones, diálogos…

Blanca dejó caer el colmillo de byakhee al suelo, mientras la reina y sus enmascarados reían y reían. Las piernas de Blanca le fallaron, cayó al suelo, primero de rodillas, pero terminó sentada. Su labio inferior temblaba. Sus ojos se desbordaron por un tsunami de lágrimas y el llanto pugnó por salir de su garganta, pero se quedó allí, atascado.

Amanda era el cadáver más hermoso de los seis ahorcados.

Máscaras de Carcosa
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