Capítulo 22
Hali
La bruma lo llenaba todo.
Al principio de la persecución, cuando todavía apreciaban la oscura silueta de la otra embarcación, atravesaban pequeños bancos que se deshacían a su paso, pero pronto se vieron rodeados de una niebla blanca y espesa.
Volstagg e Iván daban firmes paladas al agua violácea empujando a la barca lechosa hacia lo desconocido. Blanca estaba en la proa, con medio cuerpo fuera de la embarcación, oteando, buscando algo entre la neblina, escuchando, con los ojos brillantes por las lágrimas que querían desbordar sus párpados. En la popa estaban Jandro y Caty. El primero, apoyado en el timón, fulminaba a Iván con su ojo sano. La chica estaba hecha un ovillo a sus pies, dormida o inconsciente. Y muy pálida.
Y entonces Iván despreció el remo de un empujón.
—¿Qué puto problema tienes? —le inquirió a Jandro.
Jandro sonrió.
—Iván, tenemos que seguir… —comenzó Blanca.
—¡Les hemos perdido! —gritó Iván—. Estamos en medio del lago de Hali, perdidos en la niebla. No tenemos ni puta idea de adónde vamos. ¡Lo mismo estamos dando vueltas en círculo!
—Joder, es verdad —suspiró Volstagg.
—¿C-cómo? —preguntó Blanca, perdida, mientras dos gruesos lagrimones se deslizaban por sus mejillas.
—Soy más fuerte y más pesado que Iván… nos estaremos escorando hacia mi lado y poco a poco, nos iremos torciendo a la derecha.
—Estribor —dijo Jandro sin dejar de sonreír.
—¡Deja de mirarme, coño! —le chilló Iván.
—¿Por qué gritas tanto Iván? —murmuró Caty. Tenía el rostro macilento y se habían formado dos medias lunas bajo sus oscuros ojos—. Tú nunca gritas. Joder, tú nunca alzas la voz, siempre parece que hables en susurros. Y ahora gritas y matas gente con una maza.
—Con un mangual —siseó Jandro—. Y ya mataba gente antes, Caty. Lo que pasa es que no lo sabíais.
Iván apretaba los dientes, con la cabeza gacha y las manos apretándose las muñecas.
—Jandro —comenzó Blanca—. Lo de esos matones y la otra chica… Ya lo habéis contado, y… fue horrible y no estoy de acuerdo con lo que hicisteis pero… no es momento para seguir regodeándose en esa miseria.
—No es regodeo —Jandro se agachó y su ojo sano buscó los dos de Iván—. Iván nos está ocultando mucho más. Nos está ocultando el libro. Porque todo esto tiene que ver con ese libro ¿no?
—¿Cuál libro? —preguntó Volstagg.
—El Rey de Amarillo —gruñó Jandro.
Hubo un destello en la lejanía, pero solo Iván lo advirtió. Igual que percibió como las calmadas aguas del Lago Hali se removían y lentas ondas bailaban bajo la barca.
—¿La obra de teatro maldita? —dijo Blanca—. ¿De la que nos hablaste? ¿La que invocaba al Innombrable?
—La misma —comenzó Jandro—. En el teatro abandonado, nuestra pequeña habitación, era una especie de biblioteca antes de que nosotros la pusiéramos a nuestro gusto. Había de todo, libros y folletos, casi todos destrozados, amarillentos, podridos… menos los de una estantería. Una estantería llena del mismo libro, la misma función: El Rey de Amarillo.
Otro destello. Otra ondulación en el agua.
—Los dos empezamos a leerla, allí… en el teatro. Juntos. Hablaba de la ciudad de Ythill en guerra con la ciudad de Alar. Los hijos de la reina regente querían que la monarca abdicara, pero ella no quería.
»Todos los nobles son decadentes. La ciudad es decadente. Hasta los rivales de Ythill son descritos como gente decadente. Recuerdo que los príncipes de Ythill querían follarse a su hermana, la princesa. Torturaban gente porque se aburrían.
»Y entonces aparece en la ciudad “El Portador de la Máscara Pálida”, uno que ostenta el signo amarillo. Que es lacayo del Rey Amarillo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Blanca con la mirada clavada en la niebla.
—Nada —contestó con sequedad Iván.
Volstagg miró de reojo a Iván. Caty se irguió ahogando un gemido y retorciéndose en el incómodo bote. La bruma había comenzado a deshacerse, a evaporarse, y se apreciaba el cielo pálido con sus estrellas negras brillando sobre sus cabezas.
—Jandro, continua —le pidió la chica.
—La reina regente trae al Portador de la Máscara Pálida a la corte. Se celebra un baile de máscaras y la reina y sus príncipes hablan con el portador, quieren saber qué hace allí… y algunos buscan su favor para que les ayude en sus intrigas palaciegas.
»Entonces, como buen baile de máscaras, todos se las quitan a la vez… salvo el Portador de la Máscara Pálida que no puede… porque la máscara es su propia cara.
»Se genera un gran revuelo y la reina le encarcela… Comienzan a torturarle.
»No leí más. Las torturas eran… explícitas. Demasiado. Reconozco que era un niño raro… que soy raro, pero lo que leí… me revolvía las tripas.
»No leí más —Jandro clavó una insidiosa mirada en su amigo de la infancia—. E Iván me dijo que tampoco. Me lo juró. Y me mintió.
—¿Te mentí? —siseó Iván—. Menuda paja mental te estás montando, Jandro.
—¡Estamos en el escenario de ese libro, Iván! ¡Buscando a tu novia! ¡Peleándonos contra los tipos que mataste!
—¿Qué maté? ¿Yo los maté?
El silencio cayó sobre la balsa como el puñetazo de un gigante. La niebla se deshizo a su paso. Jandro le miraba sorprendido.
—Tú fuiste quien…
—“Les haría volar en pedazos cuando se van a fumar su mierda” —espetó Iván—. Eso fue lo que dijiste. Lo que me dijiste muchas veces. Recuerdo como no parabas de contármelo, Jandro. Cómo lo imaginabas.
Iván lanzó unas rápidas miradas a su alrededor, mientras el nudo que tenía en la garganta se deshacía. Las lágrimas empañaron su mirada y comenzaron a correr como un riachuelo por sus mejillas.
—Todo el plan lo trazaste tú, Jandro, pero que no tuvieras la “motivación” necesaria para hacerlo es harina de otro costal —le gruñó remarcando las comillas con sus dedos.
La siguiente frase la escupió.
—O que no tenías cojones. Y te aprovechaste de que yo estaba… tocado, para llevar a cabo tu plan. ¡Me utilizaste!
—Yo…
—¡Tú! Tú eres un mierdas que me está intentando colgar el marrón de algo que planeaste tú.
—No es verdad.
—Lo mismo no es verdad… conscientemente. Lo mismo sí. Pero me da igual, Jandro. Me das igual. Por eso pasé de ti hace años. Por eso mismo paso de ti. ¡Por eso ya no somos amigos!
Una débil brisa empujó a la bruma hacia el interior de lago. Las estrellas negras que bailaban en el cielo gris, les contemplaron desde sus alturas. El lago violeta se despejaba y a lo lejos se distinguía la costa, las montañas negras y la afilada ciudad blanca.
—Carcosa —dijo Blanca entrecerrando los ojos—. La estoy viendo… y algo más.
—Iván —le llamó Caty con los labios marrones por la sangre reseca—. Iván, pequeño.
Iván lloraba amargamente. Jandro, avergonzado, miraba al agua violeta.
—Tenemos que seguir Iván —le animó Caty—. Ese cabrón de Máscara Bauta ha llevado a tu chica hasta allí. Tenemos que ir a por ella. Tenemos que salvarla.
—¡Mi chica! —gimoteó Iván estallando en llanto—. ¡Consigo amigos! ¡Consigo una chica! ¡Consigo arreglar mi vida después de que me la jodieráis tú, y Máscara Bauta, y todos los demás! ¡Consigo ser alguien normal y…!
Volstagg le agarró del cuero cabelludo y le alzó la cabeza.
—¡Míranos! —le gritó—. ¡Deja de llorar y míranos, joder!
Iván les contempló a través de sus lágrimas.
—Tus amigos estamos aquí. ¡Sangrando contigo! ¡Luchando contigo!… Muriendo contigo.
El recuerdo de Joystick les desgarró por dentro.
—Tienes una chica por la que luchar —Volstagg le soltó del cabello y apoyó su grueso dedo en el estrecho pecho del muchacho—. ¡Lo tienes todo! Has llegado al Valhalla, pequeño guerrero, pero eso no significa que termine la batalla. Uno sigue luchando por lo que quiere. Sigue en el muro de escudos con sus hermanos. Así que límpiate esas lágrimas, coge ese puto remo y ayúdame a llegar hasta Carcosa… hasta tu chica.
Iván se sorbió los mocos. Miró de reojo a Volstagg y luego a Caty, que les contemplaba orgullosa.
—Gracias, chicos.
La oscuridad se cernió sobre él.
Blanca gritó.
Alas de cuero. Un monstruoso graznido. Olor a muerte, a putrefacción. Dos garras enormes aparecieron de la nada, engancharon a Iván de los hombros y el pecho y lo elevaron en el aire, dejando tras de sí una lluvia de gotas de sangre.
Y el chillido de Iván.
Lejos, arriba.
Hacia las estrellas negras.