Capítulo 16
Contra la Puerta
—¿¡Tú conoces a la Yoli!? ¡Una que es cajera en el supermercado que hay cerca de la universidad!
Volstagg abrió todo lo que pudo los ojos y miró fijamente a Jandro.
—Morena, pero con mechas violetas, muy chulas —continuó Jandro—. Y tetona. Unas tetas enormes, Volstagg. Gigantescas.
Jandro puso las manos abiertas ante su pecho intentando emular el tamaño de las de la chica. Volstagg pensó que exageraba. Luego recordó que tenía que hacer fuerza contra la puerta para mantenerla cerrada.
—¿Te parece que es el mejor momento para hablar de chicas? —gritó—. ¿¡Ahora!? ¿¡En serio!?
Las cosas que había al otro lado de la puerta se lanzaron con rabia contra la oscura madera que se quejó lastimeramente. Las bisagras rechinaron y el gran portón que Jandro y Volstagg empujaban se tambaleó.
Volstagg miró por encima de su hombro buscando algo con lo que atrancar la puerta, pero estaban completamente a oscuras, apenas conseguía ver más allá de su nariz.
—Bueno… —comenzó Jandro—, tú y yo siempre hemos tenido una relación… complicada… ya sabes…
Los seres volvieron a cargar contra la puerta. Un golpe seco y duro. Gruñían tras sus máscaras pálidas.
Volstagg había pasado de estar envuelto por el amarillo a verse rodeado por una densa oscuridad. Estaba en un húmedo y largo pasillo por el que avanzó a trompicones hasta que encontró una pesada puerta. Había luz al otro lado, se colaba por el marco y sus rendijas. Tuvo que usar toda su fuerza para poder moverla, pero consiguió arrastrarla.
Al otro lado se encontró a Jandro corriendo aterrado mientras a su espalda le perseguía una horda de extraños enmascarados. Eran seres antropomórficos con máscaras blancuzcas, como calaveras, vestían camisas de fuerza antiguas, con correas de cuero, algunos tenían los brazos atados a la espalda, otros frente al pecho, otros los llevaban sueltos, caídos a los lados del cuerpo. Caminaban con pasos torpes, contracturados, convulsos… los que caminaban. Algunos saltaban contra las paredes y se quedaban allí adheridos, gruñendo tras sus máscaras, hasta que comenzaban a desplazarse por el techo, como grandes arañas o insectos. Algunos hasta se movían boca abajo por el techo.
Con el corazón en la garganta y los dientes apretados, Volstagg esperó a que Jandro llegase a su altura y cerraron el gran portón a su espalda.
Y ahí estaban, bloqueando la puerta para no morir.
—Creo que vamos a morir —se sinceró Jandro—. Y no me apetece hacerlo con un tipo que me detesta. Así que intento romper el hielo. Ya sabes. Buscar un nexo de unión entre tú y yo.
Algo rugió tras la puerta.
Volstagg miraba a Jandro alucinado. De veras que no terminaba de entender cómo funcionaba la cabeza de ese individuo. Les había recibido en su casa, descamisado, sudoroso, y con una pistola cargada en la mano. Se comportaba como un maldito imbécil todo el año porque borde se quedaba corto para definir su jodida actitud. Era un tipo radioactivo. Venenoso. Su hobby era investigar los secuestros del Rey Andrajoso y estudiaba la historia morbosa de teatros abandonados y otros lugares decrépitos y siniestros de la ciudad. Y ahora, mientras intentaban retener a unos… ¿enmascarados espasmódicos y rabiosos en camisa de fuerza? se ponía a hablar de chicas.
¡De chicas! ¡Jandro!
—¿Pero tú no eras maric…? ¿Gay?
—Puedes llamarme marica, no pasa nada. Eso de los correccionalismos me parece una soberana soplapollez.
Otro empellón bestial los alejó unos centímetros de la puerta. Jandro y Volstagg se apretaron contra la madera de nuevo, mientras al otro lado las cosas gruñían y gemían.
—No soy marica del todo. Es más, me atraen más las chicas, pero yo a ellas no. No tengo un carácter fácil. ¡Que coño!, soy un gilipollas y sexualmente hablando tengo unas tendencias muy… peculiares.
Los enmascarados del otro lado de la puerta comenzaron a arañar la madera. Volstagg escuchó perfectamente cómo varias uñas se partían y astillaban. Uno de esos seres comenzó a golpear su cabeza contra la puerta. Golpes secos y repetidos, seguidos de un gruñido.
Pam, Grrr.
Pam, Grrr.
Pam, Grrr.
—El caso es que esta chavala, la Yoli, que es una cajera en el super, ¿vale? Un día de compras la vi, vi que era de mi rollo. Gótica. Siniestra.
Otra cosa comenzó a golpear su cabeza contra la puerta. Y otra. Y otra.
—Le gusta el látex, el cuero, los corsés, los tacones de aguja… y flagelarme con un látigo de siete colas. Una vez me penetró con un consolador…
—¡Ya, ya! Tendencias peculiares. ¡Lo pillo!
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
—Pero un día dejó de llamarme. No contestaba a mis mails, a mis llamadas. Desapareció de Facebook, su última conexión en Whatsapp fue hace un mes… y cuando voy al supermercado, no la veo nunca.
Volstagg cerró los ojos.
¡PamPam! ¡PamPam! ¡PamPam!
—¿Se mete? —preguntó Volstagg por encima del estruendo.
—¿Qué?
¡PamPamPamPamPamPam!
—¿Qué si se droga? ¡Coca! ¡Jaco! ¡Metas! ¿¡Algo!?
—¡Sí, joder! ¡Como todos! En mi mundillo todos nos…
—¡Ya, ya! Tendencias peculiares. Lo pillo.
¡PAMPAMPAMPAMPAM!
—¡Le ha dado una sobredosis! ¡No quiero decir que haya muerto, sino que estará en una clínica de desintoxicación o en el hospital! ¡Por eso está desaparecida! Habrá querido dejar atrás su mala vida y por eso no se habla con sus antiguos contactos…
Volstagg hizo una pausa, intentó no llenar de veneno sus palabras, pero estas fueron superiores a él.
—Con gente nociva. Como tú.
Silencio.
Oscuridad.
Nada golpeaba la puerta. Nada resollaba y gruñía al otro lado. Ninguna articulación se dislocaba, ningún tendón crujía pareciendo que iba romperse. Nada.
Jadeando, Volstagg y Jandro se miraron. Volstagg tragó saliva y miró al techo.
—A Caty le pasó lo mismo este verano —se sinceró—. De repente desapareció una temporada. Ni rastro de ella. Iván, Joytstick y yo nos preocupamos. Yo mucho. La estuvimos acosando hasta que salió de su agujero y nos lo contó. Su ex, ese cabrón… la había camelado como siempre hacía y… había tenido una recaída, había hecho… cosas… y estaba avergonzada. Muy avergonzada.
Jandro le miraba silencioso. Serio. Su alicaída cresta azul estaba húmeda por el sudor y colgaba ante su ojo izquierdo. Frunció el ceño y dejó lucir una desagradable sonrisa.
—¿Te follas a Caty? ¿Tú? ¡Joder!, esa chica se puede buscar algo mejor que una morsa pelirroja que…
Volstagg le propinó un empellón y sus más de cien kilos de dura grasa mandaron al esquelético chaval contra el suelo. Jandro contestó con una risita cascada, sucia.
—Eres un puto gilipollas.
Volstagg comenzó a caminar a tientas por el pasillo.
—¿Adónde vas? —preguntó Jandro en las tinieblas.
—Esto es un pasillo. Si aquí hay una puerta, al otro lado habrá otra.
—Puede que sí, puede que no —comentó Jandro—. Estos pasillos cambian sin razón aparente, sin motivo. Abres una puerta y estás en una gran biblioteca, estanterías por todas partes y todas llenas de libros. Libros estrechos, de pocas páginas. Y todos con las mismas tapas negras, y con las mismas letras doradas, y el mismo símbolo amarillo en su tapa. Todos con el mismo título, la misma letra, el mismo texto, la misma obra de teatro: El Rey de Amarillo. Y alguien te chista por hacer ruido, cuando no has hecho ninguno, y no hay nadie más, pero te sigue chistando, con más fuerza, y sigues solo, con tu respiración, pero sigues solo y te siguen chistando, así que sales de la biblioteca y entras a otra sala, que es un estudio de pintura, en cuyo centro está el cuerpo ahorcado de un hombre enmascarado, cuyos ojos amarillentos sobresalen de las cuencas oculares de su máscara pálida y te miran fijamente… y alrededor del ahorcado hay una veintena de enmascarados, vestidos de cuero blanco con delantales de cuero negro, que lucen máscaras blancas con ridículos y retorcidos bigotes, llevan unas boinas lechosas y están retratando la escena a carboncillo y… te miran molestos porque has irrumpido en su clase sin llamar a la puerta.
Volstagg se giró hacia la voz de Jandro en la oscuridad.
—O te encuentras con un salón gigantesco —continuó Jandro—, de paredes y suelos amarillos, con grandes lámparas de araña y cortinas doradas, donde un montón de enmascarados en smoking y vestidos de noche se ríen y aplauden a una masa amorfa de protoplasma con finísimas patitas de araña, ojillos de cangrejo y una puta máscara blanca. Y habla. Esa cosa que habla es Aldones, príncipe de Ythill. Habla en un sinsentido que se te queda grabado en la mente: Plug’a’hai. Drak’hiat N’gnei. Ty’rof a Bunda, Moi Kah’lon Mefrwest Eh’ggian. Y aunque no sabes lo que dice, entiendes que es un puto chiste… y es bueno, joder, que si es bueno. Y abres otra puerta y estás en las celdas de contención de los rebeldes, de los tarados, de aquellos que han osado desafiar al Rey Amarillo, al Rey Andrajoso, al Rey Innombrable que gobierna Carcosa…
—Jandro. ¡Jandro!
Volstagg quería callarlo. Para empezar porque lo que contaba le estaba produciendo escalofríos. Y luego porque la voz de Jandro antes a su espalda había empezado a moverse… a cambiar… a veces parecía que estaba por delante de él, y a veces volvía a su espalda y otras veces… parecía que venía de todas partes.
La desorientación en la oscuridad le había vencido y, de repente, el vikingo pelirrojo no sabía dónde estaba ni él, ni su peculiar compañero que no paraba de hablar con un tono cada vez más histérico.
…como no han muerto por la Cuchilla Pálida, el monstruoso Thale, príncipe y alguacil de Ythill, les ha clavado las máscaras pálidas a la cara…
—¡Jandro!
—…y los han atado con camisas de fuerza, encerrándolos en celdas acolchadas para que griten…
—¡JANDRO!
—…y lloren, y enloquezcan, y…
—¡JANDRO CALLATE UN PUTO SEGUNDO, JODER!
Había un débil resplandor al fondo del pasillo.
Jandro estaba un paso por detrás de él, mirando al resplandor con los ojos muy abiertos y la respiración contenida. Parpadeaba, se llevaba las manos a la cara e intentó regresar a la realidad.
Pero ¿cuál era la realidad?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Volstagg con la vista fija en el fondo del pasillo que hacía una curva. Un pasillo negro, con puertas a los lados.
Y por el que se acercaba una luz amarilla.
—No lo sé. No tengo mi reloj. Ni el móvil. Ni mi pistola, ni la bolsa con todas mis cosas. Estaba perdido, corriendo de una sala infernal a otra.
—Ya, ya… lo pillo. Yo también estoy desorientado, joder —Volstagg se miró las manos desnudas—. Y desarmado. Pero… dame una cifra aproximada… en horas.
—¿Para qué?
—¡Tú dámela, hostia!
Ya no eran solo contornos. Colores y formas se definían gracias a la luz que se acercaba. Y sonidos de botas caminando por el pasillo, acercándose.
—Qué se yo. ¿Seis? ¿Ocho horas?
—Yo apenas llevaba seis u ocho minutos desde que el amarillo me trajo al pasillo donde me he encontrado contigo.
—¿Y qué?
—La pregunta es por qué —espetó Volstagg. Jandro abrió mucho los ojos mientras una teoría comenzaba a dibujarse en su mente—. ¿Por qué tú llevas más tiempo que yo en este lugar?
Tras la curva aparecieron las figuras fantasmales de los gemelos enmascarados, los portadores de las Máscaras Ride y Piagi, sonrisa y pena. Entre ellos, estaba Máscara Medico Della Peste, con su larga nariz y enarbolando una antorcha en una mano.
En la otra mano hacia girar la cabeza plomada de un horrible mangual con retorcidas púas oxidadas.
—Mira lo que tenemos aquí —dijo apuntándoles con el arma—. Dos intrusos.