Capítulo 20
Naotalba
Un fulgor amarillento comenzó a llenar la estancia.
El sumo sacerdote se acercaba con pausados pasos. Era un esqueleto alto con una máscara de un blanco inmaculado, sin aberturas para nariz u ojos, solo un óvalo pálido que le cubría toda la cara, la barbilla y las orejas, tras el que emergía una aleonada mata de cabello albo. Vestía una túnica de color papiro, de cuello alto, con hombreras puntiagudas y largas mangas monacales.
A la altura del muslo se veía dibujado en negro, el inefable signo amarillo.
A su espalda, acuclillados en diferentes partes de la sala, como hienas al acecho, se encontraban los cinco enmascarados que tan bien conocían. Sus ojos eran pozos de vacía oscuridad en las muecas pálidas de sus máscaras.
Jandro los contemplaba con ojos desorbitados, sin parpadear, y sus labios temblaban. Volstagg se removió en su asiento y las afiladas púas del alambre de espino lamieron su carne. Blanca, presa del pánico, comenzó a sofocarse. Caty escupió insultos y amenazas. Iván le miró fijamente, con los dientes apretados y el ceño fruncido…
—Pero primero será la chica. Y todos lo contemplaréis. Todos asistiréis a su sufrimiento y seréis partícipes de su dolor. La violarán y despellejaran. La ahorcarán. Y contemplar como vuestra cordura muere, poco a poco, será el mayor deleite del Rey Amarillo y sus súbditos —rugió la voz desde la alta figura lechosa.
—¡Voy a arrancarte esa puta máscara y metértela por el culo! —ladró Caty.
El sacerdote alzó sus afilados falanges, escupió un obsceno poema de consonantes muertas y Caty chilló de dolor. Volstagg se intentó levantar, el alambre se abrazó a él con más fuerza. Sangró. Gritó de dolor, de rabia, de impotencia.
—Luego inocularemos droga plutónica en esa zorra —dijo el sacerdote mirando a Caty—, y todos los habitantes de Carcosa copularán con ella hasta que sangre. Después la despellejarán. Por último, la ahorcarán.
El sacerdote apuntó con su esquelético índice a Blanca.
—Y lo mismo haremos con la pequeña lesbiana.
Blanca rompió a llorar.
—Al gordo lo ataremos a un altar para que lo devoren los Byakhees. Al pequeño yonky…
—¿Quién coño es esta zorra? —espetó Joystick con voz gangosa.
El tiempo se detuvo. Durante un instante solo estuvo el sonido de la respiración entrecortada de cada uno y la más insondable oscuridad.
Una oscuridad llena de amarillo.
Naotalba rugió algo incomprensible y un infinito pitido penetró en sus cabezas, arañando su interior con una motosierra, mordiendo y cercenando masa cerebral.
Gritaron.
Todos menos Joystick, que les miraba alucinado.
El mundo tembló, las paredes del templo crujieron, el aire se llenó de polvo, se dibujaron fisuras por la piedra y los enmascarados se llevaron las manos al rostro, cayeron al suelo y se retorcieron.
—¿Qué está pasando? —preguntó Joystick, ajeno al pitido, ajeno al derrumbe… fuera de ahí—. ¡Joder!, ¿por qué chilláis todos?
Jandro apretaba los dientes y le miraba. Todos sufrían, menos Joystick que se levantó como si no estuviera atado por alambre de espino…
Porque no lo estaba.
La mirada de Jandro se llenó de lágrimas, pero vio como todo parpadeaba. Negro, amarillo. Paredes, oscuridad. Una cortina roja. Una bolsa de basura cubierta por una capa de polvo. Unos sucios taburetes en vez de las lujosas sillas.
El pitido se hizo más fuerte, más insoportable. No era un pitido. Era una flauta. Cientos de ellas. Miles. Flautas que cantaban para el Más Grande y el Más Estúpido. Las flautas del Sultán Idiota. Flautas de locura.
Joystick gritó algo y se volvió. Alzó las manos ante sí. Se intentó proteger.
Naotalba se cernió sobre él con un cuchillo dorado, de hoja curvada, casi una hoz… ¿o era un simple cuchillo oxidado? En cada parpadeo todo cambiaba, todo aparecía y desaparecía, todo… todo…
El suelo retumbaba como la piel de un tambor.
El tronar de las flautas lo llenaba todo.
El cuchillo trazó un arco y dibujó un tajo en los antebrazos de Joystick. Este le lanzó una débil patada, pero el enorme sacerdote acometió con otra estocada. Joystick le agarró de las muñecas y comenzaron a forcejear.
Blanca gritaba, pero no se le oía por encima del estruendo. Las paredes reverberaban, aparecían y desaparecían. Caty y Volstagg forcejeaban en sus sillones. Iván no hacía nada. Nada. Su mirada vidriosa se había perdido en el vacío.
Joystick sujetaba la mano armada de Naotalba con ambas manos. El sacerdote le arañó la cara con la otra mano. Buscó sus ojos. Joystick gritó, intentó defenderse, agitó la mano del sacerdote, se retorció, trastabilló…
…perdió fuerza en su presa…
…el cuchillo se hundió en su vientre.
Profundamente.
Muy profundamente.
En un parpadeo las flautas malditas se callaron, la tierra dejó de temblar y las paredes de crujir, el templo se acomodó a su apariencia y Joystick comenzó a morir.
—¿Por… por qué…? —preguntó Joystick, con los dientes manchados de sangre.
El cuchillo se desplazó trabajosamente, abriendo una roja sonrisa en su abdomen. Joystick intentó decir algo más, quizá hasta gritar, pero la zarpa de Naoltalba le tapó la boca. Un par de finos hilillos de sangre roja se escurrieron entre los esqueléticos dedos del sacerdote, que continuó aserrando con saña hasta que las entrañas del chico se volcaron por el tajo y cayeron al suelo con un chasquido húmedo.
—Porque sois todos iguales —terminó el sacerdote.
Volstagg y Caty se quedaron paralizados, la sangre huyó de sus rostros aterrados. Blanca lo contemplaba horrorizada. Iván continuaba ajeno a todo, en shock, perdido. Y Jandro solo podía pensar en que Joystick no estaba atado a su silla. “¡Era un taburete! ¡Hace un instante era un viejo taburete!” con alambre de espino.
Naotalba soltó con desprecio el cuerpo de Joystick.
Y Jandro se levantó.
Al principio sintió dolor, sintió las púas mordiendo su piel y el alambre enroscándose a su cuerpo… pero apretó los dientes y se concentró en la idea que le había asaltado. La visionó, la imaginó.
La creó.
No estaba atado por alambre de espino. No estaba atado por nada.
Naotalba le miraba fijamente, con su amarillenta túnica salpicada y el cuchillo goteando la sangre de Joystick. Pero Jandro comprobó con acierto que la máscara, la túnica y hasta el cuchillo… no eran reales del todo. A la figura del sacerdote le faltaba nitidez…
Jandro miró el cuchillo, la sangre que caía lentamente y la figura encogida de Joystick. Era nítida, era real… era de verdad.
—¿Quién coño eres? —preguntó Jandro.
—Naotalba, sumo sacerdote de…
—Mentira. Esa es la máscara que llevas. ¿Quién coño eres?
Comenzó a nacer una oxidada carcajada desde las profundidades de la máscara del sacerdote. El cuerpo de Naotalba comenzó a encogerse, a retraerse en sí mismo, secos chasquidos de huesos astillándose salpicaron la sala. El sacerdote cayó de rodillas, su pecho se hundió, sus costillas se contrajeron, sus hombros se quebraron, sus manos convertidas en unas zarpas jurásicas… y luego una vieja túnica manchada de sangre y una máscara pálida, de la que emergía una risa seca y muerta.
Un chillido de mujer les llamó la atención.
Amanda era arrastrada fuera del templo por Máscara Bauta y el resto de secuaces del Rey Amarillo. Blanca llamó a Iván mientras forcejeaba con el alambre de espino. Jandro se inclinó sobre Volstagg y tiró del alambre, arrancándolo con facilidad del cuerpo del muchacho.
—¿Cómo lo has…?
—No hay alambre.
Soltó a Caty con la misma soltura y luego a Blanca, que corrió hacia la salida por la que acababan de huir los enmascarados, pero se quedó a medio camino, al ver que el resto no la seguían.
Volstagg y Caty se había inclinado sobre Joystick, cuyo desmadejado cadáver seguía encogido en una posición fetal, eviscerado, con sus ojillos de roedor perdidos en el vacío de la muerte y la sangre coagulándose en su cerosa piel.
Jandro se acercó hasta Iván, que continuaba ajeno al mundo… y desatado del alambre de espino.
—¿Cómo…? —preguntó Jandro.
Iván alzó la cabeza y clavó sus oscuros ojos en él.
—Tú lo has dicho —contestó con voz monocorde—. Es cómo en Matrix. No hay cuchara. No hay alambre.
—Pero…
Iván se adelantó a su pregunta encogiéndose de hombros.
—¡Perdonad! —gimoteó Blanca histérica—. Siento lo de Joystick… de veras que lo siento… me caía bien y no se merecía esto, pero… Amanda… Está viva…
—Hay que ir a buscarla —sentenció Caty, acariciando la mejilla de Joystick—. Tienes razón. Está viva y hay que ir a buscarla.
Volstagg, con las mejillas encendidas y los ojos vidriosos por las lágrimas, asintió. Caty cerró los ojos a Joystick y se levantó. Pero Jandro se quedó inmóvil… paralizado… porque asistió, con el corazón sobrecogido y la cordura bailando por el filo de la locura, a la sardónica sonrisa que dibujó Iván en sus labios antes de levantarse y decir:
—Sí. Vamos a salvar a Amanda.
Blanca fue la primera en salir. El resto la siguió a la carrera… Jandro se retrasó para lanzar una mirada al cuerpo de Joystick, mientras las preguntas seguían agolpándose en su cabeza.