Capítulo 12
El Palacio de Ythill
El olor les golpeó con fuerza, con rabia, con insidia. Era un hedor dulzón, espeso y empalagoso que se agarraba a las fosas nasales y te cegaba el resto de sentidos. Era el olor de la putrefacción.
Olía a muerte.
Jandro caminaba iluminando con su linterna el ruinoso pasillo por el que avanzaban. Por las paredes había cientos de cartones abotargados por la humedad, mugrientas bolsas de plástico llenas de abultados desperdicios y del techo colgaban cables eléctricos, muertos y arrancados.
La imaginación de Blanca se puso a trabajar a toda velocidad. Vio rostros enmascarados espiándoles tras los cartones, cabezas y miembros cercenados asomándose entre las bolsas de plástico y cadáveres ahorcados colgando de los cables. Las leyendas de Jandro comenzaron a materializarse en sus terrores. Hasta imaginó como las niñas eran arrastradas por ese pasillo por los siniestros lacayos de Castaigne hasta sus estancias. En su vívida recreación los lacayos llevaban blancas máscaras venecianas.
La entrada trasera era en realidad una salida de emergencia que acababa en el pasillo exterior, el que rodeaba el patio de butacas. Había una puerta cada tres metros, puertas que daban a los palcos del piso bajo, hasta que llegabas a una gran puerta de doble hoja que conectaba el pasillo con el patio de butacas. De haber seguido recto, habrían visto como el pasillo acababa abriéndose al hall de tres plantas, con escaleras a ambos lados, el puesto para palomitas y refrescos a la derecha y la entrada a los servicios y las taquillas a la izquierda.
Pero no llegaron tan lejos.
La puerta de doble hoja estaba entreabierta. Entre sus rendijas se escapaba un fulgor amarillo. Muy amarillo. Ni dorado, ni broncíneo, ni ambarino.
Amarillo.
Jandro apagó la linterna y la guardó en su bolsa. Iván también la apagó, pero la sostuvo hacia arriba, como una porra. Caty le dirigió una aterrorizada mirada a Volstagg que cerró el puño alrededor de la cadena y se les adelantó, dejó en la retaguardia a Joystick que murmuraba algo ininteligible mientras negaba con la cabeza.
Alguien cantaba al otro lado de la puerta de doble hoja. Una voz discordante, infantil, casi femenina. Iván entrecerró los ojos, intentando escuchar la voz por encima de los débiles sonidos de pasos y ropa deslizándose que generaban los movimientos de sus amigos.
Blanca se hizo a un lado y dejó pasar a Volstagg, con la mirada fija en el revólver de Jandro, que apuntó a la puerta, mientras Iván y el grandullón se posicionaban al lado de cada hoja de madera.
—A la de tres —susurró Jandro—. Una… Dos…
—¡Tres! —gritó Volstagg y empujó la puerta.
Entró el primero.
El fulgor amarillo le envolvió.
Los cegó a todos por un instante. Le siguió Iván y Jandro que entró soltando maldiciones y amenazas a un público muerto.
Cuando Blanca entró en el patio de butacas descubrió un centenar de asientos de cuero desconchado y acartonado, abiertos, destrozados y destripados, en los que reposaban media docena de cadáveres repartidos en diferentes posiciones, mudos e inmóviles, con la vista perdida en el escenario.
El escenario. El resplandor surgía de allí. Residía ahí. Una ventana enorme de luz amarilla intensa que generaba frío, no calor, y que daba a un espectáculo de estrellas muertas que danzaban en espirales. Estrellas negras. Las bolsas de basura, los cartones hinchados, los cadáveres podridos o momificados, los desperdicios acumulándose en cada rincón, todo quedó eclipsado por la apertura que devoraba el escenario.
Alguien se carcajeó desde las alturas y Blanca enfiló su mirada hacia las oscuridades de los gallineros y los palcos superiores, donde no encontró nada. Solo el arrullar de la luz amarilla que la llamaba.
—¡Bienvenidos al Palacio de Ythill! —dijo una voz chillona, lasciva, rota, que parecía llenarlo todo, llegar desde todas partes. Durante un inquietante momento Blanca pensó que el teatro les había hablado—. ¡Bienvenidos a Carcosa!
—¡Emboscada! —advirtió Joystick.
En las tres entradas al patio de butacas se habían materializado tres de los Enmascarados. Los dos grandes, los gemelos Moya, con sus máscaras de un blanco impoluto, Máscara Ride a la derecha, Máscara Piangi a la izquierda. Y en la puerta del centro el más bajito, Julio Castilla, portando la nariguda máscara de Medico Della Peste.
Los tres tenían una mano escondida bajo sus túnicas pardas, que a Blanca le recordaron inmediatamente al viejo loco Mateo, un pedigüeño borrachuzo y barbudo que siempre que deambulaba borracho por el campus, murmurando incoherencias entre sus dientes amarillos, vestido solo con una sucia gabardina y la mano escondida entre los pliegues, pero sin dejar de moverla, arriba y abajo, arriba y abajo, muy rápido, nervioso, frenético, con la mirada turbia sobre las chicas que se cruzaban con él.
Pero los enmascarados no se estaban masturbando. Sacaron de sus túnicas unas retorcidas hoces de filo ambarino y las enarbolaron por encima de su cabeza.
—¡Iván! —gritó la voz de una chica—. ¡Blanca! ¡Socorro!
Y, aunque fuera peligroso, aunque fuera un tanto suicida, Blanca ignoró a los enmascarados y buscó esa voz. Esa llamada de auxilio. Porque se trataba de Amanda. Su Amanda.
Estaba en el escenario, viva, gritando, resistiéndose mientras era arrastrada por los otros dos enmascarados. Tenía las manos atadas a la espalda y vestía una toga blanca, desgarrada, por la que se veían sus largas piernas. Sus tirabuzones morenos caían en cascada por su rostro surcado de moratones, pero sus ojos verdes les buscaban. Había sido golpeada, injuriada, vilipendiada… Blanca estaba segura de que la habían violado, de que esos cabrones la habían forzado.
Jaime Eranco, Máscara Bauta, la agarró del cabello de la nuca y la empujó con rabia hasta la ventana de luz amarilla, mientras Paco Cascabel, Máscara Zanni, saltaba del escenario ante Iván.
Era imposible que alguien tan gordo se pudiera mover con tanta agilidad. Imposible.
Jandro disparó contra uno de los Moya, contra Máscara Piangi. La detonación reverberó por todo el teatro. Volstagg cargó contra el otro, Máscara Ride, la hoz cortó el aire ante él pero no evitó su embestida, y lo placó contra el suelo. Máscara Medico Della Peste, lanzaba tajos ante Caty que arremetía con la barra de metal. Joystick le lanzó una botella rota a Máscara Zanni, distrayéndole lo suficiente para que Iván le golpeara con la linterna en la sien izquierda.
Y Blanca corría desbocada hacia las escaleras del lateral del escenario, tras su amiga, para salvarla. No sabía cómo iba a hacerlo, pero no lo pensaba, daba igual, simplemente iba a por ella. Cuando subió al escenario, Máscara Bauta la tenía de rodillas ante la ventana amarilla, en cuyo fondo las estrellas negras comenzaron a girar en un maremágnum cosmológico y enloquecido.
Blanca extendió la mano, gritó, sin dejar de correr. Aún podía salvarla. Aún podía impedirlo. Iba a salvarla. Otro disparo retumbó, como un trueno retumba en los cielos de la lejana Aldebarán. Los sonidos de la pelea se mezclaron con la música del baile de máscaras. Las risas con los chillidos.
Y Máscara Bauta empujó a Amanda adentro de la ventana amarilla. Y Amanda gritó. Y Blanca chilló.
Y todo fue amarillo.
Amarillo, amarillo, amarillo…
… amarillo…
… amarillo…
…amarillo…
…