II
—Pues, señor, no sé si habréis oído hablar
de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X.... que murió en
1860...
—Yo no...
—¡Yo sí!
—Yo también: un muchacho andaluz, con bigote
negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de
Moreda.... y que murió de ictericia...
—¡Ése mismo! —continuó Gabriel—. Pues bien:
mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un
joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso,
con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la
Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución
de notables trabajos, disputábanselo varias empresas particulares
en aquellos años de oro de las obras públicas, y también se lo
disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto,
las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que...
Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo
quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre
Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente
usufructuario...
—¡Señor don Gabriel, al orden!
—Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi
historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni
donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad
este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo
luctuoso.
Sucedió, como sabréis los que la
conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa
Águeda al fin del verano de 1859...
Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan
triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima
amistad que me unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una
vez, en casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella
palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma,
me pareció desde luego indicio de mala salud... Pero, en fin, la
muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura y garbo;
y como además era hija única de título, y de título que llevaba
anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría
inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en
Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una
mañana muy temprano a su elegante habitación de mozo de casa
abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No recuerdo el
número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San
Jerónimo.
Contristadísimo, bien que grave y en
apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando
ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de
ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente
y por largo rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida
algunas instrucciones sobre el trabajo pendiente a uno de sus
ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado
al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento
lúgubre y sin mirarme:
—Mucho me alegro de que hayas venido...
Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo...
Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como
tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual
necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia...
Siéntate... —prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su
despacho—, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte
describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi
vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que
entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora,
ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención
que requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es
de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de
agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi
espíritu hasta un extremo que te dará espanto
—¡Habla! —respondí yo, comenzando a sentir,
en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella
casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de
mi amigo.
—Oye... —repuso él, enjugándose la sudorosa
frente.