VII
LA CÁMARA REAL
Gil Gil penetró en la regia morada ni
arrepentido ni contento de haber entablado relaciones con la
personificación de la Muerte. Mas no bien pisó las escaleras del
palacio y recordó que iba a ver a su idolatrada Elena, todas sus
ideas lúgubres desaparecieron, como huyen las aves nocturnas al
despuntar el día. Con lucido acompañamiento de palaciegos y de
otros personajes de la nobleza, atravesó Gil Gil galerías y
salones, dirigiéndose a la cámara real, y por cierto que todos
admiraban la extraña hermosura y tierna juventud del famoso médico
que Felipe V enviaba desde La Granja como última apelación del
humano poder para salvar la vida de Luis I.
Allí estaban las dos Cortes: la de Luis y la
de Felipe. Eran éstas, por decirlo así, los poderes rivales, que
hacía una semana vivían en constante guerra; eran los antiguos
servidores de la primera rama de Borbón y los nuevos que el Regente
de Francia, Felipe de Orleáns el Generoso, había agrupado alrededor
del trono de España para evitar que el ambicioso ex duque de Anjou
saltase desde él al trono de su abuelo; eran, en fin, los
cortesanos del dócil niño que yacía moribundo, y los de su bella
esposa, la indomable hija del Regente, la renombrada duquesa de
Montpensier. Los allegados a Isabel de Farsenio, madrastra de Luis
I, deseaban que éste muriese para que los hijos del segundo
matrimonio de Felipe V se hallasen más cerca de la corona de San
Fernando.
Los partidarios de la joven Orleáns, de la
Reina hija, deseaban que el enfermo se salvase, no por amor a los
mal avenidos esposos, sino en odio a Felipe V, a quien no querían
ver reinar nuevamente.
Los amigos del desgraciado Luis temblaban a
la idea de que muriese, porque, habiéndole inducido ellos a sacudir
la tutela en que lo tenía el solitario de La Granja, sabían muy
bien que al volver éste al trono lo primero que haría sería
desterrarlos o prenderlos. El palacio era, pues, un laberinto de
encontrados deseos, de opuestas ambiciones, de intrigas y recelos,
de temores y esperanzas. Gil Gil penetró en la cámara buscando con
la vista a una sola persona: a su inolvidable Elena.
Cerca del lecho del Rey vio al padre de
ésta, al grande amigo del difunto conde de Rionuevo, al duque de
Monteclaro, en fin, el cual hablaba con los arzobispos de Santiago
y de Toledo, con el marqués de Mirabal y con don Miguel de Guerra
los cuatro más encarnizados enemigos de Felipe V. El duque de
Monteclaro no reconoció al antiguo paje, compañero de infancia de
su encantadora hija. En otro lado, y no sin cierta impresión de
miedo, el Amigo de la Muerte vio, entre las damas que rodeaban a la
joven y hermosa Luisa Isabel de Orleáns, a su implacable y eterna
enemiga: la condesa de Rionuevo.
Gil Gil pasó casi rozando con su vestido al
ir a besar la mano a la Reina. La condesa no reconoció tampoco al
hijo natural de su marido. En esto se levantó un tapiz detrás del
grupo que formaban las damas, y apareció, entre otras dos o tres,
que Gil Gil no conocía, una mujer alta, pálida,
hermosísima...
Era Elena de Monteclaro.
Gil Gil la miró intensamente y la joven se
estremeció al ver aquella fúnebre y bella fisonomía, cual si
contemplara el espectro de un difunto adorado: cual si tuviese ante
sus ojos, no a Gil, sino su sombra en vuelta en la mortaja; cual si
viese, en fin, un ser del otro mundo.
¡Gil en la Corte! ¡Gil consolando a la
Reina, a aquella princesa altiva y burlona que todo lo desdeñaba!
¡Gil, con aquel lujoso traje, mirado y considerado de toda la
nobleza!...
«¡Ah! ¡Sin duda es un sueño!» —pensó la
encantadora Elena.
—Venid, doctor... —dijo en esto el marqués
de Mirabal—: Su majestad ha despertado. Gil hizo un penoso esfuerzo
para sacudir el éxtasis que embargaba todo su ser al verse enfrente
de su adorada, y se acercó a la cama del virulento. El segundo
Borbón de España era un mancebo de diecisiete años, flaco, largo y
raquítico, como planta que crece a la sombra. Su rostro (que no
había carecido de cierta finura de expresión, a pesar de la
irregularidad de sus facciones) estaba ahora espantosamente
hinchado y cubierto de cenicientas pústulas. Parecía un tosco
boceto de escultura modelado en barro. Tendió el Rey niño una
angustiosa mirada a aquel otro adolescente que se acercaba a su
lecho, y al encontrarse con sus mudos y sombríos ojos, insondables
como el misterio de la eternidad, dio un ligero grito y ocultó el
semblante bajo las sábanas. Gil Gil, en tanto, miraba a los cuatro
ángulos de la habitación buscando a la Muerte.
Pero la Muerte no estaba allí.
—¿Vivirá? —le preguntaron en voz baja
algunos cortesanos, que habían creído leer una esperanza en el
rostro de Gil Gil.
Iba a decir que sí, olvidando que su opinión
debía darla solamente a Felipe V, cuando sintió que le tiraban de
la ropa.
Volvióse, y vio cerca de sí a una persona
vestida toda de negro, que se hallaba de espaldas al lecho del
Rey...
Era la Muerte.
«Morirá de esta enfermedad, pero no hoy»
—pensó Gil Gil.
—¿Qué os parece? —le preguntó el arzobispo
de Toledo, sintiendo, como todos, aquel invencible respeto que
infundía el rostro sobrehumano de nuestro joven.
—Dispensadme... —respondió el ex zapatero—.
Mi opinión queda reservada para el que me envía...
—Pero vos... —añadió el marqués de Mirabal—,
vos, que sois tan joven, no podéis haber aprendido tanta ciencia...
Indudablemente, Dios o el diablo os la ha infundido... Seréis un
santo que hace milagros o un mago amigo de las brujas...
—Como gustéis... —respondió Gil Gil—. De un
modo o de otro, yo leo en el porvenir del príncipe que yace en ese
lecho; secreto por el cual diérais alguna cosa, pues resuelve la
duda de si mañana seréis el privado de Luis I o el prisionero de
Felipe V.
—¡Y qué! —balbuceó el de Mirabal, pálido de
ira, pero sonriendo levemente. En esto reparó Gil Gil en que la
Muerte, no contenta con acechar al Monarca, aprovechaba su
permanencia en la cámara real para sentarse al lado de una dama...,
casi en su misma silla... y mirarla con fijeza.
La sentenciada era la condesa de
Rionuevo.
«¡Tres horas!» —pensó Gil Gil.
—Necesito hablaros... —seguía diciéndole,
entretanto, el marqués de Mirabal, a quien se le había ocurrido,
nada menos que comprar su secreto al extraño médico. Pero una
mirada y una sonrisa de Gil, que adivinó los pensamientos del
marqués, desconcertaron a éste de tal modo que retrocedió un paso.
Aquella mirada y aquella sonrisa eran las mismas que habían
dominado por la mañana a Felipe V. Gil aprovechó aquel momento de
turbación de Mirabal para dar un gran paso en su carrera y fijar su
reputación en la corte.
—Señor... —dijo al arzobispo de Toledo—. La
condesa de Rionuevo, a quien veis tranquila y sola en aquel
rincón... (ya sabemos que la Muerte sólo era visible a los ojos de
Gil), morirá antes de tres horas.
Aconsejadle que disponga su espíritu para el
supremo trance.
El arzobispo retrocedió espantado.
—¿Qué es eso? —preguntó don Miguel de
Guerra. El prelado contó a varias personas las profecías de Gil
Gil, y todos los ojos se fijaron en la condesa, que, efectivamente,
empezaba a palidecer horriblemente. Gil Gil, entretanto, se
acercaba a Elena. Elena estaba en medio de la —cámara, de pie sobre
el mármol del pavimento, inmóvil y silenciosa como una noble
escultura.
Desde allí, fanatizada, subyugada, poseída
de un terror y de una felicidad que no podían definirse, seguía
todos los movimientos del amigo de su infancia.
—Elena... —murmuró el joven al pasar a su
lado.
—Gil... —contestó ella maquinalmente— ¿Eres
tú?
—¡Sí, soy yo! —replicó él con idolatría—.
Nada temas...
Y salió de la habitación.
El capitán lo esperaba en la antecámara. Gil
Gil escribió algunas palabras en un papel, y dijo al fiel servidor
de Felipe V:
—Tomad... y no perdáis un momento. ¡A La
Granja!
—Pero... ¿y vos? —replicó el capitán—. Yo no
puedo dejaros. Estáis preso bajo mi custodia.
—Lo estaré bajo mi palabra... —respondió Gil
con nobleza—. No puedo seguiros.
—Mas... el Rey...
—El Rey aprobará vuestra conducta.
—¡Imposible!
—Escuchad, y veréis cómo tengo razón.
En este momento se oyó en la cámara real un
fuerte murmullo.
—¡El médico! ¡Ese médico!... —salieron
gritando algunas personas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gil Gil.
—La condesa de Rionuevo se muere... —dijo
don Miguel de Guerra—. ¡Venid! Por aquí... Ya estará en la cámara
de la Reina...
—Id, capitán... —murmuró Gil Gil—. Yo os lo
digo. Y apoyó estas palabras con una mirada y un gesto tales que el
soldado partió sin replicar palabra. Gil siguió a Guerra y penetró
en la cámara de la esposa de Luis I.