EL
AMIGO
DE LA MUERTE
Éste era un pobre muchacho, alto, flaco,
amarillo, con buenos ojos negros, la frente despejada y las manos
más hermosas del mundo, muy mal vestido, de altanero porte y humor
inaguantable... Tenía diecinueve años, y llamábase Gil Gil.
Gil Gil era hijo, nieto, biznieto, chozno, y
Dios sabe qué más, de los mejores zapateros de viejo de la corte, y
al salir al mundo causó la muerte a su madre, Crispina López, cuyos
padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos honraron también la
misma profesión.
Juan Gil, padre legal de nuestro melancólico
héroe, no principió a amarlo desde que supo que llamaba con los
talones a las puertas de la vida, sino meramente desde que le
dijeron que había salido del claustro materno, por más que esta
salida le dejase a él sin esposa; de donde yo me atrevo a inferir
que el pobre maestro de obra prima y Crispina López fueron un
modelo de matrimonios cortos, pero malos. Tan corto fue el suyo,
que no pudo serlo más, si tenemos en cuenta que dejó fruto de
bendición... hasta cierto punto. Quiero significar con esto que Gil
Gil era sietemesino, o, por mejor decir, que nació a los siete
meses del casamiento de sus padres, lo cual no prueba siempre tina
misma cosa... Sin embargo, y juzgando sólo por las apariencias,
Crispina López merecía ser más llorada de lo que la lloró su
marido, pues al pasar a la suya desde la zapatería paterna, llevóle
en dote, amén de una hermosura casi excesiva y de mucha ropa de
cama y de vestir, un riquísimo parroquiano —¡nada menos que un
conde, y conde de Rionuevo!—, quien tuvo durante algunos meses
(creemos que siete), el extraño capricho de calzar sus menudos y
delicados pies en la tosca obra del buen Juan, representante el más
indigno de los santos mártires Crispín y Crispiniano, que de Dios
gozan... Pero nada de esto tiene que ver ahora con mi cuento,
llamado El amigo de la muerte.
Lo que sí nos importa saber es que Gil Gil
se quedó sin padre, o sea sin el honrado zapatero, a la edad de
catorce años, cuando ya iba él siendo también un buen remendón, y
que el noble conde de Rionuevo, compadecido del huerfanito, o
prendado de sus clarísimas luces, que lo cierto nadie lo supo, se
lo llevó a su propio palacio en calidad de paje, no empero sin gran
repugnancia de la señora condesa, quien ya tenía noticias del niño
parido por Crispina López.
Nuestro héroe había recibido alguna
educación —leer, escribir, contar y doctrina cristiana—; de manera
que pudo emprenderla, desde luego, con el latín, bajo la dirección
de un fraile jerónimo que entraba mucho en casa del conde...; y en
verdad sea dicho, fueron estos años los más dichosos de la vida de
Gil Gil; dichosos, no porque careciese el pobre de disgustos (que
se los daba y muy grandes la condesa, recordándole a todas horas la
lezna y el tirapié), sino porque acompañaba de noche a su protector
a casa del duque de Monteclaro, y el duque de Monteclaro tenía una
hija, presunta universal y única heredera de todos sus bienes y
rentas habidos y por haber, y hermosísima por añadidura... aunque
el tal padre era bastante feo y desgarbado.
Rayaba Elena en los doce febreros cuando la
conoció Gil Gil, y como en aquella casa pasaba el joven paje por
hijo de una muy noble familia arruinada —piadoso embuste del conde
de Rionuevo—, la aristocrática niña no se desdeñó de jugar con él a
las cosas que juegan los muchachos, llegando hasta darle, por
supuesto en broma, el dictado de novio, y aun a cobrarle algún
cariño cuando los doce años de ella se convirtieron en catorce, y
los catorce de él en dieciséis. Así transcurrieron tres años
más.
El hijo del zapatero vivió todo este tiempo
en una atmósfera de lujo y de placeres: entró en la corte, trato
con la grandeza, adquirió sus modales, tartamudeó el francés
(entonces muy de moda) y aprendió, en fin, equitación, baile,
esgrima, algo de ajedrez y un poco de nigromancia.
Pero he aquí que la Muerte vino por tercera
vez, y ésta más despiadada que las anteriores, a echar por tierra
al porvenir de nuestro héroe. El conde de Rionuevo falleció ab
intestato, y la condesa viuda, que odiaba cordialmente al protegido
de su difunto, le participó, con lágrimas en los ojos y veneno en
la sonrisa, que abandonase aquella casa sin pérdida de tiempo, pues
su presencia le recordaba la de su marido, y esto no podía menos de
entristecerla.
Gil Gil creyó que despertaba de un hermoso
sueño, o que era presa de cruel pesadilla. Ello es que cogió debajo
del brazo los vestidos que quisieron dejarle, y abandonó, llorando
a lágrima viva, aquel que ya no era hospitalario techo.
Pobre, y sin familia ni hogar a que
acogerse, recordó el desgraciado que en cierta calleja del barrio
de las Vistillas poseía un humilde portal y algunas herramientas de
zapatero encerradas en un arca; todo lo cual corría a cargo de la
vieja más vieja de la vecindad, en cuya casa había encontrado el
mísero caricias y hasta confituras en vida del virtuoso Juan Gil...
Fue, pues, allá: la vieja duraba todavía; las herramientas se
hallaban en buen estado, y el alquiler del portal le había
producido en aquellos años unos siete doblones, que la buena mujer
le entregó, no sin regarlos antes con lágrimas de alegría.
Gil decidió vivir con la vieja, dedicarse a
la obra prima y olvidar completamente la equitación, las armas, el
baile y el ajedrez... ¡Pero de ningún modo a Elena de Monteclaro!
Esto último le hubiera sido imposible. Comprendió, sin embargo, que
había muerto para ella, o que ella había muerto para él, y antes de
colocar la fúnebre losa de la desesperación sobre aquel amor
inextinguible, quiso dar un adiós supremo a la que era hacía mucho
tiempo alma de su alma.
Vistióse, pues, una noche con su mejor ropa
de caballero y tomó el camino de la casa del duque. A la puerta
había un coche de camino con cuatro mulas ya enganchadas.
Elena subía a él seguida de su padre.
—¡Gil! —exclamó dulcemente al ver al
joven.
—¡Vamos! —gritó el duque al cochero, sin oír
la voz de ella ni ver al antiguo paje de Rionuevo.
Las mulas partieron a escape. El infeliz
tendió los brazos hacia su adorada, sin tener ni aun tiempo para
decirle ¡adiós!
—¡A ver! —gruñó el portero—; ¡hay que
cerrar!
Gil volvió de su atolondramiento.
—¡Se van! —dijo.
—Sí, señor: ¡a Francia! —respondió el
portero secamente, dándole con la puerta en los hocicos.
El ex paje volvió a su casa más desesperado
que nunca, desnudóse y guardó la ropa; se vistió lo peor que pudo;
cortóse los cabellos; se afeitó un ligero bozo que ya le apuntaba,
y al día siguiente tomó posesión de la desvencijada silla que Juan
Gil ocupó durante cuarenta años entre hormas, cuchillas, leznas y
cerote.
Así lo encontramos al empezar este cuento,
que como ya queda dicho, se titula El amigo de la muerte.