XV
EL TIEMPO AL REVÉS
—Mucho tenemos que andar... —dijo la Muerte
a nuestro amigo Gil luego que salieron de la quinta— Voy a pedir mi
carro. E hirió con el pie el suelo. Un sordo ruido, como el que
precede al terremoto, resonó debajo de la tierra. Alzóse luego
alrededor de los dos amigos un vapor ceniciento, entre cuya niebla
apareció una especie de carro de marfil por el estilo de los que
vemos en los bajorrelieves de la antigüedad pagana. A poco que
reparase cualquiera (no lo ocultaremos al lector), habría echado de
ver que aquel carro no era de marfil, sino pura y simplemente de
huesos humanos, pulidos y enlazados con exquisito primor, pero que
no habían perdido su forma natural. Dio la Muerte la mano a Gil y
montaron en el carro, el cual se alzó por el aire como los globos
que conocemos hoy, con la única diferencia de que lo dirigía la
voluntad de los que iban dentro.
—Aunque tenemos mucho que andar —continuó la
Muerte—, ya nos sobra tiempo, pues este carro volará tanto como a
mí se me antoje... ¡Tanto como la imaginación! Quiero decir que
iremos alternativamente deprisa y, despacio, procurando dar una
vuelta a toda la Tierra en las tres horas de que podemos disponer.
Ahora son las nueve de la noche en Madrid...
Caminaremos hacia el Nordeste, y así
evitaremos el encontrarnos desde luego con la luz del sol...
Gil permaneció silencioso.
—¡Magnífico! ¡Te empeñas en callar!
—prosiguió la Muerte—. Pues hablaré yo solo. ¡Verás qué pronto te
distraen y te hacen romper el silencio los espectáculos que vas a
contemplar! ¡En marcha! El carro, que oscilaba en el aire sin
dirección desde que nuestros viajeros subieron a él, púsose en
movimiento casi rozando con la Tierra, pero con una velocidad
indescriptible. Gil vio a sus plantas montes, árboles, ríos,
despeñaderos, llanuras... ; todo en revuelta confusión.
De vez en cuando alguna hoguera le revelaba
el albergue de sencillos pastores; pero más frecuentemente el carro
pasaba algo despacio por encima de grandes masas pétreas, hacinadas
en formas rectangulares, por entre las que cruzaba alguna sombra
precedida de una luz.... y al mismo tiempo se oían tañidos de
campanas que doblaban a muerto o daban la hora, lo cual es casi lo
mismo, y el canto del sereno que la repetía... Reíase entonces la
Muerte y el carro volaba otra vez sumamente deprisa.
A medida que avanzaban hacia Oriente la
oscuridad era más densa, el reposo de las ciudades más profundo,
mayor el silencio de la Naturaleza. La luna huía hacia el ocaso
como una paloma asustada, mientras que las estrellas cambiaban de
lugar en el cielo como un ejército en dispersión.
—¿Dónde estamos? —preguntó Gil Gil.
—En Francia... —respondió la Muerte— Hemos
atravesado ya mucha parte de las dos belicosas naciones que tan
encarnizadamente han luchado al principio de este siglo... Hemos
visto todo el teatro de la guerra de Sucesión... Vencidos y
vencedores duermen en este instante... Mi aprendiz, el sueño, reina
sobre los héroes que no murieron entonces en las batallas, ni
después de enfermedad o de viejos... ¡Yo no sé cómo abajo no sois
amigos todos los hombres! La identidad de vuestras desgracias y
debilidades, la necesidad que tenéis los unos de los otros, la
brevedad de vuestra vida, el espectáculo de la grandeza infinita de
los orbes y la comparación de éstos con vuestra pequeñez, todo
debía uniros fraternalmente, como se unen los pasajeros de un buque
amenazado de naufragar. En él no hay amores, ni odios, ni
ambiciones; nadie es acreedor ni deudor; nadie grande ni pequeño;
nadie feo ni hermoso; nadie feliz ni desgraciado. Un mismo peligro
los rodea.. y mí presencia los iguala a todos. Pues bien: ¿qué es
la Tierra, vista desde esta altura, sino un buque que se va a
pique, una ciudad presa de la peste o del incendio?
—¿Qué luces fatuas son esas que desde que se
ocultó la luna veo brillar en algunos puntos del Globo terrestre?
—preguntó el joven.
—Son cementerios... Estamos encima de París.
Al lado de cada ciudad, de cada villa, de cada aldea viva hay
siempre una ciudad, una villa o una aldea muerta, como la sombra
está siempre al lado del cuerpo. La geografía es doble, por
consiguiente, aunque vosotros jamás habléis sino de la mitad que os
parece más agradable. Con hacer un mapa de todos los cementerios
que hay sobre la Tierra, os bastaría para explicar la geografía
política de vuestro mundo. Sin embargo, os equivocaríais en la
cuantía o número de la población: las ciudades muertas están mucho
más habitadas que las vivas: en éstas hay apenas tres generaciones,
y en aquéllas se hallan hacinadas a veces por centenares. En cuanto
a esas luces que ves brillar, son fosforescencias de los cadáveres,
por mejor decir, son los últimos fulgores de mil existencias
desvanecidas; son crepúsculos de amor, de ambición, de ira, de
genio, de caridad; son, en fin, las últimas llamaradas de la luz
que se extingue, de la individualidad que desaparece, del ser que
devuelve sus sustancias a la madre tierra... Son, y ahora es cuando
acierto con la verdadera frase, lo que la espuma que forma el río
al fenecer en el Océano.
La Muerte hizo una pausa. Gil Gil sintió al
mismo tiempo un estruendo espantoso bajo sus pies, como el trote de
mil carros sobre largo puente de madera. Miró hacia la Tierra y no
la encontró, sino que vio en su lugar una especie de cielo movible
en que se abismaban. —¿Qué es eso? —preguntó asombrado.
—Es el mar... —dijo la Muerte—. Acabamos de
cruzar la Alemania y entramos en el mar del Norte.
—¡Ah!... ¡No!... —murmuró Gil, poseído de un
terror instintivo— Llévame hacia otro lado... ¡Quisiera ver el
sol!
—Te llevaré a ver el sol aunque retrocedamos
para ello. Así verás el curiosísimo espectáculo del tiempo al
revés.
Giró al carro en el espacio y empezaron a
correr hacía el Sudoeste. Un momento después volvió a escuchar Gil
Gil el ruido de las olas.
—Estamos en el Mediterráneo —dijo la Muerte.
Ahora cruzamos el estrecho de Gibraltar... ¡He aquí el océano
Atlántico!
—¡El Atlántico! —murmuró Gil con
respeto.
Y ya no vio sino cielo y agua, o, por mejor
decir, cielo solamente. El carro parecía vagar en el vacío, fuera
de la atmósfera terrestre. Las estrellas brillaban en todas partes:
bajo sus pies, sobre su cabeza, en derredor suyo..., dondequiera
que fijaba la vista. Así transcurrió otro minuto. Al cabo de él
percibió a lo lejos una línea purpúrea que separaba aquellos dos
cielos, inmóvil el uno y flotante el otro. Esta línea purpúrea
convirtióse en roja y luego en anaranjada; después se dilató
brillante como el oro, iluminando la inmensidad de los mares. Las
estrellas desaparecieron poco a poco...
Dijérase que iba a amanecer. Pero entonces
volvió a salir la luna... Sin embargo, apenas brilló un momento,
cuando la luz del horizonte eclipsó su claridad...
—Está amaneciendo... —dijo Gil Gil.
—Al contrario... —respondió la Muerte—. Está
anocheciendo; sólo que, como caminamos detrás del sol y mucho más
deprisa que él, el ocaso va a servirnos de aurora y la aurora de
poniente... Aquí tienes las lindas Azores. En efecto: un gracioso
grupo de islas apareció en medio del Océano. La luz melancólica de
la tarde, quebrándose entre nubes y filtrándose por la tiniebla de
los ríos, daba al archipiélago un aspecto encantador. Gil y la
Muerte pasaron sobre aquellos oasis de los desiertos marinos sin
detenerse un momento. —A los diez minutos salió el sol del seno de
las olas, y levantóse un poco en el horizonte. Pero la Muerte paró
el carro, y el sol volvió a ponerse. Echaron a andar de nuevo, y el
sol tornó a salir. Eran dos crepúsculos en uno. Todo esto asombró
mucho a nuestro héroe. Anduvieron más y más, engolfándose en el día
y en el Océano. El reloj de Gil señalaba, sin embargo, las nueve y
cuarto... de la noche, si así podemos decirlo. Pocos minutos
después la América del Norte surgió en los mares. Gil vio al paso
los afanes de los hombres, que ya labraban los campos, ya se
deslizaban en buques por las costas, ya bullían por las calles de
las ciudades. En no sé qué parte distinguió una gran polvareda...
Se daba una batalla. En otro lado le hizo reparar la Muerte en una
gran solemnidad religiosa... consagrada a un árbol, ídolo de aquel
pueblo...
Más allá le designó a unos jóvenes salvajes,
solos en un bosque, que se miraban con amor... Luego desapareció la
Tierra otra vez, y penetraron en el mar Pacífico. En la Isla de los
Pájaros era mediodía. Mil otras islas aparecieron a sus ojos por
todos lados. En cada una de ellas había costumbres, religión,
ocupaciones diferentes. ¡Y qué variedad de trajes y de
ceremonias!
Así llegaron a la China, donde estaba
amaneciendo. Este amanecer fue un anochecer para nuestros viajeros.
Otras estrellas distintas de las que habían visto con anterioridad
decoraron la bóveda celeste. La luna volvió a brillar hacia
Levante, y se ocultó en seguida. Ellos continuaban volando con más
rapidez que gira la Tierra sobre su eje. Cruzaron, en fin, el Asia,
donde era de noche; dejáronse a la izquierda las cordilleras del
Himalaya, cuyas eternas nieves brillaban a la luz de los luceros;
pasaron por las orillas del mar Caspio; viraron un poco hacía la
izquierda e hicieron alto en una colina al lado de cierta ciudad,
donde era medianoche en aquel momento.
—¿Qué ciudad es ésa? —preguntó Gil
Gil.
—Estamos en Jerusalén —dijo la Muerte.
—¿Ya?
—Sí... Poco nos falta para haber dado la
vuelta a la Tierra. Me detengo aquí porque oigo las doce de la
noche y yo no dejo de arrodillarme nunca a esta hora.
—¿Por qué?
—Para adorar al Criador del Universo.
Y así diciendo, descendió del carro.
—Yo también quiero contemplar la ciudad de
Dios y meditar sobre sus ruinas —repuso Gil, arrodillándose al lado
de la Muerte y cruzando las manos con fervorosa piedad. Cuando
ambos hubieron terminado aquella oración, la Muerte recobró su
locuacidad y su alegría, y, entrando otra vez en el carro precedida
de Gil Gil, dijo de esta manera:
—Aquella aldea que ves sobre un monte es
Getsemaní. En ella estuvo el Huerto de las Olivas. A este otro lado
distinguirás una eminencia coronada por un templo que se destaca
sobre un campo de estrellas... ¡Es el Gólgota! ¡Ahí pasé el gran
día de mi vida!... Creí haber vencido al mismo Dios..., y vencido
lo tuve durante muchas horas... Pero, ¡ay!, que también fue en este
monte donde, tres días después, me vi desarmada y anulada al
amanecer de un domingo... ¡Jesús había resucitado! También
presenciaron estos sitios, en la misma ocasión, mis grandes
combates personales con la Naturaleza... Aquí fue mi duelo con
ella; aquel terrible duelo... (a las tres de la tarde; me acuerdo
perfectamente) en que, no bien me vio blandir la lanza de Longinos
contra el pecho del Redentor, empezó a tirarme piedras, a
desarreglarme los cementerios, a resucitar los muertos... ¡Qué sé
yo! ¡Creí que la pobre Natura había perdido el juicio!
La Muerte reflexionó un momento; y, alzando
luego la cabeza, con más seriedad en el semblante, añadió:
—¡Es la hora!... Ha pasado la medianoche.
Vamos a mi casa y despachemos lo que tenemos que hablar.
—¿Dónde vives? —preguntó tímidamente
Gil
—¡En el Polo Boreal! —respondió la Muerte—.
¡Allí donde nunca ha pisado ni pisará pie humano!... ¡Entre nieves
y hielos tan viejos como el mundo!
Dicho esto, la Muerte puso el rumbo hacia el
Norte, y el carro voló con más celeridad que nunca.
El Asia Menor, el mar Negro, la Rusia y el
Spitzberg desaparecieron bajo sus ruedas como fantásticas visiones.
Iluminóse luego el horizonte de vistosísimas llamas, reflejadas por
un paisaje de cristal de roca. Todo era silencio y blancura sobre
la Tierra... El resto del cielo estaba cárdeno, salpicado de casi
imperceptibles astros. ¡La Aurora boreal y el hielo!... He aquí
toda la vida de aquella pavorosa región.
—Estamos en el Polo... —dijo la Muerte—
Hemos llegado.