V
LO CIERTO POR LO DUDOSO
Eran las diez de la mañana del 30 de agosto
de 1724 cuando Gil Gil, perfectamente aleccionado por aquella
potestad negativa, penetraba en el palacio de San Ildefonso Y pedía
audiencia a Felipe V. Recordemos al lector la situación de este
monarca en el día y hora que acabamos de citar.
El primer Borbón de España, nieto de Luis
XIV de Francia, aceptó el trono español cuando no podía soñar con
sentarse en el trono francés. Pero fueron muriendo otros príncipes,
tíos y primos suyos, que le separaban del solio de su tierra nativa
y, entonces, a fin de habilitarse para ocuparlo, si moría también
su sobrino Luis XV (que estaba muy enfermo y sólo contaba catorce
años de edad), abdicó la corona de Castilla en su hijo Luis I, se
retiró a San Ildefonso. En tal situación, no sólo mejoró algo de
salud Luis XV, sino que Luis I cayó en cama gravísimamente atacado
de viruelas ¡hasta el extremo de temerse va por su vida!... Diez
correos, escalonados entre La Granja' y Madrid, llevaban cada hora
a Felipe noticias del estado de su hijo, y el padre ambicioso,
excitado además por su célebre segunda esposa. Isabel Farnesio
(mucho más ambiciosa que él), no sabía qué partido tomar en tan
inesperado y grave conflicto. ¿Iba a vacar el trono de España antes
que el de Francia? ¿Debía manifestar su intención de reinar de
nuevo en Madrid, disponiéndose a recoger la herencia de su hijo?
Pero ¿y si no moría éste? ¿No sería insigne torpeza haber
descubierto a toda Europa el oscuro fondo de su alma? ¿No era
esterilizar el sacrificio de haber vivido siete meses en la
soledad? ¿No fuera renunciar para siempre a la dulce esperanza de
sentarse en el ansiado trono de San Luis? ¿Qué hacer, pues?
¡Esperar equivalía a perder un tiempo precioso!... La Junta de
Gobierno lo aborrecía y le disputaba toda influencia en las cosas
del Estado... Dar un solo paso podía comprometer la ambición de
toda su vida y su nombre en la posteridad...
¡Falso! ¡A Carlos V las tentaciones del
mundo le asaltaban en el desierto, y pagaba harto cara, en aquellas
horas de incertidumbre, la hipocresía de su abdicación! Tal era la
circunstancia en que nuestro amigo Gil Gil se anunciaba al
meditabundo Felipe, diciéndose portador de importantísimas
noticias.
—¿Qué me quieres? —preguntó el Rey sin mirar
lo cuando lo sintió dentro de la cámara.
—Señor, míreme vuestra majestad —respondió
Gil Gil con desenfado—. No tema que lea sus pensamientos, pues no
son un misterio para mí.
Felipe V se volvió bruscamente hacia aquel
hombre, cuya voz, seca y fría como la verdad que revelaba, había
helado la sangre en su corazón. Pero su enojo se estrelló en la
fúnebre sonrisa del Amigo de la Muerte. Sintióse, pues, poseído de
supersticioso terror al fijar sus ojos en los de Gil Gil, y
llevando una mano trémula a la campanilla de la escribanía que
adornaba la mesa, repitió su primera pregunta:
—¿Qué me quieres?
—Señor, yo soy médico... —respondió el joven
tranquilamente—, y tengo tal fe en mi ciencia que me atrevo a decir
a vuestra majestad el día, la hora y el instante en que ha de morir
Luis I.
Felipe V miró con más atención a aquel niño
cubierto de harapos, cuyo rostro tenía tanto de hermoso como de
sobrenatural.
—Habla... —dijo por toda contestación.
—¡No tan así, señor Rey! —replicó Gil con
cierto sarcasmo— ¡Antes hemos de convenir en el precio!
El francés sacudió la cabeza al oír estas
palabras, como sí despertase de un sueño; vio aquella escena de
otro modo, y casi se avergonzó de haberla tolerado.
—¡Hola! —dijo, tocando la campanilla—
¡Prended a este hombre!
Un capitán apareció, y puso su mano sobre el
hombro de Gil Gil. Éste permaneció impasible.
El Rey, volviendo a su anterior
superstición, miró de reojo al extraño médico... Levantóse luego
trabajosamente, pues la languidez que sufría hacía algunos años se
había agravado aquellos días, y dijo al capitán de guardias:
—Déjanos solos.
Plantóse, por último, enfrente de Gil Gil,
cual si quisiera perderle el miedo, y le preguntó con fingida
calma:
—¿Quién diablos eres, cara de búho?
—¡Soy el Amigo de la Muerte! —respondió
nuestro joven sin pestañear.
—Muy señora mía y de todos los pecadores...
—dijo el Rey con aire de broma a fin de disfrazar su pueril
espanto— ¿Y qué decías de nuestro hijo?
—Digo, señor —exclamó Gil Gil dando un paso
hacia el Rey, quien retrocedió a su pesar—, que vengo a traeros una
corona... ; no os diré si la de España o la de Francia, pues éste
es el secreto que habéis de pagarme. Digo que estamos perdiendo un
tiempo precioso, y que, por consiguiente, necesito hablaros pronto
y claro. Oídme, por tanto, con atención. Luis I está agonizando...
Su enfermedad es, sin embargo, de las que tienen cura... Vuestra
majestad es el perro de la fábula...
Felipe V interrumpió a Gil Gil:
—¡Di!... ¡Di lo que gustes! Deseo oírlo
todo... ¡De todas maneras voy a tener que ahorcarte!...
El Amigo de la Muerte se encogió de hombros
y continuó:
—Decía que vuestra majestad es el perro de
la fábula. Teníais en la cabeza la corona de España; os bajasteis
para coger la de Francia; se os cayó la vuestra sobre la cuna de
vuestro hijo; Luis XV se ciñó la suya, y vos os quedasteis sin la
una y sin la otra...
—¡Es verdad! —exclamó Felipe V, si no con la
voz, con la mirada.
—Hoy... —continuó Gil Gil recogiendo la
mirada del Rey—; hoy, que estáis más cerca de la corona de Francia
que de la de España, vais a exponeros al mismo azar... Luis XV y
Luis I, los dos Reyes niños, están enfermos. Podéis heredar a
ambos; pero necesitáis saber con algunas horas de anticipación cuál
de los dos va a morir antes. Luis I está de más peligro; pero la
corona de Francia es más hermosa. De aquí vuestra perplejidad...
¡Bien se conoce que estáis escarmentado! ¡Ya no os atrevéis a
tender la mano al cetro de San Fernando, temeroso de que vuestro
hijo se salve, la historia os escarnezca y vuestros partidarios de
Francia os abandonen!... Más claro: ¡ya no os atrevéis a soltar la
presa que tenéis entre los dientes, temeroso de que la otra que
veis sea una nueva ilusión o mero espejismo!
—¡Habla..., habla! —dijo Felipe con
ansiedad, creyendo que Gil había terminado—. ¡Habla! ¡De todos
modos has de ir de aquí a una mazmorra, donde sólo te oigan las
paredes!... ¡Habla!... ¡Quiero saber qué dice el mundo acerca de
mis pensamientos!
El ex zapatero sonrió con desdén.
—¡Cárcel! ¡Horca!... —exclamó—. ¡He aquí
todo lo que los reyes sabéis! Pero yo no me asusto. Escuchadme otro
poco, que voy a concluir. Yo, señor, necesito ser médico de cámara,
obtener un título de duque y ganar hoy mismo treinta mil pesos...
¿Se ríe vuestra majestad? ¡Pues los necesito tanto como vuestra
majestad saber si Luis I morirá de las viruelas!
—¿Y qué? ¿Lo sabes tú? —preguntó el Rey en
voz baja, sin poder sobreponerse al terror que le causaba aquel
muchacho.
—Puedo, saberlo esta noche.
—¿Cómo?
—Ya os he dicho que soy amigo de la
muerte.
—¿Y qué es eso? ¡Explícamelo!
—Eso... ¡Yo mismo lo ignoro! Llevadme al
palacio de Madrid. Hacedme ver al Rey reinante, Y yo os diré la
sentencia que el Eterno haya escrito sobre su frente.
—¿Y si te equivocas? —dijo el de Anjou
acercándose más a Gil Gil.
—¡Me ahorcáis! .... para lo cual me
retendréis preso todo el tiempo que os plazca.
—¡Conque eres hechicero! —exclamó Felipe por
justificar de algún modo la fe que daba a las palabras de Gil
Gil.
—¡Señor, ya no hay hechizos! —respondió éste
El último hechicero se llamó Luis XIV, y el último hechizado,
Carlos II. La corona de España, que os mandamos a París hace
veinticinco años envuelta en el testamento de un idiota, nos
rescató de la cautividad del demonio en que vivíamos desde la
abdicación de Carlos V. Vos lo sabéis mejor que nadie. —Médico de
cámara.... duque... y treinta mil pesos... —murmuró el Rey.
—¡Por una corona que vale más de lo que
pensáis! —respondió Gil Gil.
—¡Tienes mi real palabra! —añadió con
solemnidad Felipe V, dominado por aquella voz, por aquella
fisonomía, por aquella actitud llena de misterio.
—¿Lo jura vuestra majestad?
—¡Lo prometo! —respondió el francés— ¡Lo
prometo si antes me pruebas que eres algo más que un hombre!
—¡Elena..., serás mía! —balbuceó Gil.
El Rey llamó al capitán y le dio algunas
órdenes.
—Ahora... —dijo—, mientras se dispone tu
marcha a Madrid, cuéntame tu historia y explícame tu ciencia. —Voy
a complaceros, señor; pero temo que no comprendáis ni la una ni la
otra.
Una hora después el capitán corría la posta
hacia Madrid al lado de nuestro héroe, quien, por de pronto, ya
había soltado sus harapos y vestía un magnifico traje de terciopelo
negro, adornado con encajes vístosísimos; ceñía espadín, y llevaba
sombrero galoneado.
Felipe V le había regalado aquella
vestimenta y mucho dinero, después que se hubo enterado de su
milagrosa amistad con la Muerte. Sigamos nosotros al buen Gil Gil
por mucho que corra, pues podría acontecer que se encontrara en la
cámara de la Reina con su idolatrada Elena de Monteclaro, o con la
odiosa condesa de Rionuevo, y no es cosa de que ignoremos los
pormenores de unas entre vistas tan interesantes.