Epílogo
Bennett
Esta noche
El chófer me miró a los ojos por el espejo retrovisor, disculpándose en silencio por estar encontrando
cada
puñetero
semáforo
rojo
de
Manhattan.
—Eehh, eehh, eehh —le apunté a Chloe, recordándole que debía respirar tal como nos habían enseñado.
Chloe tenía los ojos muy abiertos y los clavaba en los míos con aire suplicante mientras asentía frenética, como si yo fuese el salvavidas que le habían arrojado sobre la borda en esta puñetera farsa biológica llamada «Mi mujer va a parir un melón a través de una pajita».
—¿Has avisado a Max? —gritó, apretando los ojos con fuerza.
Una gota de sudor le resbaló por la sien.
—Sí.
«Tengo un montón de putas preguntas, por ejemplo: ¿cómo demonios va a ir todo bien?»
Enfrentado a la realidad de ese crío gigantesco que iba a salir de mi mujer, de repente había perdido la confianza en las conclusiones estadísticas que ofrece la historia sobre mujeres que dan a luz sin problemas.
—¿Y a Will? ¿Y a Hanna?
—Sí.
Se dobló por la mitad y soltó un gruñido que se convirtió en grito. Acto seguido, cogió mucho aire y chilló:
—¿Y a George y Will P.?
—Sara ha llamado a George —contesté—. Respira, Chlo. Piensa en eso, no en los demás.
«He visto su cuerpo de cerca y he visto a ese crío en la ecografía 4D. No soy ningún experto en física, pero no veo cómo puede ocurrir esto tal como nos dijeron que ocurriría.»
—¿Seguro que no quieres la epidural en cuanto lleguemos?
El coche pasó por encima de un bache y Chloe lanzó un grito de dolor. Negó con la cabeza rápidamente, sin dejar de respirar, con las mejillas hinchadas y apretando mi mano con la fuerza de un torno.
—No. No. No. No.
Aquello se convirtió en una letanía, y pensé en la planificación testamentaria que habíamos hecho, los testamentos vitales y los poderes que habíamos firmado. ¿Había alguna cláusula que me permitiera tomar todas las decisiones sobre su salud en caso de parto repentino y aterrador? ¿Podía decidir que le hicieran una cesárea en cuanto llegásemos al hospital para ahorrarle el dolor que estaba a punto de sufrir?
—Buena respiración, Chlo. Eres perfecta.
—¿Cómo es que estás tan tranquilo? —preguntó, jadeante y con la frente sudorosa—. Me pones de los nervios.
Esbocé una sonrisa tensa.
—Estoy tranquilo porque lo tienes controlado.
«No tengo ni puta idea de qué cojones tengo que hacer.»
—Te quiero —dijo con voz entrecortada.
«Tiene cara de estar muriéndose.»
—Yo también te quiero a ti.
«¿Esto será normal?»
Mi mano ardía en deseos de sacar el móvil del bolsillo y llamar a Max.
«¿Qué significa que grite cada minuto? Hace solo media hora, tenía las contracciones cada diez minutos. ¿Es posible que me rompa la mano? Ha dicho que tenía hambre, pero el médico le aconsejó que no comiera nada... y, sin embargo, me da un poco de miedo. Sonríe, pero tiene un aspecto aterrador.»
Experimentó otra contracción y volvió a apretarme la mano dolorosamente. Si eso era lo que necesitaba, habría dejado que me rompiera todos los huesos de la mano, pero me resultó difícil contar cuánto duraba.
Chloe susurró con voz entrecortada:
—No pasa nada, no pasa nada. No pasa nada, no pasa nada. No pasa nada, no pasa nada.
Vi cómo resistía. A continuación, su rostro se relajó y volvió a dejarse caer contra el asiento, agarrándose el vientre.
Instintivamente, tenía la sensación de que debería estar fulminándome con la mirada, buscando pelea para distraerse o haciendo cualquier otra bordelería. Sin embargo, seguía tratándome con amabilidad.
Lo agradecía, pero no estaba muy seguro de que me gustase.
Me gustaban los cantos ásperos.
Me había enamorado de esa espina de acero.
Por enésima vez, me pregunté si algo habría cambiado irrevocablemente en ella. Y si era así, ¿cómo me sentiría yo?
Su respiración se aceleró con la llegada de otra contracción.
—Ya casi estamos, Chlo. Ya casi estamos.
Con la mandíbula apretada, logró articular un tenso:
—Gracias, cielo.
Inspiré hondo, esforzándome por mantener la calma ante el firme deseo de Chloe de mostrarse cariñosa, amable y razonable.
Pasamos por encima de otro bache y golpeó la puerta con el puño.
Oí que tomaba aire.
Y entonces oí salir de su garganta unas palabras rabiosas:
—¿PUEDES LLEVARNOS AL PUTO HOSPITAL DE UNA PUTA VEZ, KYLE? ¡ES PARA HOY! ¡ME CAGO EN LA PUTA!
Esa última palabra se convirtió en un prolongado y fuerte gemido. Delante, el chófer contuvo una carcajada y volvió a mirarme a los ojos con aire de complicidad. Fue como pinchar un globo; toda la tensión pareció abandonarme.
—Eso mismo, Chlo —dije, riéndome—. ¡Qué cojones, Kyle!
Pisó el acelerador, maniobró para esquivar un coche y subió dos ruedas a la acera para eludir a un mensajero en bicicleta que se había parado a trastear con el móvil. Tocando el claxon, Kyle se asomó por la ventanilla y vociferó:
—¡Aquí dentro llevo una mujer de parto! ¡Moved el culo, gilipollas!
Chloe bajó la ventanilla y se asomó también.
—¡Quitaos del puto medio, joder!
A nuestro alrededor, los coches empezaron a tocar el claxon. Unos cuantos se apartaron para dejarnos pasar, y aprovechamos la zona despejada para avanzar por Madison Avenue.
Kyle sonrió al dejar atrás el tráfico y pisó el acelerador con entusiasmo.
Apoyé la mano en el brazo de Chloe.
—Solo faltan cinco...
—No me toques —gruñó, en la mejor imitación que había oído en mi vida del demonio de El exorcista. Alargó el brazo con una velocidad pasmosa, me agarró por el cuello de la camisa y cerró el puño—. Tú eres el culpable.
Sonreí de oreja a oreja, mareado de alivio.
—Puedes jugarte el culo a que sí.
—¿Te crees gracioso? —preguntó en un siseo—. ¿Crees que esto fue buena idea, joder?
Me invadió la euforia.
—Sí, sí que lo creo.
—Esta cosa va a partirme por la mitad —gimoteó—. Y tú vas a tener que empujar por ahí en una silla de ruedas a tu mujer hecha polvo durante el resto de su vida porque no le funcionarán las piernas, porque... ¡ESTE PUÑETERO BEBÉ LE HABRÁ DESTROZADO LA PUTA ESPINA DORSAL AL SALIR DE SU VAGINA EN UN PUTO COCHE, BENNETT! ¡CÓMO SE SUPONE QUE VOY A TRABAJAR ASÍ! —Soltó mi camisa—. ¡KYLE! —Chloe se inclinó hacia delante y dio una palmada en el respaldo del asiento del chófer—. ¿ME ESTÁS OYENDO?
—Sí, señora Ryan.
—¡DE AHORA EN ADELANTE VUELVO A LLAMARME MILLS! ¡Y EL ACELERADOR ES EL PEDAL CANIJO QUE TIENES A LA DERECHA! ¿NOS ESTÁS LLEVANDO AL HOSPITAL EN EL PUTO COCHE DE LOS PICAPIEDRA?
Kyle soltó una carcajada y adelantó a una furgoneta de reparto. Chloe me cogió la mano entre las suyas y me machacó los huesos.
—No quiero hacerte daño —gimió.
—No pasa nada.
Se volvió y me miró con los dientes apretados.
—Pero ahora mismo tengo ganas de arrancarte la cabeza.
—Ya lo sé, nena, ya lo sé.
—¡No me llames «nena», joder! No sabes lo mal que lo estoy pasando. La próxima vez, tienes tú al niño y yo me quedó ahí sentada, riéndome al ver cómo te partes por la mitad.
Me incliné y besé su frente sudorosa.
—No me río de ti. Es que te he echado mucho de menos. Ya casi hemos llegado.
El plan de Chloe para el parto era muy específico: nada de epidural, nada de ayuno, habitación con posibilidad de parir en el agua... Había por lo menos tres páginas de notas que llevaba varias semanas preparando meticulosamente. Había hecho y deshecho varias veces la bolsa para el hospital.
Resultó que nuestro hijo tenía un cordón nucal doble, lo que significaba que el cordón umbilical daba dos vueltas alrededor del cuello. Nos dijeron que no era insólito. Sin embargo, en nuestra situación, no era una buena noticia.
—Después de cada contracción —nos explicó la doctora Bryant, con la mano sobre el hombro de Chloe y el bip-bip-bip constante de los monitores a nuestro alrededor—, la frecuencia cardíaca del bebé no se acelera. —Me miró con una sonrisa serena—. Si ya estuviera empujando, sacaríamos al bebé enseguida. Sin embargo, en este caso, aún está demasiado arriba. —Volvió a mirar a Chloe—. Y tú solo estás a cinco centímetros.
—¿Puedes volver a comprobarlo? —gimió Chloe—. Porque a mí me parece que estoy a veinte, en serio.
—Lo sé —dijo la doctora Bryant, riéndose—. Y también sé que estás decidida a tener un parto natural, pero, chicos, esta es una de esas situaciones en las que tengo que utilizar mi derecho de veto.
Chloe ni siquiera llegó a empujar antes de que la llevaran al quirófano.
Ligeramente sedada y muy disgustada al ver frustrado su plan perfecto, se me quedó mirando. Tenía el pelo recogido en un gorro estéril amarillo; la cara, con manchas y sin maquillaje.
Sinceramente, nunca había estado más guapa.
—No importa cómo suceda —le recordé—. Al final, tendremos un bebé.
Asintió con la cabeza.
—Lo sé.
Me quedé mirándola, sorprendido.
—¿Estás bien?
—Estoy decepcionada —dijo, y tragó saliva para dominar una evidente oleada de emoción—, pero quiero que todo salga bien.
—Y saldrá bien —dijo la doctora Bryant, con las manos esterilizadas y enguantadas, sonriendo detrás de la mascarilla—. ¿Lista?
La enfermera levantó la cortina, ocultando de la vista la parte inferior del cuerpo de Chloe. Me quedé junto a su cabeza, vestido con mi bata, mi gorro y mis guantes quirúrgicos.
Sabía que la doctora Bryant se ponía inmediatamente manos a la obra. Sabía, al menos en teoría, lo que estaba ocurriendo al otro lado de la barrera amarilla. Había antiséptico, un bisturí y toda clase de instrumentos quirúrgicos. Sabía que habían empezado, sabía que se estaban dando prisa.
Sin embargo, el rostro de Chloe no mostraba dolor alguno. Simplemente me miraba.
—Te quiero.
Con una sonrisa, contesté:
—Y yo a ti.
—¿Y tú? ¿Estás decepcionado? —preguntó.
—Para nada.
—¿Se te hace raro? —susurró.
Solté una risita y le di un beso en la nariz.
—¿Todo este... momento?
Asintió con la cabeza, dedicándome una sonrisa vacilante.
—Un poco.
—Allá vamos —dijo la doctora Bryant, y luego le dijo en un murmullo a la enfermera—. Pásamelo. No, el separador.
A Chloe se le llenaron los ojos de lágrimas. Se mordió el labio, expectante.
—Felicidades, Chloe y Bennett —dijo la doctora Bryant, y un grito agudo resonó en la sala—. Tenéis una hija.
De pronto, había un bulto cálido y lloroso entre mis brazos. Con manos temblorosas, coloqué a la niña sobre el pecho de Chloe.
Tenía una naricilla minúscula, una boquita muy dulce y unos ojos abiertos y sobresaltados.
Era lo más precioso que había visto en mi vida.
—Hola —susurró Chloe, contemplándola. Las lágrimas cayeron por fin de sus ojos—. Te hemos esperado mucho tiempo.
En un instante, mi mundo se derrumbó y se reconstruyó en forma de fortaleza en torno a mis dos chicas.
—Oh, jo... lines —gimió Chloe, entre risas—. ¿No se supone que esto es instintivo?
Cogí la cabeza de nuestra hija y traté de situarla en el ángulo adecuado.
—Eso creía, pero...
—Es como si yo fuera la vaca; tú, el granjero; y ella, el cubo —dijo.
Entró la enfermera, comprobó la incisión de Chloe, comprobó su gráfico y nos ayudó a colocar al bebé.
—¿Tienen decidido el nombre?
—No —dijimos al unísono.
La enfermera volvió a dejar el gráfico en el estante de la pared.
—Ahí fuera tienen a todo un ejército. ¿Quieren que los deje pasar?
Chloe asintió con la cabeza y se arregló el camisón.
Los oí venir por el pasillo. La risa de George, la voz profunda de Will Sumner, el acento ondulante de Max y los chillidos de emoción de los tres críos de los Stella. De pronto, allí estaban, irrumpiendo en la habitación como un revoltijo de cuerpos, regalos y palabras. Once rostros sonrientes. Al menos ocho pares de ojos llorosos.
Max se acercó enseguida, como si el dulce y minúsculo bulto fuese un imán. Se inclinó sobre el bebé y preguntó:
—¿Puedo?
Chloe se la pasó con los ojos brillantes.
—¿Habéis elegido el nombre? —preguntó Sara, contemplando al bebé que su marido tenía en brazos.
—Maisie —dijo Chloe.
—Lillian —dije yo al mismo tiempo.
—Eso suena muy bien —dijo George, haciendo monerías a mi hija.
Miré a Annabel e Iris, quietas y calladas junto a Will P., que llevaba a Ezra en brazos. Sonreí a Hanna y a su Will, que observaban la escena de la habitación con silenciosa admiración.
Un momento.
Once rostros.
Will, Hanna, Max, Sara, Annabel, Iris, Ezra, Will, George...
Levanté la barbilla hacia Jensen, que se hallaba junto a la pared, rodeando a Pippa con el brazo.
—¡Felicidades, chicos! —dijo, paseando la mirada por la habitación con una gran sonrisa—. Todo el mundo ha traído mantas de bebé o flores. Nosotros... esto...
—Nosotros hemos traído priva —acabó Pippa con un saludo, poniéndome en las manos una botella de tequila Patrón.
—Gracias —dije, riéndome. Crucé la habitación para estrechar la mano de Jensen y luego me incliné y le di a Pippa un beso en la mejilla—. Me vendrá muy bien. Entonces, esto —meneé un dedo entre ellos— significa que estáis juntos.
Él asintió con la cabeza.
—Desde luego que sí.
Hanna le dio una palmada en el brazo.
—No me han dicho que estaban juntos.
—Iba a hacerlo —dijo su hermano entre risas—, pero te viniste a Nueva York, ¡así que te seguimos hasta aquí!
—Me parece que os debo una disculpa —dijo Chloe desde el otro lado de la habitación.
El grupo se la quedó mirando con el ceño fruncido, en medio de un silencio resonante y confuso.
—¡Ajo y agua, panda de gilipuertas! —gruñó—. Me parece que os la debo, pero no os la voy a dar.
—¡Gracias a Dios! —dijo Max con un suspiro.
—¡La borde ha vuelto! —graznó George.
—Estás despedido —dijo Chloe rápidamente.
—Trabaja para mí, cariño —le recordó Sara, con esa amable cantinela que todos habíamos oído cien veces.
—Y pórtate bien —le dijo George a Chloe, alargando la mano izquierda y dejando caer los dedos para mostrarnos un reluciente anillo plateado—, o no serás mi borde de honor.
—¿Me dejas, porfi? —preguntó ella en un respetuoso susurro.
—Estarás justo a mi lado —dijo George—, recordándome que no le merezco.
Al parecer, mi mujer no estaba completamente recuperada de su delicado estado emocional, porque se echó a llorar y le indicó con un gesto a George que se acercara para poder darle un abrazo.
—Tú también, Will Perkins —insistió, alargando el brazo libre.
En broma, Will Sumner se apoyó contra la pared como para protegerse del estruendo que haría el mundo al abrirse bajo nuestros pies y devorarnos a todos. Sin embargo, en la habitación se hizo un silencio absoluto. Chloe abrazaba a George, George abrazaba a Chloe, y, para sorpresa y alivio de todos, el apocalipsis no llegó a precipitarse sobre nuestras cabezas.
Contemplé a mi mujer, sentada en la cama, sonriendo de oreja a oreja y hablando con los dos hombres sobre su inminente boda y la aventura de la llegada de nuestra hija. Sara miraba con codicia al bebé que Max tenía en brazos, y me pregunté cuántas ganas tendría de terminar con el que, sin duda alguna, era su embarazo más difícil. Will y Hanna se agacharon para escuchar a Annabel, que les contaba un complicado cuento acerca de una mariposa que vivía en las flores que habían traído. Sonó el móvil de Pippa, y ella y Jensen se acercaron a Max y Sara para dejar que Ruby y Niall conocieran a mi bebé a través de FaceTime.
Mis padres irrumpieron en la habitación, seguidos de Henry y su familia, y hasta la espaciosa habitación privada se volvió demasiado pequeña para acoger a tanta gente. Cruzaron la habitación en medio de un mar de abrazos hasta llegar a la recién nacida y se pusieron a cogerla por turnos, a olerla y a proclamar que era el bebé más precioso que habían visto en su vida.
Los dos hijos de mi hermano se sentaron en el suelo con los críos de Max y Sara y se pusieron a jugar en las cestas de flores. En condiciones normales, les habría pedido que no tiraran los pétalos al suelo ni los aplastaran contra el linóleo, pero... curiosamente, esa rigidez obsesiva había desaparecido. Eso del orden era una batalla menor que no merecía mi tiempo. Las batallas que valía la pena librar eran las que servían para proteger a mi familia, la enorme lucha diaria de trabajar para hacer de nuestro mundo un lugar mejor para todos. Las batallas que valía la pena librar eran las que descansaban sobre mis hombros como padre de una hija: criarla fuerte y segura de sí misma, impedir que le pasara nada malo.
«Armad un puto desastre con esas flores, niños.»
—Basta de acapararla —dije, abriéndome camino entre la multitud y cogiendo a mi hija en brazos.
Era una extraña paradoja de pequeñez y fuerza, con sus puñitos apretados y sus ojos grandes y observadores. Me senté en la cama junto a Chloe, me apoyé contra las almohadas y sentí que su cabeza descansaba sobre mi hombro. Contemplamos a la niña enamorados.
—Maisie —susurró ella.
—Lillian.
Chloe se volvió hacia mí y sacudió la cabeza con la mandíbula apretada.
—Maisie.
La besé. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Para conseguir a la mejor mujer del mundo —susurré—, hay que empezar por lo básico: amarla tal como es, no como uno quisiera que fuera. Volverse imprescindible para ella. Ser su mano derecha. Averiguar lo que necesita. Entones no renunciará a ti por nada del mundo.
Me había convertido en imprescindible para ella. Me había convertido en su mano derecha... y en el padre de su hija. Y así conseguí, día a día, ser el cabrón más afortunado del mundo.