9
Pippa
Jensen abrió la puerta de nuestra habitación y me invitó a entrar con un gesto. La puerta se cerró a sus espaldas con un fuerte chasquido.
Madre mía, qué momento más emocionante.
Mientras subíamos las escaleras, ninguno de los dos había dicho una palabra. Por el pasillo... más silencio. Casi a cada paso que daba, me entraban ganas de volverme hacia él, bailotear un poco y decir: «Esto no tiene por qué pasar. Podríamos limitarnos a contar historias de miedo, comernos todos los aperitivos del minibar y hacer como si fuera una fiesta de pijamas».
Sin embargo, a veces, tenía la impresión de que, con Jensen, decir las cosas en voz alta casi lo volvía todo más embarazoso.
No habíamos vuelto a estar allí desde que habíamos subido nuestro equipaje y, entonces, el subidón de fingirnos casados y la conciencia de que contábamos con toda la tarde y parte de la noche antes de tener que afrontar este momento me habían producido la sensación de que la cama era mucho más grande.
Pero no. Era minúscula.
¿Existía en Estados Unidos una categoría a medio camino entre la cama individual y la cama de matrimonio?
Él fue el primero en romper el silencio mientras los dos la mirábamos fijamente:
—No hay problema. Puedo dormir en el suelo.
Sin embargo, yo no quería eso. En realidad, quería su cuerpo alargado en torno a mí, sus brazos estrechándome con fuerza desde atrás. Quería oír su respiración al dormir y sentir su calor durante toda la noche.
No se trataba solo de que me gustara el sexo o de que me encantaran los abrazos. La cuestión era que me sentía segura con él. Me sentía importante, sobre todo ese día en que había podido hacer algo para ayudarle y ese pequeño favor parecía impulsarlo a abrirse.
Pero allí estábamos, con sus barreras alzadas de nuevo.
—No seas tonto. —Me volví hacia mi maleta y saqué el pijama—. Voy a cambiarme.
Tosió mirando su propia maleta, abierta en una silla situada en una esquina de la habitación.
—Por supuesto.
Me cambié, me lavé la cara, me recogí el pelo, me lo solté, me lo recogí de nuevo. Me apliqué la crema hidratante. Me cepillé los dientes, hice pipí, me lavé las manos, volví a aplicarme la crema. Volví a cepillarme los dientes. Me detuve. Y luego, al salir, dejé que pasara junto a mí para seguir la misma rutina. Cuando entró en el lavabo, me percaté de que solo llevaba un par de pantalones cortos en la mano.
Dormía sin la parte de arriba.
No jodas.
Pese a todo y para mi inmensa consternación, cuando por fin salió del cuarto de baño, Jensen seguía llevando puesta la camiseta.
—Pensaba que dormías sin camiseta.
«¿Qué?
»¿Qué acabo de decir?»
Me miró con cara de sorpresa.
—Bueno, normalmente duermo sin camiseta, pero...
Mi corazón latía tan fuerte que apenas podía respirar. Lo juro.
—Creo que esperaba que lo hicieras. —Me pasé la lengua por los labios, rogándole que no apartase sus ojos de los míos—. Lo siento. Estoy hablando sin pensar.
Una leve sonrisa apareció en sus labios.
—Lo dices como si fuese la primera vez que te pasa.
Por algún motivo, esa broma, y la indulgencia incrustada en su voz, desató el resto de mis pensamientos:
—Me doy perfecta cuenta de que lo de hoy ha sido solo un juego, pero en los últimos días me he planteado muy seriamente la posibilidad de que ocurriera algo entre nosotros. La situación ya está muy cargada y eso no se puede cambiar, pero no quería que pensaras que me desagradaría compartir la cama.
Hice una pausa y abrí la boca para continuar, pero me contuve para darle la oportunidad de responder.
Al parecer, no esperaba mi silencio después de una divagación tan breve, porque se quedó allí, mirándome expectante, durante unos instantes.
—Adelante —susurré, sentándome en la cama y deslizándome hacia el cabecero—. He terminado. Por ahora.
Jensen se me acercó despacio y se sentó en una esquina del colchón, justo en el borde.
—Yo también lo estaba pensando antes de que apareciera Becky.
—¿En serio?
Asintió con la cabeza.
—Claro que sí. Eres preciosa, y solo la mitad de lo irritante que me pareciste al principio.
Solté una carcajada.
—¿Te parezco guapa?
—Me parece que estás imponente.
Me mordisqueé el labio inferior, observándolo.
Una sonrisa invadió su rostro poco a poco, y por fin preguntó:
—¿Te parezco guapo yo?
Alargué el brazo hacia atrás, cogí una almohada y se la lancé.
—Me parece que estás imponente —repetí, y el resto salió de mi boca sin pensar—: Me gustas.
Él se echó a reír con los ojos brillantes.
—Tú también me gustas a mí.
Y la famosa boca de Pippa Cox se lanzó a toda pastilla:
—Antes de este viaje, nunca había estado en unas auténticas bodegas. Mi amiga Lucy celebró una fiesta hace unos años. Tenía que ser una velada elegante, con vino y queso, pero ¿cómo dice el refrán? ¿«Aunque la mona se vista de seda...»? No somos esa clase de gente. Recuerdo aquella noche como en una nube: manchas de vino en la alfombra y gente morreándose en los rincones. No era una fiesta lo bastante grande para morrearse con disimulo, así que fue bastante embarazoso, la verdad. Johnny Tripton acabó desnudo en el patio, agitando la bandera brasileña. Lucy se desmayó en el suelo de la cocina, y la gente... la rodeaba para rellenarse las copas. Yo me desperté con el pelo azul. Muchas veces me tiño el pelo de rojo, a veces incluso de rosa, pero nunca de azul, así que juré no volver a probar el vino en mi vida. O al menos hasta el siguiente fin de semana. —Le sonreí—. Lo que quiero decir es que este viaje es un poco más elegante que mi última ruta de vinos, por llamarla de algún modo, y que hoy me he divertido un millón de veces más de lo que esperaba.
En ese momento la versión de Jensen en dibujos animados habría sido un hombre bajando de un descapotable, con el pelo alborotado y los ojos abiertos como platos.
—Francamente, nunca he conocido a nadie como tú.
—¿Y eso es bueno o malo?
Se echó a reír.
—Bueno, creo.
—¿Crees?
—Creo.
Tragué saliva, tratando de calmar mis nervios, y pregunté:
—¿Vas a dormir en la cama conmigo?
Jensen se encogió de hombros.
—Todavía no lo sé, la verdad. Si compartimos cama...
Quedaba claro lo que quería decir.
—Crees que, si compartimos cama, puede que hagamos el amor.
Asintió con la cabeza, observándome.
—Puede.
Temblaba tan intensamente que apenas podía moverme.
—¿Quieres hacer el amor? —Me reí de mí misma al instante—. O sea, no es que... Bueno, esta noche, cuando me has besado, me ha parecido que no estábamos jugando, sin más.
—¡Joder, me encanta hacer el amor! —exclamó en voz baja—. Claro que quiero. Pero esta noche ha sido complicada, y yo no hago el amor con nadie por impulso.
—¡Dios! —Apoyé la cabeza contra el cabecero—. Eso me parece tremendamente sexy, y ni siquiera sé por qué.
—Pippa.
Le sonreí de oreja a oreja.
—Jensen.
Mi corazón se puso a latir en mi pecho con un ritmo salvaje cuando alargó un brazo, alzó la mano y me tocó el labio inferior con la punta del índice.
—¿Te gusta hacer el amor? —susurró.
«No me jodas.»
—Sí.
Jensen agitó una mano con gesto despreocupado.
—Pues me alegro de saberlo.
Se incorporó parpadeando, como si hubiéramos terminado. Vi su sonrisa maliciosa cuando empezó a levantarse.
—¡Imbécil!
Me reí y me incliné hacia delante para darle una palmada en el hombro. Me sujetó la mano y la apoyó sobre su esternón, en el punto preciso en que el corazón palpitaba con fuerza.
Desapareció de su expresión aquella sonrisa juguetona; de pronto, pareció muy vulnerable.
—Ten paciencia conmigo —dijo en voz baja.
—La tendré.
Continuó mirándome a los ojos; cuanto más tiempo pasaba, más claro quedaba lo que quería decir.
—¿Quieres que pongamos una peli? —pregunté—. En este momento me compadezco de todas las prostitutas que no saben muy bien cómo animar al cliente.
Me miró desconcertado. Luego sacudió la cabeza, riéndose.
—No creo que pueda predecir nunca las palabras que van a salir por esa boca.
—Me refiero a que no me importa lo que hagamos. Quiero que vengas aquí y te relajes.
Solo quería tenerlo a mi lado, cálido y fuerte, acurrucado muy cerca de mí. Nos quedaba una semana y media para estar juntos. Yo sabría cómo llegar al sexo.
Y con Jensen estaba en juego mucho más que eso, por muy aterradora que me resultara esa verdad.
Se inclinó para coger el mando a distancia, encendió la tele y se puso a zapear.
Nuestra franca conversación había aliviado un tanto la tensión, pero seguía allí, especialmente cuando Jensen seleccionó Uno de los nuestros, se volvió hacia mí y me encontró sentada con las piernas cruzadas sobre la cama.
—¿Te parece bien? —preguntó.
—No dan nada mejor —convine—, y me encanta esa película.
Asintió levemente con la cabeza y dejó el mando a distancia sobre la mesilla de noche. Tras vacilar unos momentos, se llevó los brazos a la parte posterior del cuello y se quitó la camiseta.
—Joder —susurré.
En un breve instante había memorizado toda la forma de su tórax, y, creedme, había mucho que asimilar.
Se acercó la camiseta al pecho.
—No te parece mal, ¿verdad? Tengo mucho calor y aquí no hay ventilador. Estoy acostumbrado a dormir con un ventilador.
—No pasa nada —dije, moviendo la mano sin mirarlo.
Su pecho era un mapa de músculo, con la cantidad de vello perfecta para hacerme sentir la presencia de un puto hombre en la habitación, conmigo.
Retiró las sábanas y ambos nos deslizamos debajo, colocando las piernas con cuidado para no tocarnos. Para mí fue un acto absurdo: Jensen, con solo un par de pantalones cortos, a mi lado en la cama.
Pero entonces su pierna se apretó contra la mía bajo las sábanas. La noté cálida y cubierta de un suave vello. Con una risita, me pasó el brazo por la cintura y tiró de mí hasta que le apoyé la cabeza en el pecho.
—No tenemos por qué sentirnos incómodos —susurró.
Asentí y deslicé la mano por su estómago, que se tensó bajo mi palma.
—Vale.
—Gracias de nuevo por lo que has hecho hoy.
Oía su corazón latiendo contra mi oreja, notaba su pecho subiendo y bajando con cada inhalación.
—De nada. —Tras vacilar un instante, añadí en voz baja—: Supongo que lo que intentaba decir antes es que ha sido divertido, que ha sido fácil.
Se echó a reír, y el sonido fue como un eco retumbante contra mí.
—Es verdad.
La palma de Jensen se deslizó por mi brazo, arriba y abajo, desde el hombro hasta el codo, y nos pusimos a ver juntos la película. De algún modo, supe que ninguno de los dos le prestaba mucha atención.
Me gustaba el aroma de su desodorante y el de su gel de baño. Sin embargo, todavía me agradaba más el leve olor a sudor que percibía en el fondo. El calor que desprendía Jensen resultaba irreal. Tenía las piernas largas y sólidas; la piel, suave y firme. Cerré los ojos y apreté el rostro contra su cuello. Con cuidado, deslicé una pierna sobre la suya, me arrimé más y me estreché contra él. En aquella postura, el fuego entre mis piernas quedaba apretado contra su muslo.
Contuvo el aliento, manteniendo el ritmo de su palma, que subía y bajaba por mi brazo. La habitación cayó en un silencio denso y expectante.
Por fin, exhaló de forma prolongada y controlada.
¿Tenía el miembro duro? ¿Se trataba de eso? ¿Reaccionaba ante la presencia de mi muslo cerca de su polla, de mis pechos contra sus costillas y de mi boca a escasa distancia de la piel bronceada de su pecho?
Estaba tan excitada, tan desesperada por sentir alivio, por sentir su contacto y por sentirle a él, que cerré los ojos y me concentré simplemente en respirar. Inspirar, espirar. Sin embargo, cada respiración lo introducía más hondo en mi mente. El suave movimiento de su mano sobre mí me indicaba con cuánta delicadeza me amaría, y aquello fue demasiado. Tuve que dejarlo todo fuera, salvo la sensación del aire entrando en mis pulmones y siendo expulsado.
Acogí con los brazos abiertos ese alivio aletargado, la conciencia de que mi cuerpo se relajaba, se desconectaba. Una pequeña parte de mí temía pasarse la noche despierta, continuamente consciente de la presencia del hombre sexual y en forma que estaba a mi lado. Sin embargo, me adormecí bajo el ritmo de su mano subiendo y bajando por mi brazo.
Me desperté excitada, sonrojada por el recuerdo de una boca descendiendo por mi cuello, de unas manos cálidas deslizándose bajo el algodón de mi camiseta. Notaba en la entrepierna un anhelo que llevaba una eternidad sin sentir, un anhelo que necesitaba desahogo.
Pero no era un recuerdo.
Jensen estaba allí, acurrucado de costado y apretado contra mi espalda, moviendo la boca desde la oreja, cuello abajo.
Con un suave sonido de sorpresa, me apreté contra él y noté su polla, dura y dispuesta contra mi trasero. Al sentir el contacto, Jensen gimió y se frotó contra mí a un ritmo lento y apremiante.
—Hola —susurré.
Sentí la presión de sus dientes en mi cuello y a punto estuve de gritar.
—Hola.
La habitación estaba a oscuras; el televisor, apagado. El instinto me llevó a mirar el reloj. Eran casi las tres de la mañana.
Alargué la mano hacia atrás y enredé los dedos en su pelo para sujetarle la cara contra mi hombro, que mordisqueaba tras apartar el tirante.
—Te he despertado —dijo, y luego me chupó el cuello—. Lo siento.
Entonces hizo una pausa.
—No. No lo siento.
Me volví entre sus brazos, creyendo conocer la sensación que me produciría su beso. Al fin y al cabo, ya me había besado antes. Sin embargo, no habría podido predecir el ansia de aquel beso, la exigencia de su boca, sus manos deslizándose por mi camiseta, el modo en que se me echó encima. Su boca tiró de la mía; sus labios me provocaron hasta que me abrí para él, dejándolo entrar. Nunca había sido tan consciente de la sensación de otra lengua contra la mía, los golpecitos, el mordisqueo de sus dientes sobre mis labios, la vibración de sus gemidos contra mi beso. Mis brazos rodearon sus hombros, las manos se deslizaron entre su pelo. De pronto estaba allí, balanceándose entre mis piernas, encontrando ese punto por el que entraría en mi interior de no ser por aquella condenada ropa. Lo notaba, duro y apremiante; notaba la punta de su miembro deslizándose por el lugar entre mis piernas que me encendía de deseo, la zona en la que estaba más caliente, en la que más lo necesitaba.
Jensen se inclinó, me subió la camiseta por encima de los pechos y agachó la cabeza para poder lamerlos y llenarse las manos con ellos antes de regresar a mí con energía renovada y sin palabras. No era muy hablador, pero había algo en el leve gruñido que emitía al respirar, en aquellas inhalaciones bruscas y exhalaciones temblorosas, que me impulsaba a escuchar con atención, a clavarle las uñas, a suplicarle en silencio que me desnudara del todo y se deslizara en mi interior.
Pero en realidad no lo necesitaba. Estaba hinchada y desesperada por él. Notaba que mi cuerpo respondía al ritmo que él imponía, a la dura presión de su miembro justo donde yo la quería, y cuando me arqueé contra él, balanceándome, adaptando el movimiento de mi cuerpo al del suyo, siseó:
—Sí. Joder. Sí.
Me quitó la camiseta. Hacía calor allí dentro, ¿no? Porque había una fina capa de sudor en mi piel, y en la suya, que lo impulsaba a resbalar sobre mí, con ese deslizamiento apremiante y delicioso, tan agradable que casi duele. Cada punto de contacto entre nosotros contenía una corriente eléctrica, una deliciosa punzada de calor. Ansiaba estar desnuda, desnuda por completo.
Pero, una vez más, no me hacía falta. Mi cuerpo, asaltado por ese anhelo que crecía en mi interior, me recordaba que solo necesitaba lo que Jensen estaba haciendo ya, y más, y más, con su boca en la mía y sus pequeños sonidos resonando en mi cabeza como un martillo sobre un tambor.
Jensen, que sabía exactamente cómo moverse contra mí, se concentraba en el punto que debía presionar de forma rítmica. Dios, la simple realidad de su presencia casi me hizo gritar. Me entusiasmaba incluso imaginarlo con otras mujeres, mujeres ajenas a las exigencias de su cuerpo, que intentarían adivinar. Tan concentrado, tan ávido de placer.
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo me había ganado su atención y su deseo? No tenía la menor idea.
Aceleró el ritmo sin aliento, ya muy cerca. Saber que estaba tan excitado como yo, que estaba a punto de estallar como si fuera una bomba, me empujó más allá de mi mente dividida en dos por la emoción y la conciencia y me impidió asimilar cualquier cosa distinta de la sensación del orgasmo inminente. Me volví un poco loca; le agarré el trasero y tiré de él más fuerte, advirtiéndole en un susurro:
—Ya falta poco. Voy a correrme...
Jensen se aplastó contra mí con renovada concentración. Noté en el cuello el calor de su aliento acelerado. Sentí que me retorcía de placer, casi abrumada por la fuerza de mi orgasmo, que atravesaba todo mi ser, ruborizado y frenético.
Me siguió con un grito aliviado mientras su placer se derramaba húmedo contra mi ombligo y su boca se apretaba contra mi cuello, enseñando los dientes.
Oh, Dios. Durante unos segundos la habitación quedó sumida en un profundo silencio, salvo por el sonido de las inhalaciones jadeantes y las exhalaciones vigorosas de los dos. Jensen permaneció quieto unos instantes, apoyado sobre mí, hasta que se levantó despacio sobre los codos.
Mis ojos se habían adaptado un poco a la oscuridad. Aunque la noche en el exterior era casi negra, la habitación aparecía suavemente iluminada por el tenue resplandor del despertador y la luz del pasillo, que entraba por debajo de la puerta. Vi que me miraba, calibrándome. Pero eso fue todo. No sabía si fruncía el ceño o si su rostro mostraba una sosegada expresión de alivio.
Levantó la mano hasta un lado de mi cara y me apartó un mechón de pelo húmedo.
—Quería tomármelo con más calma.
Me encogí de hombros debajo de él, inmensamente aliviada por la dulzura de su voz.
—Al menos no nos hemos desnudado.
—Eso no es más que un detalle técnico —susurró, agachando la cabeza para besarme—. Estoy cubierto de ti. Estás cubierta de mí.
«Estoy cubierto de ti.»
Cerré los ojos. Deslicé las manos en torno a sus caderas y delante, entre nuestros cuerpos, para palpar la mancha cálida de su orgasmo sobre mi vientre. Seguí bajando hasta llegar al punto de mi entrepierna donde seguía apretándose contra mí, con el miembro aún a media erección.
—Estamos hechos un asco —comenté.
Soltó una carcajada ronca.
—¿Quieres que nos duchemos?
—Entonces sí que estaríamos desnudos. —Ya no importaba mucho. Aunque... puede que sí importase, al menos un poco. Guardarnos algo significaba que debía llegar algo más entre nosotros, algo que queríamos reservar para más adelante, y esa idea me provocó un pequeño y emocionante estallido de felicidad—. Tú primero. Después yo.
—O podríamos dormir así —dijo contra mi cuello, entre risas—. Porque ahora mismo estoy cansado de cojones.
—Sí, también podríamos dormir.
Volví la cabeza hacia él y él volvió la cara hacia mí para besarme despacio y con ternura, entrelazando su lengua con la mía en un gesto perezoso.
—Así será más fácil fingir mañana.
Tan pronto como lo dijo, se puso rígido. No se podía negar que había escogido un momento un tanto inoportuno para referirse a su ex mujer, pocos momentos después de que llegáramos al orgasmo practicando sexo seco. Sin embargo, supe lo que pretendía decir. Seguía siendo un comentario sobre nosotros, aunque más real. Ciertamente, yo era británica y él era estadounidense. Yo vivía en Londres y él vivía en Boston. Y su ex mujer estaba a dos puertas de nuestra habitación, en el mismo pasillo. Dado lo fascinada que se había mostrado con Jensen esa noche y cuánto le había costado apartar de su cara aquellos ojos teñidos de sentimiento de culpa, yo también me preguntaba si estaría despierta, escuchando por si oía pruebas de lo que acabábamos de hacer.
En la oscuridad fue más fácil preguntárselo:
—¿Cómo ha sido el día para ti? En serio.
Se retiró de encima de mí, pero me situó de lado, de cara a él, y apoyó su mano sobre mi cadera. Jensen, el amante tierno y cariñoso.
—No ha sido tan malo como pensaba —contestó, y después se inclinó para besarme—. Creo que me ha ayudado tenerte, y también que Ziggs y Will se mosquearan por mí.
Asentí con la cabeza.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Y creo que ver que está casada con un tío aburrido también ha contribuido a facilitarme las cosas —susurró, como si le avergonzara un poco reconocerlo sin rodeos—. Parte de la culpa de nuestra ruptura es mía, por supuesto. Sin embargo, me pregunto si, al fin y al cabo, es posible que... yo no fuese el problema.
—Entonces ¿seguimos fingiendo? —pregunté.
Jensen tosió bajito y se encogió de hombros.
—Me parece que no tiene sentido decirle la verdad. No la he visto desde el día en que firmamos los papeles del divorcio. Ya no tenemos amigos en común. A estas alturas, decirle que era una broma probablemente solo serviría para herir sus sentimientos.
—Me encanta que no quieras herir sus sentimientos después de todo lo que pasó.
Guardó silencio durante unos instantes.
—Puso fin a nuestra relación de una forma lamentable, con una inmadurez asombrosa, pero no intentaba ser tan horrible.
—Simplemente lo es —dije, conteniendo una risita.
—Era joven —dijo él, a modo de explicación—. Aunque no recuerdo que fuese tan...
—¿Sosa? —pregunté.
Tosió incrédulo al oírmelo decir con tanta claridad.
—Pues... sí.
—Nadie es interesante a los diecinueve años.
—Algunas personas sí —replicó.
—Yo no lo era. Estaba obsesionada con el brillo de labios y el sexo. No tenía mucho más en la cabeza.
Sacudió la cabeza mientras deslizaba su mano desde mi cadera hasta mi cintura.
—Estudiabas matemáticas, nada menos.
—Todo el mundo puede estudiar matemáticas —respondí—. Solo es una actividad. Tener facilidad para las mates no te hace más interesante. Solo te proporciona habilidad con los números, lo cual, según mi experiencia, se acompaña muchas veces de una falta de habilidad en el trato con la gente.
—Pues a ti no se te da nada mal la gente.
Dejé que esa frase flotase entre nosotros, preguntándome si ese rasgo de mi carácter le parecería divertido, sorprendente o maravilloso, teniendo en cuenta nuestro comienzo en el avión.
Al cabo de un instante, me sonrió en la oscuridad.
—Bueno, a no ser que te dediques a ventilarte copas y copas de champán y a eructar en los aviones.