13
Jensen
Mi costumbre de despertarme temprano casi siempre me había resultado muy útil.
Siempre era de los primeros en levantarme, y a menudo me preguntaba si sería de nacimiento o una consecuencia directa de haber crecido en una casa con seis personas más. Salir de la cama antes que los demás significaba una ducha caliente, toallas secas y un nivel de intimidad en el baño, o en cualquier otro sitio, que resultaba desconocida a partir de las siete. En la universidad me servía para poder salir de fiesta hasta las primeras horas de la mañana, arrastrarme hasta la residencia y, aun así, levantarme lo bastante temprano para hacer unos deberes o estudiar para un examen antes de ir a clase.
En estas vacaciones había aprendido a quedarme durmiendo y a no despertar hasta que el cuerpo cálido de Pippa empezaba a removerse junto al mío y el olor de mantequilla y moras ascendía flotando desde el piso de abajo. Casi todas las mañanas dormíamos hasta las diez. Una mañana, tras una noche especialmente memorable en la cama, no nos despertamos hasta después de las once.
Era inaudito para mí... pero estaba de puta madre.
Así que, cuando abrí los ojos el domingo por la mañana temprano y vi que el cielo aún estaba oscuro, intenté volver a dormirme. En solo cuestión de horas abandonaríamos el santuario de la cabaña y la burbuja que mantenía al mundo bien encerrado en el exterior. Quería quedarme ahí, mentalmente, tanto tiempo como pudiese. No quería que volviera la vida todavía. A mi lado se hallaba el cuerpo cálido y desnudo de Pippa. Su cabello formaba una maraña sobre mi cuello, mi almohada y su almohada; dormía con los labios entreabiertos. Sin embargo, sentí en mi mente el zumbido revelador: la elaboración de listas, el recuento mental, el ajuste de nuestro plan para regresar a Boston.
Sin duda, lo agradecería al día siguiente, pero maldije mi reloj interno y su regreso inmediato justo cuando acababan mis vacaciones.
Totalmente despierto contra mi propia voluntad, levanté la cabeza con cuidado para no mover a Pippa, que dormía sobre mi pecho, y traté de ver la hora que era en el reloj de la mesilla de noche.
Poco más tarde de las cinco. Joder.
Me había acostumbrado de nuevo a compartir una cama con alguien, y aunque sabía que debía quedarme y saborear cada momento disponible, pues ignoraba cuándo volvería a suceder, mi cerebro estaba conectado. En mi casa me habría levantado y me habría puesto a trabajar o habría salido a correr, quizá hasta habría visto un poco la tele. Pero aquella no era mi casa. Era demasiado temprano para ir haciendo ruido por la cabaña y arriesgarme a despertar a todo el mundo la última mañana que tenían para dormir hasta tarde. Sin embargo, mientras esperaba escuchando los sonidos suaves de la respiración de Pippa contra mi cuello, supe que tampoco podía quedarme allí tumbado, pensando.
Me moví con cuidado para salir de la cama sin empujarla. Mi maleta estaba en la otra habitación y fui hasta allí. Me vestí y me puse las zapatillas de correr. Luego abandoné la casa sin hacer ruido.
Al volver de correr, me encontré a Pippa sentada en la cama, leyendo.
—¡Hombre, tú por aquí! —dijo, abandonando el libro con una sonrisa.
Me sentí un tanto culpable por haberme escabullido en nuestra última mañana juntos, pero logré apartar el sentimiento. Me quité la camiseta y la utilicé para secarme el pecho y la nuca. Cuando me volví, me la encontré mirándome.
—He salido a correr —dije—. He tratado de no despertarte.
Apartó las mantas de una patada y se tumbó de espaldas, con los brazos doblados detrás de la cabeza. Tenía las piernas cruzadas y meneó hacia mí los dedos de los pies.
—Mmm, ojalá me hubieras despertado.
Estaba desnuda, y su piel color crema resaltaba contra las sábanas de franela oscura. Mis ojos recorrieron su cuerpo y, a pesar de saber que volvíamos a casa ese mismo día y que probablemente deberíamos tener alguna clase de conversación, algo que había estado evitando hasta ese momento, no pude apartar la vista.
—Antes tengo que ducharme, pero... —dije, tratando de organizar mis pensamientos pero incapaz de dejar de mirarle los pechos.
Sus pezones rosados aparecían erizados por el frío de la mañana. Vi que tenía la carne de gallina. Se estiró, arqueando la espalda.
—Una ducha. —Pippa se sentó en el borde de la cama y empezó a balancear las piernas—. Me parece una idea genial.
La miré a los ojos, parpadeando, y distinguí en ellos un destello malicioso.
Quizá no fuese yo el único que evitaba esa conversación.
Se puso de pie y se acercó hasta detenerse justo delante de mí. Con un puchero de falsa preocupación, levantó la mano y pasó un dedo por las líneas de expresión de mi frente.
—¿Recuerdas nuestro trato? —Se puso de puntillas y me dio un ruidoso beso en los labios—. ¡Diversión!
Su cuerpo desnudo estaba a solo dos centímetros de mi piel parcialmente vestida, y noté que el miembro se me endurecía dentro del pantalón de chándal. Desprendía un aroma cálido, como de miel y vainilla, y algo tan propio de Pippa que me entraron ganas de volver a saborearlo, de recordarme a mí mismo la sensación que me producía contra la lengua.
Con un último beso, Pippa se dirigió al cuarto de baño. Mi mirada resbaló por la curva de su espina dorsal, hasta la redondez de su culo y más abajo, a lo largo de sus piernas. Desapareció de mi vista y oí correr el agua. Acto seguido, escuché cómo se cerraba la mampara de la ducha.
Miré hacia la ventana. La parte lógica de mi cerebro se esforzó al máximo para racionalizar por qué no debía despojarme del resto de mi ropa, seguirla hasta allí dentro, olvidando todo lo demás, y follármela contra la pared de la ducha. Nos marcharíamos en pocas horas; volveríamos a Boston y al embrollo inevitable que me estaría esperando. Pippa se dirigiría a casa de su abuelo y, al cabo de unos días más, volvería a Londres. ¿No significaba eso que tenía que dejar de jugar a las casitas y empezar a pensar en la vida real?
Desperté bruscamente de mi ensoñación al oírla canturrear en la ducha. Me acerqué y distinguí su silueta desnuda al otro lado de la mampara de cristal esmerilado. No pensaba renunciar a ducharme con ella.
Como teníamos que vaciar el frigorífico antes de marcharnos, nuestro último desayuno habría bastado para alimentar a un regimiento. Will echaba tortitas sobre una rejilla mientras Niall cocinaba las salchichas y la panceta que quedaban. Ruby y Pippa cortaban melón, fresas, plátanos y toda la fruta sobrante para preparar una macedonia; yo debí exprimir naranjas suficientes para elaborar al menos cuatro litros de zumo.
Nos atiborramos de comida mientras un disco de Tom Petty daba vueltas sobre el plato del tocadiscos del salón. Si existía un modo más perfecto de poner fin a todo aquel viaje, a mí no se me ocurría.
Fregamos los cacharros y cargamos las bolsas en el coche. Pippa y yo sonreíamos cada vez que nos cruzábamos en el pasillo. Solo un día antes, habría alargado los brazos hacia ella sin dudarlo un instante, la habría estrechado contra la pared y le habría sugerido que nos escapáramos al bosque o nos encerrásemos en el dormitorio.
Sin embargo, era como si hubiese saltado una alarma en alguna parte y ya no tuviéramos tiempo para eso. Había llegado nuestra fecha de caducidad. Las manos permanecían quietas y las bocas se curvaban en alegres sonrisas, pero no hubo contacto, ni besos tentadores, ni toqueteos de última hora en el vestíbulo. Volvíamos a ser amigos, quizá íntimos. Y eso tendría que ser suficiente.
Con todo el equipaje en el maletero y tras despedirnos por última vez de nuestra preciosa cabaña, emprendimos el camino de regreso. Will se había ocupado del grueso de la conducción hasta ese momento. Por eso, cuando vi que ahogaba un bostezo justo antes de subir, me ofrecí a hacer el primer tramo. Intenté convencerme a mí mismo de que lo hacía porque me apetecía un cambio y no porque fuese la salida más fácil; en el asiento del conductor podría concentrarme en la carretera y no en la conversación, o en la ausencia de esta, a mi alrededor.
Pippa se sentó en una de las filas de atrás, junto a Will, que, después del gigantesco desayuno de tortitas, por no hablar de las dos semanas de vacaciones, probablemente llenas de sexo, se durmió enseguida. Al principio todo el mundo charlaba, pero luego la conversación se fue apagando de forma gradual mientras unos echaban una cabezadita y otros se ponían los auriculares. Pippa guardaba silencio, y la ausencia de su voz parecía resonar en mis oídos. Estuvo pensativa durante gran parte del trayecto. De vez en cuando, la miraba en el espejo retrovisor. Más sonrisas desenvueltas, más saludos amistosos con la cabeza.
Después de parar a llenar el depósito, Will ocupó mi lugar y yo me trasladé al asiento vacío, junto a Pippa. El bosque dio paso a los prados, que, a su vez, dieron paso a una carretera rural y luego a la autopista. Tras la autopista vinieron las calles, cargadas de edificios altos, coches y gente por todas partes. Pippa seguía callada. Atrás había quedado la serena quietud que había encontrado con ella toda la semana, y en su lugar había una especie de silencio palpable que se acrecentó con cada kilómetro hasta dar la impresión de ser otra persona sentada entre nosotros.
Observé sin ver mientras pasábamos de una calle a la siguiente. Una multitud de pensamientos desordenados daba vueltas por mi cabeza. Me pregunté si a Pippa le haría ilusión volver a casa. Sería lógico. Su vida estaba en Inglaterra: sus madres, su apartamento y su trabajo. Sin embargo, todas las cosas de las que quería escapar estaban también allí. Entre ellas, el «capullo» de Mark.
Lo cual me hizo pensar en el motivo por el que había venido Pippa. Debió de ser duro para ella, tan duro como para echarlo a patadas del piso que habían compartido y atravesar medio mundo para poner tierra de por medio. Yo podía haber sido un novio mediocre en el mejor de los casos, y, al parecer, un marido aún peor, pero nunca podría ser infiel. Pippa era viva e inteligente, divertida y preciosa, y me producía cierta satisfacción personal, un tanto presuntuosa, saber lo poco que tardó en darse cuenta de que Mark no era digno de ella y de que la había perdido para siempre.
No obstante, sabía sin lugar a dudas que habría otros. Me llevé la mano al pecho y me lo froté suavemente, intentando deshacer la tensión inesperada que había surgido allí. Me irritó observar que, si bien no me molestaba pensar en la posibilidad de que Becky saliera con otros hombres ni tampoco saber que se había vuelto a casar, la idea de que Pippa saliera con otros en Londres me producía una extraña amargura.
Eso no significa que perder a Becky no hubiese sido duro de cojones, pero el dolor inmediato no había durado. Lo que persistía era su manera de marcharse y mi absoluta perplejidad, no su ausencia propiamente dicha.
Pippa era distinta. Era una carga eléctrica, un destello de luz. Enamorarse de Pippa y asistir a su marcha sería como ver a alguien apagar el sol.
Por primera vez llegué a compadecerme de Mark.
El coche se detuvo y miré a mi alrededor, parpadeando. Me percaté de que habíamos aparcado delante del hotel de Niall y Ruby. Bajamos y me dirigí a la parte trasera del monovolumen, donde me dediqué a sacar su equipaje y reorganizar el resto.
Estreché la mano de Niall y abracé a Ruby, sonriendo sobre su hombro; a Ruby le encantaba dar abrazos. Pippa y ella se despidieron con promesas de quedar tan pronto como Pippa volviese al Reino Unido.
Y regresó de nuevo la presión contra mi esternón.
Cuando volvimos a subir al monovolumen, todo el mundo estaba despierto y mucho más alerta, pero la ausencia de Niall y Ruby se hacía notar. Vi que Ziggs comprobaba el móvil de Will y soltaba unas risitas al leer los mensajes cada vez más inquietos de Bennett. Sabía que el mío estaba en mi mochila, a mis pies, y que seguramente ya tendría cobertura, pero lo dejé allí, a sabiendas de que, una vez que empezara a repasar los correos y los recordatorios de la agenda, ya no habría vuelta atrás.
—¿Qué tal les va a los futuros padres? —pregunté, deseoso de pensar en cualquier cosa que no fuera el trabajo o la tensión que sentía irradiar de Pippa—. ¿Ha salido ya Bennett corriendo y chillando en plena noche?
—Casi —contestó Ziggy, retrocediendo en la lista de mensajes antes de empezar a leer—: «Chloe quiere hablar de partos en el agua, confiando en traer al bebé a un mundo sereno, sin sonidos ni voces irritantes». Y luego Max respondió: «¿Sin sonidos ni voces irritantes? ¿Ya se da cuenta Chloe de que ese bebé volverá a casa con vosotros dos?».
A Ziggs le entró la risa tonta, y Will recuperó su móvil.
—Intento imaginar a Bennett y Chloe como padres —dijo—. Bennett, con sus trajes impecables y ese sofá blanco que tiene en su despacho. ¿Os lo imagináis llevando una mochilita para bebés y ayudando a alguien a sonarse la nariz?
—Me muero de ganas de verlo —dijo mi hermana—. Ahora me da un poco de pena habernos mudado, porque solo podremos vivirlo a través de mensajes y FaceTime.
—¿No dijiste que iríais a verlos en Navidad, o al menos después de que nazca el bebé? —pregunté.
Will giró a mano derecha y aminoró la velocidad hasta detener el coche cuando un grupo de niños en bicicleta cruzó la calle por delante de nosotros.
—Ese es el plan. Con un poco de suerte, Sara y ella se pondrán de parto por las mismas fechas. Así podremos conocer a los dos bebés en un mismo viaje. ¿Es aquí, Pippa? —preguntó Will, echándole un vistazo por encima del hombro.
Pippa asintió con la cabeza, de pronto más alerta.
Resultó que el abuelo de Pippa vivía a solo veinte minutos de mi casa. Nos habíamos detenido delante de una modesta vivienda de ladrillo, en una calle bordeada de árboles. Pippa bajó precipitadamente del monovolumen y se acercó al lado del conductor para abrazar a Will antes de dar la vuelta al vehículo y reunirse con Ziggy, que bajaba del asiento del copiloto, para darle un abrazo estrecho y prolongado.
De mala gana, me deslicé por el asiento para bajar y vi que mi hermana me observaba.
Por supuesto.
Le dediqué una mirada de advertencia y fui hasta la parte trasera del monovolumen para sacar la bolsa de Pippa. No tenía la menor idea de cómo actuar dadas las circunstancias.
Sin decir una palabra, Pippa echó a andar delante de mí por el sendero limpio y cuidado que iba desde la acera hasta los peldaños de entrada de la casa. Subió hasta el amplio porche, se agachó y sacó una llave de un ladrillo suelto, junto a la puerta.
—¿Está tu abuelo en casa? —quise saber.
—Seguramente habrá ido a jugar al bingo —dijo, abriendo la contrapuerta antes de encajar la llave en la cerradura.
—¿Quieres que lo esperemos contigo? —pregunté.
Desestimó mi ofrecimiento con un gesto del brazo. Se oyó el chasquido del pestillo y la puerta se abrió delante de ella. Un perro ladró alegremente desde el interior.
—No, no hace falta. Volverá pronto. Le gusta ligar con las señoras del guardarropa.
Cogió su bolso y lo dejó en algún sitio que no pude ver.
El viento sacudió la contrapuerta y la sujeté con la mano.
Pippa lanzó una ojeada a la calle, detrás de mí. El silencio era una novedad para nosotros.
No me gustó.
Me miró por fin.
—Me he divertido —dijo—. Me he divertido mucho.
Asentí con la cabeza y me incliné para besar su dulce sonrisa, libre de la incómoda tensión que nos había acompañado a lo largo de todo el trayecto.
Debía haber sido un beso suave, apenas un roce, simple y cálido. Sin embargo, me aparté solo para volver; su labio inferior quedó atrapado entre los míos, una minúscula succión, un movimiento de los dientes, y luego otra vez, y otra, las cabezas ladeadas y las bocas abiertas, las lenguas deslizándose una contra otra. Me sentí borracho, arrastrado por la resaca de la familiaridad, aturdido por el calor que ascendía por mi columna vertebral, necesitando más.
Pippa se apartó bruscamente, con los ojos cerrados. Se pasó un dedo por los labios y tragó saliva.
—Bueno... —susurró, muy pálida.
Se me cayó el alma a los pies. Allí estábamos, con la temida despedida.
—Tengo que irme. —Hice un gesto por encima del hombro y añadí débilmente—: Lo he pasado genial.
Ella asintió con la cabeza.
—Yo también. Hemos formado una pareja fantástica. Llámame otra vez cuando necesites una esposa de mentira o una chica para las vacaciones. Parece que se me da muy bien.
—Te quedas muy corta. —Di un paso atrás y volví a pasarme las manos por el pelo—. Conocerte ha sido estupendo.
Y... eso fue bastante penoso.
Retrocedí otro paso.
—Buen viaje de regreso.
Arrugó la frente y luego me dedicó una sonrisa insegura.
—Eso espero.
—Adiós.
—Adiós, Jensen.
Con un nudo en la garganta, me volví y eché a correr hacia el monovolumen.
Hanna seguía mirándome.
—Eso ha sido...
La fulminé con la mirada, a la defensiva, y me abroché el cinturón de seguridad.
—¿Eso ha sido qué?
—Nada, no sé.
No soportaba que Ziggy viera la situación con tanta claridad. Me sentí irritado, impaciente.
—La hemos dejado en casa, ¿no? —pregunté mientras me instalaba en el asiento—. ¿No se suponía que debía darle un beso de despedida?
—Me refiero a lo que ha ocurrido después del beso. Anoche te perdiste la cena por ella. Ahora os acabáis de besar, y luego me ha dado la impresión de que le dabas las gracias por hacerte la declaración de la renta. Se os notaba incómodos desde aquí.
—Anoche estábamos de vacaciones —contesté—. ¿Qué esperabais?
Will y Ziggs guardaron silencio.
—No vamos a casarnos —les recordé secamente—. No hemos pasado dos semanas juntos y hemos decidido de pronto que estábamos enamorados.
Me arrepentí enseguida de mi tono. Ziggy no intentaba decirme cómo vivir mi vida; solo me decía que viviera. Solo quería que fuese feliz.
Y lo era.
Me despedí con el brazo de Will y Ziggs desde la ventanilla de mi coche antes de dar marcha atrás para salir del camino de acceso a su casa. Cuatro minutos después, aparcaba delante de la mía.
El hogar. Maldita sea, era agradable estar de vuelta, solo en mi espacio y rodeado de mis cosas, con wifi y cobertura de móvil, como Dios manda.
Ya estábamos en pleno otoño, con más hojas en el suelo que en los árboles. Mientras subía los peldaños, me dije a mí mismo que debía llamar al jardinero y pedirle que hiciera unas horas extras para limpiarlo todo ese fin de semana.
Dejé las llaves en el platito de la mesa del recibidor y mi bolsa junto a la puerta. Me tomé unos instantes para disfrutar del silencio. El reloj de mis abuelos hacía tictac en el comedor y un aspersor funcionaba en las proximidades, pero, aparte de eso, todo estaba en calma.
Quizá, y no podía creer lo que estaba diciendo, demasiado en calma.
Joder.
Estaba en casa, descalzo, y no tardaría en ponerme un pantalón de pijama, pedir comida a domicilio y abrir una cerveza. Me incliné para coger el mando a distancia de la tele y encendí el aparato antes de meterme en la cocina. Mi pila de menús de comida a domicilio salió con facilidad de su lugar de privilegio, un clasificador de sobres de plástico que descansaba sobre la encimera. El contacto con los gastados menús me produjo una sensación familiar.
Aquello resultaba agradable, ¿no? Relajarse en el viaje y seguir relajándose en casa.
Hacía años que no me sentía tan relajado.
Varias horas más tarde, estaba metiendo mi última carga de ropa en la lavadora cuando sonó el timbre.
Abrí y me quedé paralizado.
No me esperaba aquello.
—¿Becky?
No dije nada más, porque a mi cerebro no se le ocurría ninguna frase que no empezara por «¿Qué coño estás haciendo en la puerta de mi casa?».
Ella levantó la mano en un incómodo gesto de saludo.
—Hola.
—¿Hola? —dije, confuso—. ¿Qué haces aquí?
—Hemos venido a visitar a mi familia —dijo.
—Lo que quiero saber es qué haces en mi casa.
—Pues... yo...
Carraspeó, y solo entonces me percaté de que llevaba una chaqueta muy fina y el vapor de su respiración se condensaba en el aire frío. La temperatura debía de ser gélida en la calle. Joder.
—Pasa —dije, y di un paso atrás para dejarle espacio.
Se detuvo nada más entrar y se tomó unos instantes para mirar a su alrededor. Seguramente reconoció algunos muebles. La mesita baja. La lámpara de la mesa del recibidor. Al marcharse, no se había llevado nada, salvo unas cuantas maletas llenas de ropa y un par de cuadros que nos había regalado su abuela.
Yo seguía comiendo en nuestra puta vajilla buena, regalo de mi hermano Niels; mi familia no me había permitido devolverla. Quizá hubiese llegado el momento de cambiar eso.
—Os marchasteis antes de que terminara el viaje —dijo, volviéndose a mirarme.
Asentí con la cabeza y me metí las manos en los bolsillos del pantalón de chándal.
—Sí, nos marchamos de forma un poco impulsiva.
—¿Fue porque Cam y yo estábamos allí?
Me encogí de hombros y dije:
—Solo en parte. Resultó que lo del viaje organizado no era lo nuestro.
Se hizo un silencio mientras recorría con la mirada las paredes, el salón, la cocina... Fue entonces cuando comprendí mi error.
—¿Dónde está Pippa? —preguntó.
Solté una risita. Estaba demasiado hecho polvo para aquello.
—Pippa está... —empecé a decir, y entonces comprendí que no tenía por qué dar ninguna explicación—. No vive aquí.
Becky parpadeó, confusa.
—No estamos casados —dije con sencillez.
—¿Qué? —preguntó, abriendo mucho los ojos.
—Solo estábamos... solo nos divertíamos un poco.
Me pasé una mano por el pelo y vi que volvía a pasear la vista por la habitación.
—¿Por qué ibais a inventaros eso? —inquirió, volviéndose de nuevo hacia mí—. Parecíais una pareja, os comportabais como...
—Estábamos juntos —dije, con una minúscula punzada de vergüenza.
—Pero ¿no estáis casados de verdad?
—Es que... —Me interrumpí al decidir que no valía la pena explicárselo—. Becky, perdona, pero ¿hay algún motivo para que estés aquí?
Abrió la boca para decir algo y luego volvió a cerrarla, sacudiendo la cabeza con una risita.
—Quería despedirme —dijo por fin.
—¿Has venido hasta aquí porque no te despediste como es debido?
Becky hizo una mueca. Era evidente que captaba la ironía.
—Bueno, y porque... no tuvimos tiempo de hablar. Los dos solos. Cam me anima mucho a tratar de comunicarme mejor. ¿Tienes unos veinte minutos? Es que... —Se volvió y dio unos pasos más dentro de la habitación, arreglándose el pelo. Me miró otra vez—. Hay muchas cosas que quiero decirte.
Estoy seguro de que el silencio intencionado que siguió no era lo que ella esperaba. Casi me entraron ganas de reír. Si alguien me hubiera preguntado cinco años atrás, puede que incluso solo dos, si tenía algo que decirle a mi ex mujer, habría podido escribir una disertación.
Y, en realidad, había tenido mucho que decir aquella noche en los viñedos con Pippa, gritándole al cielo mientras los aspersores nos empapaban por todas partes. Sin embargo, ahora me sentía extrañamente vacío. No enfadado, ni siquiera triste. Había dejado esas partes de mí en las bodegas, y ya solo Pippa sabía de ellas.
—Si quieres hablar... —Me interrumpí y luego rectifiqué para dejar las cosas claras—: O sea, si vas a sentirte mejor hablando...
Dio un paso más hacia mí.
—Sí, creo que puedo explicártelo ahora.
No pude reprimir la breve carcajada que salió de mi boca.
—Becks, no necesito que me expliques nada ahora.
Pareció conmocionada y sacudió la cabeza como si no me hubiese entendido.
—Creo que nunca lo hablamos de verdad —explicó—. Nunca he reconocido que dejarte como te dejé fue una putada.
Retrocedí un poco al darme cuenta, después de todo aquel tiempo, de lo egocéntrica que era.
—¿Y crees que ahora que han pasado seis años desde nuestra separación ha llegado el momento de comentarla en profundidad?
Farfulló unos cuantos sonidos de protesta.
Levanté los hombros en un gesto impotente.
—O sea... si quieres quitarte ese peso de encima, te escucharé. —Le sonreí con amabilidad—. No te lo digo porque esté amargado o porque quiera hacerte daño, sino porque es la verdad. No tienes que explicarme nada, Becks. Ya no me afecta.
Se sentó en el sofá sobre sus propios pies y se miró las manos. Se me hacía raro contemplar un perfil que una vez fue tan valioso para mí y que ahora solo me resultaba... familiar.
—Esto no está saliendo como esperaba —admitió.
Fui hasta el sofá y me senté junto a ella.
—No sé muy bien qué quieres que te diga —reconocí—. ¿Qué es lo que esperabas?
Se volvió hacia mí.
—Supongo que creía deberte una explicación y que te sentirías aliviado cuando te la diera —aclaró—. Me alegro de que no la necesites —se apresuró a añadir—, pero no me di cuenta de que yo necesitaba dártela hasta que te vi en el viaje.
Asentí con la cabeza y dije:
—Bueno, ¿qué es eso que necesitabas decirme?
—Quería decirte que lo siento —dijo, sosteniéndome la mirada unos instantes antes de volver a mirarse las manos, parpadeando—. La forma de marcharme fue terrible. Y quería que supieras que en realidad no lo hice por ti.
Me reí un poco, secamente.
—Creo que ese fue en parte el problema.
—No —dijo, alzando de nuevo la vista—. Quiero decir que no habías hecho nada malo. No dejé de quererte. Simplemente, tenía la sensación de que éramos demasiado jóvenes.
—Teníamos veintiocho años, Becks.
—Sí, pero yo no había vivido todavía.
La miré y sentí que decía la verdad. Se me aceleró la respiración al recordar que Pippa había dicho más o menos lo mismo hacía tan solo una semana, aunque ella lo dijo con mucha más soltura, con confianza en sí misma, con sensatez.
Becky había pasado de vivir en casa de sus padres a vivir en una residencia de estudiantes y luego conmigo. Como era algo tímida, nunca había buscado la aventura en sí. Nunca pensé que la anhelara.
—Entiendo todo esto con la perspectiva que da el tiempo, claro —dijo en voz baja—. Lo cierto es que esa vida que se extendía ante mí me parecía feliz y cómoda, pero no muy interesante. —Tiró de un hilo suelto de su manga y supongo que se deshizo un poco más de lo que ella esperaba, porque se lo llevó a la boca y lo cortó con los dientes—. Entonces pensé en ti, en esa persona con la que estaba casada y que estaba dispuesta a comerse el mundo, y supe que en algún momento uno de los dos perdería la cabeza por completo.
Me dio risa y ella me miró otra vez, un poco aliviada.
—No me refiero a una auténtica locura —añadió—, me refiero a ser infieles, a tener una crisis de los cuarenta o algo así.
—Yo no te habría sido infiel —dije de inmediato.
Su mirada se suavizó un poco.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cuánto tardaste en dejar de estar enamorado de mí?
No quise responder, pero mi silencio le dijo lo que necesitaba saber.
—¿Vas a decirme que no te va mejor sin mí?
—No estarás pidiendo que te dé las gracias, ¿no? —dije, incrédulo.
Se apresuró a negar con la cabeza.
—No, solo quiero decir que vi mi propia base inestable. Me vi a mí misma quebrándome en algún momento del futuro. O quizá me quebré entonces. En cualquier caso, supe que lo nuestro no era para siempre. Supe que nos queríamos lo suficiente para superar las habituales tensiones temporales, como los cambios profesionales o tener niños pequeños. Pero no nos queríamos lo suficiente para superar el aburrimiento, y me preocupaba que te aburrieras tremendamente conmigo.
Me pregunté si eso explicaría su matrimonio con Cam, si ella lo consideraría más simple que yo. No supe muy bien cómo tomármelo; no estaba seguro de si debía sentirme halagado al ver que me tenía en tan alta consideración o perturbado al ver lo poco que se valoraba a sí misma.
—¿Eres feliz con él? —pregunté.
—Sí. —Me sonrió con sinceridad—. Estamos hablando de tener críos. Desde que nos conocimos hemos viajado mucho: Inglaterra, Islandia, Brasil incluso... —Movió un poco la cabeza y añadió—: Tiene un buen trabajo. No necesita que trabaje yo. Solo quiere que sea feliz.
Becky nunca había llevado bien la presión.
Y eso hizo que me preguntase si yo daba la impresión de ser un hombre que necesitaba una esposa dispuesta a competir con mi profesión, si le había dado a Becky la sensación de que nunca podría ganar.
Lo cierto era que quizá fuese así. Y quizá no podría haber ganado. Pero ¿cómo iba a saberlo yo?
¿Acaso importaba ya? Yo había madurado. Quería a alguien cuya presencia exigiese más espacio en mis pensamientos y en mi corazón. Cuando recordé cómo había descrito a Becky ante Pippa, me di cuenta de lo genéricas que sonaban mis palabras.
«Fue simpática.
»Lo pasábamos bien.»
No intentaba quitarle hierro al asunto. Sencillamente, no recordaba gran cosa, salvo que la relación era agradable. Porque Becky estaba en lo cierto; no había vivido todavía. Ninguno de los dos lo había hecho.
—¿Te sientes mejor? —pregunté.
—Supongo. —Inspiró hondo y luego soltó el aire de golpe—. Aunque sigo sin entender por qué fingiste estar casado con Pippa.
—No es tan complicado. —Alcé la mano y me rasqué una ceja—. Al verte, me entró el pánico. —Me encogí de hombros y añadí—: Me salió así. Y enseguida me di cuenta de que no pasaba nada, de que no resultaba tan duro estar cerca de ti. Pero en ese momento la mentira pareció más fácil. No quería avergonzarte ni avergonzarme a mí mismo.
Asintió con la cabeza y siguió asintiendo durante unos instantes, como si acabase de comprender algo.
—Tengo que irme.
Me levanté después que ella y la seguí hasta la puerta.
Toda aquella conversación resultó al mismo tiempo extraña y totalmente banal.
Cuando le abrí la puerta, me percaté de que Cam había estado aparcado junto a la acera todo ese tiempo.
—Podría haber entrado contigo —dije, sin dar crédito—. Llevamos cuarenta y cinco minutos ahí sentados.
—Está bien en el coche. —Se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla—. Cuídate, Jens.
Me derrumbé en el sofá. Me sentía como si acabara de correr una maratón.
Era temprano, demasiado temprano para acostarme, pero, de todos modos, apagué el televisor y las luces, y por fin saqué el móvil de la bolsa. Me dije a mí mismo que activaría la alarma pero no comprobaría los correos. Leería mi libro y me iría a dormir.
No pensaría en Becky, en Pippa ni en nada de aquello.
Había un mensaje en la pantalla. Era de Pippa.
«Mi abuelo es un lunático adorable y quiere que lo lleve a cenar mañana a las 3. A LAS TRES, Jensen. A las siete y media estaré muerta de hambre. ¿Quieres cenar conmigo a una hora normal y adulta, por favor?»
Me quedé mirando la pantalla.
La idea de cenar con Pippa sonaba bien. Me haría reír y quizá hasta podríamos volver juntos a mi casa. Sin embargo, después de lo de Becky y a sabiendas de la pesadilla que me esperaba en el trabajo al día siguiente, no estaba seguro de ser una compañía agradable.
Dicho sin rodeos, estaba cansado. En ese momento no podía afrontar nada.
Me sentí fatal incluso antes de responder.
«Esta semana va a ser de locos. ¿Qué te parece la que viene?», tecleé.
Dejé el móvil a un lado. Tenía náuseas.
Media hora después, al irme a la cama, comprobé el móvil por si había respuesta. No la había.