Me despertó la luz del día y un rumor que la noche pasada, con el miedo y el apresuramiento, no llegué a percibir. No lejos de mí corría el famoso río que llaman Tajo, y se enseñaba, sentado sobre la otra orilla, el pequeño pueblo que dicen Fuentidueña.

Era ya un hombre, y los miedos, las hambres y las calamidades habían sido mi única escuela. Cada vez que un golpe torcido me hacía levantar el vuelo, los pensamientos, tanto buenos como malos invadían mi mente hasta que la necesidad llegaba a darlos de lado. Entonces se me ocurrió cavilar, ¡bien lo recuerdo!, sobre los felices mortales que nacen, viven y mueren sin haber salido de tres leguas a la redonda de su pueblo, y pensé, ¡sólo Dios sabe con qué ansia!, en lo dichoso que sería parándome para terminar mis días en las primeras casas que encontrase. Por qué la Providencia no lo quiso es cosa que desconozco; quizá mis carnes estuvieran marcadas con la señal que les impidiera dejar de trotar y trotar sin ton ni son, para arriba y para abajo.

Pensé que el correr campos y pueblos, como empujado por el aire, había de ser mi eterno destino, y a él no quise oponerme; los cantos que ruedan, ya blancos de tan lavados, por el lecho de las torrenteras, también a buen seguro mirarán con envidia y con nostalgia cómo las peñas de las dehesas envejecen, inmóviles, hasta cubrirse de musgo; cómo el herido granito de los campanarios de las iglesias del camino llegaba a ver generaciones de hombres a sus pies, y terminaba por conocer sus cuitas y sus alegrías, sus penas y sus achaques.

Miré para el pueblo y crucé el río; aunque tuve buen cuidado de llevar la ropa a la cabeza, nunca se puede evitar que se moje un poco. Me vestí, tiré para Fuentidueña, y poco antes de llegar a las casas vi un puente que cruzaba el río, sobre el que pasaban unos niños arreando a un burro cargado de leña. Quise ver que aquello era mi vida toda, y me entristecí más todavía.

Me metí en el pueblo y pedí de comer; nada me dieron; me llamaron haragán y me achucharon los perros. Huí, y me llevé conmigo a un cabrito que, atado por una pata, tan obstinado estaba con la libertad que olvidara el comer. Lo maté detrás de unas piedras, lo desollé y lo asé como mejor pude (que no fue muy bien, con eso de las prisas, ya que quedó a trozos algo crudo), y con sus carnes ya tuve alimento para las mías hasta que llegué a la Corte.

Eso, y algún piojo, fueron mi compañía para presentarme a tan gran ciudad; escamado como estaba de todos cuantos me habían rodeado, pensé que mejor sería la soledad a la mala compañía, y no me paré más. Hubiera tenido ocasión de entrar a servir con unos arrieros con quienes me topé en Villarejo, pero preferí seguir con la mía y no arrimarme a nadie; como recuerdo, les llevé una bota de Valdepeñas que habían puesto a refrescar en un charco y un par de abarcas que tenían sujeto por las correas en la rueda de un carro desenganchado. Cuando a la mañana siguiente, escondido entre unas vides, los vi cruzar por la carretera, no pude contener la risa; echados sobre los carros, iban inmóviles, ajenos a todo lo que podía pasar; los perros me miraron unos instantes, alzaron las orejas, y gracias a Dios no me hicieron más caso; atados bajo los carros, siguieron mirando el rastro de las mulas, siempre el mismo por todos los caminos.

Los dejé pasar delante porque me pareció más cauto, y esperé donde estaba todo un día entero para hacer distancia.

Al día siguiente llegué al río Tajuña, al pueblo que llaman Perales no sé por qué, y escarmentado como iba, di la vuelta a las casas por no cruzarlo, y quizá por lo tan conocido de que gato escaldado del agua fría escapa.

En unos prados a la salida del pueblo quise pasar la noche, y cuando amaneció vi con espanto que estaba metido en una dehesa y rodeado de quince o dieciocho toros negros y mal encarados que se entretenían en pastar. Cogí miedo y me subí a un chaparro, y allí estuve incómodo y agazapado todo el día porque se me ocurrió que con las sombras sería más fácil volver al camino. Como el cabrito lo llevaba encima, de él comí, pero cuando me entró la sed fue ella, porque la bota estaba en el suelo, a veinte pasos, y no me atrevía a ir en su busca. A eso del mediodía los toros tiraron hacia el abrevadero y pude rescatar el vino, pero aunque el paso parecía libre preferí volverme al chaparro y no andarme con dibujos.

Llegó la noche; los toros se echaron, y como no era cosa de seguir como un buho toda la vida colgado de un árbol, me santigüé y eché a correr como un galgo hacia la carretera. Los toros ni se movieron, pero yo me di la carrera de mi vida. Llegué fuera de las tapias rendido y jadeante; eché un trago de vino, y seguí andando para escapar de la compañía. Aquella noche me quedé a dormir en la cuneta porque pensé que las toradas habían de ser frecuentes por aquellos pastizales.

Antes de que el sol saliera me despertó un viejo subido sobre una yegua escuálida.

—¿Has visto por aquí un toro colorao?

—No, señor.

—Pues por aquí pasó.

—¡Puede!

—Anda escapado, ¿sabes?, y de malas pulgas. Ayer le pegó una cornada al Vencejo.

—¿Al Vencejo?

—Sí; el semental de la vacada del conde. Es mal bicho.

—¡Ya!

El hombre se marchó, y yo anduve con diez ojos todo el día por si veía venir al toro colorao. A la media tarde, cuando descansaba un poco, ya a la vista de Arganda del Rey, oí gran revuelo de voces y de silbidos y llover de piedras todo a mi alrededor. El toro colorao pasó escapado a poca distancia de donde yo estaba; llevaba una asta sangrienta y el cuerpo señalado. Detrás, la baraja de mansos, viejos y cornalones, se apiñaba medrosa entre el trotar de los jinetes y el correr de los mozos, que hondazo va, hondazo viene, cruzaban el aire a pedradas.

Dejé pasar el chubasco y seguí andando. Dormí a las tapias de una fábrica de azúcar que en Arganda había, y seguí después por la vía del tren hasta Vaciamadrid.

A lo lejos, la corte se veía tan grande como jamás pensé que un pueblo pudiera ser. Las casas, que aún no se distinguían bien, se agrupaban alrededor de multitud de torres, y una niebla que brillaba al sol poniente parecía como rodearlas. Estaba cansado y preferí esperar al día siguiente para llegar a Madrid. Dormí mal aquella noche, desasosegado y soñando toda ella, pero los sueños, ¡tan bonitos entonces!, tan falsos vinieron a resultar luego, que no quiero ni recordarlos.

Lleno de ánimo comencé al día siguiente a andar, y alcancé la capital a eso de la media tarde. Entré por las tapias del Retiro (por la estación que llaman del Niño Jesús), y allí quedé a pasar la noche; fue el diablo quien me lo aconsejó.

Por los desmontes trajinaban los golfos de un lado para otro; hablaban a voces y a medias palabras, tan confusas a veces que más de la mitad ni se les entendían. Entre ellos había alguna mujer ya vieja o demasiado joven todavía; había corros que jugaban a las cartas entre juramentos, y había también solitarios que tumbados boca arriba se entretenían en desliar colillas.

Llegó la noche; me dormí, y fui a despertar, sobresaltado, al poco tiempo. La gente corría a toda prisa de aquí para allá, y a pesar del apuro allí no se daba ni una voz. Yo estaba quieto viendo lo que pasaba. Los guardias engancharon a tres o cuatro, y los demás se fueron dejando coger.

Me levanté y me agarraron de un brazo.

—Anda, no te hagas el longuis. ¡Tira derecho!

Nos metieron a todos en un camión y nos llevaron a Yeserías; yo era la primera vez que subía a un automóvil. Allí nos cortaron el pelo, y a unos cuantos nos llevaron a la comisaría. El comisario conocía a todos como si fueran familia.

—¡Pero hombre, Filipino! ¿Por aquí otra vez?

—Ya ve usted, señor comisario.

El Filipino tenía la cara amarilla y los ojillos pequeños y grises como los de un ratón.

—¡Que no le dejan a uno vivir, señor comisario!

—¡Bueno, hombre, bueno; anda, vete a comer quince días del Estado!

El Filipino se quedó tan fresco.

—¿Y tú? —me preguntó el comisario.

—Éste es un paleto —contestó otro de los que estaban allí.

—Calla, Cartagena; ya hablarás.

—Bien, señor comisario.

—¿Tú eres de Madrid?

—No, señor.

Un guardia se me acercó.

—¡Señor comisario! —me dijo, agarrándome de un brazo.

—No, señor comisario —volví a responder.

—¿Y de dónde eres?

—Del campo de Salamanca, señor comisario.

—Bien. ¿Cuándo has llegado a Madrid?

—Anoche, señor comisario.

—¿Es verdad?

—Sí, señor comisario, verdad.

—Oye, Cartagena: ¿habías visto a éste?

—No, señor comisario.

—Bien. ¿Cómo te llamas?

—Lázaro, señor comisario.

—¿Y qué más?

—Nada más, señor comisario.

Todos se rieron.

—¡Silencio! —reclamó uno de los guardias.

—¿Tienes documentación?

—No, señor comisario.

—Bien. ¿Y qué vienes a hacer a Madrid?

—Vengo a ver si trabajo; ando en busca de amo a quien servir.

—Bien. ¿Cuántos años tienes?

—No sé.

—¿Tendrás veintiuno?

—Seguramente.

¡Nunca lo hubiera dicho! El comisario se volvió hacia el escribiente, y le dijo:

—Escriba, García: el individuo a que se refiere el presente oficio, llamado Lázaro… ¡Oye! —me dijo—. ¿Cómo quieres llamarte?

—Como me llamo, señor comisario: Lázaro.

—No, digo de apellido.

—Como usted quiera, señor comisario; mi madre se llamaba Rosa López.

—Siga, García:… llamado Lázaro López López, hijo de Pedro y de Rosa, natural de Salamanca, de veintiún años de edad, etc., etc. Póngamelo usted a la firma. Va dirigido al señor coronel, jefe de la caja de recluta número 1, Plaza.

—Bien, señor comisario.

—¡A ver, otro!

Siguieron mis compañeros pasando el interrogatorio. El escribiente acabó el escrito, el comisario firmó y un guardia me llevó a la caja de recluta. ¡Allí acabó mi libertad! Madrid, donde me las prometía tan felices, me metió en el cuartel, y en él, aunque a los dos meses escasos me sacó de asistente el teniente Díaz, me encontraba al principio como pienso que han de encontrarse los mirlos y los jilgueros al llegar a la jaula.

Aprendí la instrucción y los buenos modales, me acabaron de enseñar a leer y a escribir, y me metieron en la cabeza las cuatro reglas.

Cuando al cabo del tiempo me licenciaron, tenía todo: una documentación, una cartilla, un certificado de buena conducta… Lo único que me faltaba eran las ganas de seguir caminando sin ton ni son por los empolvados caminos, las frescas laderas de las montañas y las rumorosas orillas de los ríos.

Me sentí viejo (¡entonces, Dios mío!) por vez primera en mi vida, y me encontré en la calle otra vez con el cielo encima y la tierra debajo.

Los primeros días los pasé con los cuartos que me dio un ama de cría que conocí de soldado. Después… Después empezó la segunda parte de mi vida. Pasé por momentos buenos y por instantes malos; conocí días felices y semanas desgraciadas; gocé la buena salud y padecí el hambre aún mejor…, y llegué, paso a pasito, a lo que hoy soy.

Contar el camino, ¿para qué? Fue la espinosa senda de todos quienes conocí…