Documento no tenía, ciertamente; pero como mala voluntad tampoco presentaba, la pareja me dejó marchar.
No fue menester que me lo repitieran dos veces, porque para ello no hubieran tenido tiempo: tal fue la premura con que emprendí la escapada.
Miré para los montes por orientarme, pero como el paisaje tan desconocido me era, que nada conseguí sacar en limpio, decidí guiarme por lo único ya viejo para mis ojos que en torno mío había, que era el sol, y así pensando me encaminé hacia donde salía, quizá por ver el lugar de su nacimiento, quizá también por apartarme de aquel pueblo de mal recuerdo que ya quedaba hacia el poniente, medio confundidas sus chozas con el pardo y estéril terruño.
Anduve, anduve, sin tósigo y sin cansancio todas las leguas que Dios quiso dejarme andar, y aunque el sitio donde naciera el sol ni lo topé ni tan siquiera lo barrunté, sí encontré en cambio unos raros amos a quienes servir, que tal lenguaje hablaban —a pesar de ser no demasiado ruines— y a tales contorsiones se sometían, que para mí pienso que su historia ha de merecer en estas desordenadas páginas los honores del punto y aparte.
Al pie del puerto de Tornavacas, por el lado por donde el río Jerte aún puede cruzarse de dos zancadas, y sentados a la sombra de un viejo carromato pintado de verde, me fui a dar una mañana de manos a hocicos con quienes había de vivir algún tiempo —dos hombres, tres mujeres y tres niños casi de pecho—, que entretenidos en descansar ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia hasta que estuve ante ellos.
—Buenos días —les dije.
Todos me miraron y sólo uno me respondió:
—Eso.
—Eso, sí, señor, y despejado está el cielo…
—Ya.
—Ya lo creo que sí. ¿Ustedes…?
No sabía por dónde comenzar, de tranquilos como eran.
—¿Ustedes van a estar aquí mucho tiempo?
Se miraron los unos a los otros, se dijeron unas palabras que mismo parecían invento del demonio y que maldito lo que les entendí, y se rieron.
—Según —me dijo una de las mujeres, la que parecía más joven.
—Pues también es verdad —le respondí.
La mujer volvió a mirarme y se volvió a reír. Era joven todavía, tenía los ojos azules y rubio el pelo, y todo el aire —igual que sus acompañantes— como de no ser del país.
—Yo me llamo Lázaro, señores, y quiero amo a quien servir.
—¿Pides mucho? —me dijo la misma mujer, la señorita Violette, como después supe que se llamaba.
—No, señora, yo no pido más que comida.
—Poco es. ¿Y lo demás lo robas?
—Si puedo sí, señora; pero no a mis amos. Por ahora han sido mis amos los que me robaron a mí.
—¡Mala suerte! ¿Y qué te robaron?
—Los ahorros, señora, que ya no los tengo; pero ustedes pueden robarme la paciencia.
La mujer frunció el ceño.
—Nosotros no robamos.
—Mejor, que así podré estar tranquilo; pero no se sofoque, que lo dije en broma.
—¡Más vale!
La mujer se serenó y volvió a desarrugar las cejas.
—¿Sabes francés? —me dijo.
—¿Eh?
—Que si sabes francés.
A mí la pregunta me molestó porque pensé que a ver qué se había creído, pero preferí mostrarme humilde y soterrar el genio.
—No, señora —le respondí—, yo soy mozo sin estudios; no sé francés ni cantar misa pero para algo pienso que ya serviré.
—Puede ser. ¿Sabes montar a caballo?
La mujer entornaba los ojos al mirarme; al principio pensé que sería corta de vista, pero después, a medida que los meses fueron pasando, vi que sólo lo hacía de vez en vez. Me pareció ver que cuando medio cerraba los ojos, los labios le temblaban un poquito, y un color muy ligero le subía hasta la frente. Como ella era pálida de natural, el color le daba a la piel de su cara una salud que generalmente no tenía.
—Pues mire —le respondí—, como montar, sí monto, si no se mueve mucho.
La mujer soltó la carcajada y entornó otro poco sus lindos ojos azules. Yo sentí un sofoco grande por toda la cabeza y noté cómo el corazón quería salírseme del pecho.
—¿Y si se mueve… mucho?
—Entonces me caigo.
La mujer estaba casi ahogada por la risa. Al niño que tenía en el brazo, y que había empezado a gritar como un condenado, le dejó en el suelo. Miró para otra de las mujeres, y le dijo, como sin darle importancia:
—¡Marie, fuera!
La otra mujer le dirigió una mirada de rabia, se levantó y se fue. Uno de los hombres se marchó con ella.
—¡Oh, Madeleine, mi vieja seca —le dijo a la que se quedó—, que ya tenemos criado!
Las dos se rieron a grandes voces. El hombre —el señor Pierre, como me dijeron— metió baza en la conversación.
—Salamanca, tierra de toros…
Las dos mujeres siguieron con sus risas descompasadas. La señorita Violette tenía los ojos rojos de tanto reír. El niño seguía en el suelo, dando gritos. El señor Pierre, que tenía a las dos mujeres abrazadas, lo empujó con el pie para alejarlo; después me miró para decirme:
—Anda, Salamanca, vete a dar un paseo.
Me marché, y al otro lado de la carreta me encontré a Marie llorando y con el niño dormido sobre el regazo. Su hombre cepillaba un caballo mientras silbaba por lo bajo una cancioncilla saltarina.
* * *
Quizá Dios nos haya hecho, a los que por no tener una familia a quien aguantar tenemos que sufrir —y callar, si queremos comer— a todas las familias con que nos encontramos, de madera más dura y de piel más sufrida que a los demás mortales. Lo digo porque el hacerme a los hábitos de aquella gente, aunque me costó bastante trabajo, llegué a conseguirlo, cosa que no sé cuántos hijos de madre hubieran logrado.
La vida que llevaba era disparatada y dentro de aquel carro tales cosas sucedían que más cauto y prudente juzgo pasarlas por alto y no mentarlas.
A mí me trataban todos duramente, y la señorita Violette, que era por lo que se veía la que mandaba, tales vergajazos —y en medio de carcajadas tales— me arreaba, que de haber sido ella un hombre, a fe que la hubiera matado con una piedra en un momento de arrebato.
En la carreta jamás me dejaron entrar —aunque sí fisgar desde fuera y cumplidamente—, y las noches las pasaba al sereno, ya montado al pescante, si íbamos de camino, ya echado en el duro suelo, si hacíamos alto. Mis acompañantes de cada noche eran el pobre caballejo tordo a quien tenían a lo mejor días enteros sin desenganchar, un perro de lanas que parecía una oveja y que se llamaba Colosse, un oso manso como una gallina y ya entrado en años, que se llamaba Ragusain, y una mona medio calva y temblorosa que se llamaba Pompadour, y que se pasaba el tiempo tosiendo y echando sangre por la boca. La pobre Pompadour murió a poco de andar yo con los franceses, y de las cosas que le dijeron y de los puntapiés que dieron a su cadáver prefiero no acordarme. Algunas noches también nos acompañaba la señorita Marie, siempre con su niño a cuestas; su hombre a veces bajaba a estar con ella, pero cuando hacía mucho frío prefería quedarse dentro y no asomar las narices.
La triste Marie era muy desgraciada y todos arremetían contra ella y le decían cosas tremendas. La señorita Violette le solía pegar alguna que otra torta y, a veces, hasta palizas enteras le daba; pero Marie jamás levantaba la voz y se limitaba a sollozar con un desamparo que partía el corazón.
—Es una zorra —me decía la señorita Violette—, un cangrejo venenoso; un día voy a tener que pegarle.
La otra, la señorita Madeleine, era una mujer vieja y chupada que se pasaba el día renegando y blasfemando de todo y bebiendo aguardiente. Estaba marcada de viruelas y se afeitaba casi a diario una barba áspera y entrecana que le salía por los sitios que la viruela le perdonó. A mí me embromaba porque también tenía más de alguna marquilla de la enfermedad, diciéndome que parecíamos hermanos, y aunque por la edad de los dos más debiéramos parecer hijo y madre, lo cierto es que tales bromas no me gustaban y procuraba dejarla sola.
Estaba borracha con frecuencia y se mostraba cruel con Marie y pegajosa con Violette. Cuando andaba bebida le daba por cantar en su lengua, accionando como una cabra loca, Dios sabrá qué clase de porquerías, y cuando al cabo de las horas se le iba pasando, se ponía lánguida y sentimental y decía que su padre era conserje del seminario de Lyón y que había llegado a concejal con el otro gobierno.
Yo no sé cómo sería el otro gobierno, aunque me temo que para hacer concejal al padre de semejante pécora no debió haber sido de monjas de la Caridad. Andando el tiempo me dijo un amigo que tuve, que era dueño de una tienda de velas y rosarios en Talavera de la Reina y que se llamaba don Filemón Frayle, que en la Francia eran todos masones y enemigos de la santidad de las costumbres, y sólo así me explico que llegara a tan alto cargo el padre de la señorita Madeleine. Don Filemón era hombre culto y desapasionado y lo que decía era casi siempre verdad.
El señor Pierre era el amo de todos y el marido de la señorita Violette; era fuerte como un roble y andaba siempre en camiseta, aunque hiciera mucho frío. Tenía unos músculos tremendos en los brazos, y cuando veía una rama algo recia, la tentaba y si notaba que no se había de quebrar, se subía a pulso como si tal cosa. Ninguno de los que con él iban le miraba ni le hacía caso, porque ya a todos los tenía acostumbrados, y como yo me soliese quedar mirando para él medio embobado, un día que estaba de buena uva me dijo:
—Oye, Salamanca (a mí nunca me llamaban Lázaro, y unas veces me decían Salamanca y otras, las menos, gracias a Dios, Novillo), oye Salamanca, ¿a ti te gustaría aprender el oficio?
—Sí, señor; pero me parece difícil.
—¿Tú crees?
—Sí, señor.
El hombre se rió paternalmente.
—No hagas caso. Anda, ven aquí.
Fui, me colgó por las manos de una rama más alta de lo prudente, y me dijo:
—Ahora, tírate.
Yo estaba muerto de miedo porque veía que me iba a partir un hueso, y no me atreví.
—Señor Pierre, que no tengo valor; cójame usted.
—Ya te soltarás.
El amo se apartó y yo me quedé colgado como un murciélago y con más miedo que una criatura en mitad de una tormenta. Miré para abajo y no quise dejarme caer; la rama estaba a bastantes pies del suelo, y éste era de duro pedernal, sin más claro que unas matas de ortigas de un aire malévolo y poco tranquilizador. Grité y nadie me respondió; los otros estaban lejos y el amo —que fumaba con parsimonia a pocos pasos del árbol— no se dignaba ni mirarme.
—¡Cójame, señor Pierre! ¡Deme una mano, mi amo!
—¡Calla!
Era un tío tranquilo; para mandarme callar ni volvió la cabeza. Las manos me dolían; intenté subir a pulso para ponerme a caballo sobre la rama, pero fue inútil. Decidí tirarme, pero me faltó valor; momento hubo en que pareció que mi voluntad iba a dominar, pero ese momento siempre se esfumaba rápido como un relámpago. Los brazos me dolían también y las manos las tenía como sin sentido. La vista se me oscurecía y se me nublaba, y los oídos me silbaban desaforadamente. El señor Pierre, dedicado a su pipa, se había olvidado de la caridad. El vientre se me aflojó y la respiración era cortada, de vez en cuando, por el hipo. Sentí fresco por la espalda y cerré los ojos. Las manos ya no me dolían…
Me debí pegar un golpe criminal; me estuvo doliendo el cuerpo por lo menos quince días.
Tumbado boca abajo sobre una manta, y desnudo de medio cuerpo, me encontré cuando Dios quiso volverme a la vida molido y doloroso como un Santo Cristo. La señorita Marie me limpiaba las magulladuras con saliva y con agua de colonia; estaba sonriente, pero tenía los ojos como de haber llorado. Su voz era dulce como la miel.
—Pequeño Salamanca, pobrecito…
El niño dormía sobre unos trapos.
—¿Ha llorado usted, señorita Marie?
La señorita Marie me sonrió con tristeza.
—No, no es nada. ¿Estás mejor?
—Sí, señorita.
—¿Y quieres aprender el oficio?
—No, señorita; yo para esto no sirvo.
La señorita Marie se calló; de haber hablado hubiera dicho probablemente:
—Y yo tampoco, Salamanca.
El cuerpo me seguía doliendo, pero me encontraba muy bien. Estaba como enfermo, pero también como descansado. Tenía ganas de dormir y, sin embargo, quería seguir despierto, prefería seguir mirando para la señorita Marie. Quise empezar a hablar.
—¿Mama aún el niño? —le dije por comenzar de alguna manera.
—No, no mamó nunca.
—¿No lo pudo usted criar?
La señorita Marie parecía un ángel lleno de tristeza. Con la voz amarga susurró:
—No; el niño no es mío. Yo, aunque no me lo creas, soy virgen.
La señorita Marie suspiró:
—A mí no me quiere nadie.
Me entraron tentaciones de decirle que la quería yo… pero me callé.
—El niño es de Violette; tuvo tres de un golpe… Su voz estaba como entrecortada y tenía los ojos cerrados.
—A éste no lo quiso porque nació cieguecito.
Me cubrí la cara con las manos. Se me habían humedecido los ojos, no pude evitarlo.
—Lo quiso tirar y yo se lo pedí. Lo quiero como si fuera mío…
Sobre nosotros pesaba como una losa. Intenté variar la conversación.
—¿Y el señor Etienne no la quiere?
—Etienne es mi hermano. Es dos años mayor que yo. El pobre es bueno, pero vicioso…
—Yo creí que era su marido.
—Sí; todo el mundo se lo cree. A veces se lo cree él también…
Volvimos al silencio que rompió ella al cabo de algún tiempo.
—¿Estás mejor, Salamanca?
—Sí, señorita; estoy muy bien.
Del carro bajaron la señorita Violette y la señorita Madeleine cogidas de la cintura. Venían las dos bebidas; la mona se escondió debajo del carro y el oso se puso a dar torpes saltos agarrado a la cadena; al pasar a su lado, la señorita Violette le tiró de los pelos de la cabeza hasta hacerle gritar. Cuando nos vieron hicieron alto; la señorita Violette entornó los ojos; esos ojos suyos que daba pena ver tan hermosos.
—Marie, ¡fuera!
La señorita Marie cogió a la criatura en brazos y se marchó; tras ella se fue el perro, las orejas gachas y el rabo entre piernas.
—Y tú, Novillo, levántate y no seas señorito. No te arrimes a Marie, que es una asquerosa. ¡Hala!
Me entraron unas horribles tentaciones de partirles la cara. Si lo hubiera hecho me habría matado el señor Pierre. Yo, con las carnes molidas y el humor turbio, me levanté y me marché. No fui en busca del arrimo de la señorita Marie porque nada bueno para tal compañía ofrecía el ceño de la señorita Violette.
Aquel día aprendí mucho y me torné zorro y cauteloso por el tiempo que con ellos seguí, manera de ser que, si bien violentaba mis inclinaciones y quitaba su figura a mi natural llano y obediente, me permitía, en cambio, estar menos en el candelero, sitio peligroso para las costumbres de mis amos, quienes, en su falta de constancia, tantas veces como conmigo se mostraron afables y decidores otras tantas obligaban a mis carnes a temblar, porque sabido era que siempre acababa la zalema en desprecio o, lo que era peor, en un vareo de mi pobre pellejo que, verdaderamente, ya andaba por entonces más apaleado que lana de colchón en casa limpia.
Tragué en silencio, aguanté lo mucho malo que quisieron hacerme y seguí viviendo y trabajando. Menos saltar en las plazas de los pueblos, de todo hacía: limpiaba el caballo, daba de beber a los animales, lavaba la ropa, miraba para los niños… En mi vida pasé días más fatigosos, y en mi vida pensé más veces en la soledad de los campos y en las bellezas de la libertad.
No sé por qué me faltó valentía para escaparme cualquier noche; lo que sí pude ver es que aquel arrojo de cuando era más tierno, había desaparecido en mí. Los años, a veces, son como las palizas, que quitan alegría y dan malicia, que matan el valor para dejar que viva la cautela. A hombres he conocido, de niños arrojados como lobeznos, que de viejos sonreían como lagartos y daba miseria verlos; aquéllos mataban pájaros a pedradas, y todo el mundo en el pueblo hablaba de su crueldad; estos otros, mataban solteronas asustadas, o viudas cargadas de hijos, con un préstamo o con una hipoteca, y la gente, la misma gente, solía decir: hay que ver cómo ayudó el tío Fulano a la pobre Menganita, que en gloria esté. ¡Es tan bueno! Y es que la sangre, aunque sea de pájaro, asusta a las personas porque se ve; pero un dogal al cuello, que aprieta y aprieta, poco a poco, durante años y años, no espanta a nadie, porque nadie quiere mirar para él. ¡El mundo es así!
Pues a lo que íbamos; no es que fuera un viejo pero tampoco era ya un niño. Debía andar, según mi cuenta, por los quince o catorce años y, aunque no es natural que fuera ya un modelo de gramática parda, tampoco era por entonces un angelito inocente, y sabía ya, o por lo menos olía, dónde me iba a ir bien y dónde mal.
Dice el refrán que hay que poner buena cara al mal tiempo, y no sé si lo habré cumplido, aunque bien es sabido que me lo propuse, pero pienso que muy lozana debió ser por entonces mi faz, a juzgar por lo malos que fueron mis días.
El caso fue que a aguante nadie me hubiera aventajado, y que los gimnastas se fueron poco a poco aburriendo, aunque nunca del todo, de hacer la mismísima, con lo que yo, aun sin desechar la idea del abandono, pude tener calma para buscar despacio cuando me convenía.
Anduvimos, ellos dentro y yo delante del carro, por toda España, que bien grande es y, a pesar de que conocí un montón de gentes, a ninguna quise arrimarme, quizá por aquello de lo malo conocido y de lo bueno por conocer.
El único hombre que me pareció decente, y no me equivoqué, lo fui a encontrar a media legua de la población que llaman Cuenca —después de haber andado con los franceses cerca de seis o siete meses— hermosa ciudad grande como nunca la había visto, con su catedral, su obispo y su gobernador.
Estábamos acampados a la boca de unas cuevas que habían por allí, cuando vi que venía hacia nosotros un caballero alto como una espingarda, de finas manos y noble ademán, sus negros lentes ante la mirada, el rostro pulido y afeitado, y sobre los hombros una capa de buen paño, que mismo daba a entender la buena posición de su amo. Hablaba reposadamente y con la cabeza alta como un rey, y tales cosas decía, tan espirituales y bien dichas, que al principio pensé si no sería el mismo señor obispo, que de tal guisa se disfrazaba para mejor conocer y tratar a sus ovejas.
El caballero se acercó al grupo que formábamos y nos dijo, sereno y sonriente:
—Poneos en pie.
Todos obedecimos prestamente y como dominados por su voz. El caballero continuó:
—Sentaos, estáis en mi casa.
Volvimos a obedecer sin rechistar.
—¿De dónde venís?
—Venimos de andar —le dijo el señor Pierre, atemorizado como nunca le vi.
—¿De andar?
—Sí, señor; de andar por los caminos.
—¿Y habéis visto altos chopos, frágiles cañas, cimbreantes juncos, aguas que corren incesantemente, mirlos silbadores?
—No nos hemos fijado, señor; nosotros…
El caballero dejó al señor Pierre con la palabra en la boca. Todos nos quedamos como anonadados y ninguno de nosotros osó quebrar el silencio.
A lo lejos pasaba un hombre montado en las ancas de un asno, a la manera gitana.
—¡Eh, buen hombre!
El hombre se paró.
—¿Qué quieren?
—Queremos preguntar, si usted lo permite.
El paisano dió al burro para nuestro lado y se arrimó.
—¿Qué se les ofrece?
—Una duda, amigo, que queremos deshacer. ¿Quién es aquel caballero que se aleja hacia la casa?
—¿Cuál?
—Aquel que por allá va.
—Un hombre de bien, amparo de los tristes y amigo de los pobres y desgraciados.
—¿No está loco?
El del burro se echó atrás, tiró de la garrota y frunció el ceño.
—¿A usted nunca le han dado dos lapos?
El señor Pierre rectificó:
—Lo digo por preguntar; no se enfade. ¿Qué oficio tiene?
—Es poeta.
—¿Poeta?
—Sí, señor; mira para los chopos, para las cañas y para los juncos, y compone versos. A veces se le encuentra escuchando el silbar de los mirlos del camino o mirando el correr de las aguas de los arroyos.
—¿Y de qué vive?
—De dar todo lo que tiene, bien lo sabe Dios; la pena es que ha de llegar el día en que se encuentre sin un real.
—¿Y cómo se llama?
—Don Federico.
A mí aquel nombre me hizo buen efecto porque olía a hombría de bien; no como aquellos otros de Pierre y de Etienne, que en seguida se veía que eran inventados.
—¿Y es rico?
—A juzgar por lo que da, nadie en el mundo más rico que él.
—¿Y qué da?
—Lo que no le piden y lo que ha menester el que sufre: consejo al errado, manjares preparados por su misma mano al hambriento, abrigo al desabrigado… A ustedes les daría algún que otro celemín de la mucha vergüenza que le sobra.
El señor Pierre hizo como que no le entendía.
—¿Y pesetas?
El hombre del rucio le atajó:
—¿Usted le quiere robar?
—¡Dios me libre!
—¡Más le vale!
El hombre dió vuelta al burro y se alejó de nosotros. Desde lejos volvió la cabeza para mirarnos. Subido a su cabalgadura, se recortaba su silueta como la de un escudero del impenitente señor del bien.
El señor Pierre estuvo callado un largo rato; parecía como cavilar. Lo que tramara lo ignoro. Nada bueno debió haber sido, pero nada malo, gracias a Dios, llegó a poder contra don Federico.
Cuando se hizo de noche, como mis amos, por ahorrar velas, se acostaban con el sol, igual que las gallinas, en vez de acurrucarme como siempre debajo del carro, me quedé dando paseos para un lado y para otro. El perro andaba a mi vera, y el oso, medio soñoliento y medio despabilado, me seguía con la mirada, volviendo constantemente la cabeza como un gigantillo; a veces, al pasar, le acariciaba el hocico, y él, como agradecido, me daba la pata. Cuando olvidaba el mimo, rezongaba en voz baja cualquiera sabe qué súplicas o qué imprecaciones.
La señorita Marie, con el niño ciego en el regazo, rezaba en francés la triste oración sin fin de todas las noches. Hacía una figura que daba qué pensar; sin embargo, no creo que nadie haya pensado jamás en ella.
Yo estaba nervioso, desazonado. Sobre nosotros, más cerca que de día, se veía el amontonado caserío de Cuenca, con sus luces encendidas y sus torres inmóviles y gordas como espantosas, como inmensas mujeres muertas, en cuyos vientres viviera ese mundo maldito de las gentes sin conciencia que visten su alma de luto para asistir a todos los entierros, que acompañan al agarrotado en sus últimos momentos para hablarle de resignación, que se irritan al oír llorar un niño, cantar un gallo, reír una mujer.
El río marchaba estruendosamente, por sus hoces profundas, y la luna alumbraba como por obligación, casi con temor, nuestro escenario.
Jamás, como aquella noche, tan apesadumbrado estuve. La alegría, pensaba, ¿dónde está? Y mi cabeza, como despoblada, nada quería responderme.
—Colosse —le dije al perro—, eres una oveja con corazón de perro.
Colosse se me quedó mirando, las inmóviles orejas en punta, sentado sobre sus patas de atrás. Estoy seguro que me comprendió.
—Ragusain es un tonto; no hace más que mover la cabeza.
Colosse me miró, miró después para Ragusain y se cruzaron sus miradas. Como un escalofrío recorrió el cuerpo del perro, y el lomo de Ragusain se arqueó ligeramente.
Hablar a los animales fue una insensatez que jamás volví a hacer en mis días. Entonces, no sé por qué, no pude evitarlo.
—La señorita Marie, Colosse, es una pobre mujer.
La primera vez que me sentí caballero me tembló la voz.
Entonces nada pensé, nada absolutamente, y entonces también pude percatarme de que, en esta vida, no se piensan más que las cosas pequeñas. Las cosas grandes, las pocas cosas grandes que podríamos pensar, jamás lo hacemos. Nos invade todo el cuerpo un raro temblor, nos laten las sienes desacompasadamente y se nos nublan los ojos. Eso es todo.
Me acerqué a la señorita Marie.
—Señorita Marie, yo me voy.
Me espantó que no se extrañase.
—¿Adónde?
—Adonde don Federico.
—¿Lo has pensado?
—No; no quiero.
La señorita Marie dejó caer la cabeza sobre el pecho y abrazó, aún más fuertemente, al cieguecito.
—Salamanca, me voy contigo.
Se me quedó la garganta seca de repente.
—Don Federico —continuó— es un hombre decente.
Su voz, casi apagada, parecía cruel; nada faltó para que me echara atrás. La señorita Marie siguió hablando:
—¿Nos llevamos al niño?
—¡Claro!
—¿Y a Colosse?
—También.
—¿Y a Ragusain?
—También.
Un pájaro nocturno lanzó al aire su quejido. A lo lejos, una lucecita señalaba la casa de don Federico.
Sin decir una palabra nos pusimos en marcha. Yo daba el brazo, como un novio, a la señorita Marie, que llevaba al niño dormido como un angelito. El perro iba delante, derecho hacia la luz, y el oso venía detrás, arrastrando sobre las matas su rota cadena.
Un silencio que daba miedo hacía aquella noche.
Llegamos a la puerta y llamé. Todos nos quedamos bobos mirando para ella. Un hombre con un velón en la mano nos abrió.
—No es esta hora de limosnas.
—No queremos limosna, señor, queremos algo más.
—¿Y qué queréis?
—Queremos ver a don Federico… Somos amigos de él.
—¿Amigos?
—Sí; señor. Llámelo y verá.
El criado se volvió:
—¡Señor don Federico! —gritó ahuecando la voz.
Del piso de arriba contestó el amo:
—¿Qué quieres, Prudencio?
—¡Que baje, que hay aquí unos amigos!
Don Federico tardó algunos minutos en bajar. Vestía una levita por media pierna y traía la cabeza descubierta.
—¿Quiénes sois?
Yo me hice fuerte:
—Somos sus amigos, señor, que le pedimos protección. Si no quiere dárnosla, pedimos que nos mate… Siempre sería mejor… Nosotros hemos andado muchas leguas, señor, hemos visto altos chopos en el camino, frágiles cañas en los cañaverales, juncos que cimbrean a las orillas de las aguas que corren rumorosas; nosotros hemos oído, señor, silbar al mirlo desde la enramada…
La faz de don Federico parecía la de un bienaventurado.
—No sigas —me interrumpió—, ¡Prudencio!
—¡Señor!
—Dos alcobas. En la del caballero metes al oso y al perro.
Colosse y Ragusain miraron para don Federico. La señorita Marie tenía la vista baja y no sabía ni lo que hacer.
—Señores —nos dijo—, están ustedes en su casa. Mi nombre, ya saben, es Federico, don Federico. El nombre de nuestra casa es el muy cristiano de la Cruz del Bordallo. Quizá llegue el día en que les cuente su leyenda.
* * *
A los ocho días ya habíamos todos olvidado las palizas que, de orden de su amo, diera Prudencio al señor Pierre y al señor Etienne, que llegaron a las puertas de la Cruz del Bordallo en son de pelea.
—La gimnasia —nos dijo don Federico— es vicio de avisados que se duermen, o virtud de tontos que quieren despabilar. Prudencio jamás la hizo, y en todo el contorno no hay quien le haya arrimado nunca un palo en la cabeza. Sirve para ganarse, mal ganada, la vida; sirve para perder, bien perdida, la salud; para lo que no sirve es para derribar en buena lid a un hombre de corazón.
La vida, en compañía del poeta, discurría por las sendas del bien, y tanto yo como la señorita Marie, pronto hubimos de hacer nuestras carnes al buen vivir y mejor yantar, con lo que criamos unas lozanas grasas que dieron brillo y prestancia a nuestras caras, al tiempo que nos quitaron ligereza del cuerpo y pesar del alma: dos cosas que, para ser honestos, de bien poco sirven, ¡bien sabe Dios!
El cieguecito, sin embargo, no prosperaba como fuera de desear y seguía apareciendo esmirriado y canijo como un palomino recién salido de la cáscara. Don Federico ordenó que se le dieran las aguas bautismales y dispuso que de nombre se le pusiera Respicio —santo mártir de Nicea—, palabra sonora y hermosa que seguramente significa lo contrario de Hospicio, y además Pedro de Sassoferrato, santo del día 3 de setiembre, fecha del bautismo.
—Con esto queda además apellidado —nos decía—, y a fe que un ciego que se llame Respicio Pedro de Sassoferrato, tanto podrá parecer un glorioso capitán herido en combate como un fiero y temerario argonauta que hubiera perdido el mirar mismo a la vista ya del vellocino de oro.
Don Federico, cuando esto decía, levantaba su orgullosa cabeza sobre nosotros y su mirada, a través de los negros cristales con que la guardaba y protegía, tenía una dulzura que no puedo relatar.
—Este caballero —nos decía— es hijo de nosotros tres, y a él todos como padres nos hemos de dedicar. Sus tíos Colosse y Ragusain —añadía de broma— ya irán sabiendo poco a poco sus deberes.
La criatura tuvo desde aquel día un nombre y, si bien durante poco tiempo quiso la Providencia que lo usara, siempre más ha valido que para el otro mundo se marchara llevando su buen llamar cristiano, que aquel otro de «Farlouze» que el desprecio de la madre o el apego de la señorita Marie quisieron colgarle.
Pasó todo el mes, que aquel año tan caluroso fue como el pleno estío, y llegó octubre con los primeros vientos, que pronto hubieron de levantarme en vilo y llevarme en volandas a larga distancia, como si fuera un vilano. Verdaderamente demasiada felicidad era aquélla para cueros tan poco hechos a usarla.
Al pobre niño tampoco le sentó bien el otoño, y el viento que a mí me llevó, saltando los Altos de Cabrejas, hasta Belinchón, al pobrecito lo transportó hasta el otro mundo, no sé si a saltos también o más llanamente.
Lo sucedido fue que, tanto la criatura como yo, nos vimos obligados a emigrar, si bien no al mismo sitio, por fortuna para mí, y que, con gran dolor de nuestros corazones, hubimos de dejar la Cruz del Bordallo y su habitante sin nuestra compañía, que si la echó de menos nunca tanto habrá sido, según se me ocurre pensar, como yo me vi forzado a hacerlo. Pero el añorar es vicio de jóvenes que creen que al tiempo se le puede dar paso atrás como a los relojes, y yo ya soy, para mi desgracia, lo bastante maduro para no andar solazándome en recuerdos. Entonces pensaba de otra forma, pero ahora, ¿para qué quiero pararme en la memoria?
Pues bien, como decía, la bicoca se me acabó, tuve que recoger una vez más mis pobres cachivaches, y don Federico me dio, con su saludo y con su Dios te guarde, la puñalada de la misericordia.
Todo fue por un motivo bien peregrino y bien desgraciado, pero ya es sabido que el hombre propone y Dios dispone, y que aunque mi propósito, ya se lo pueden imaginar, fuera quedarme allí por los días de mi vida, la disposición divina ordenó las cosas de otro modo.
La señorita Marie me despidió con lágrimas y quiso venirse conmigo. Yo rogué a don Federico que la disuadiese, y éste, no sin cierto trabajo, la convenció. Allí estuvo, según mis noticias, hasta tres años más, pasados los cuales le entró la vocación y se metió monja. La pobre fue lo mejor que pudo hacer.