Un día, en el mes de octubre, como digo, que había marchado al campo como todas las mañanas, en busca del tunante de Trastamara, el caballo de don Federico, que se iba de picos pardos una noche sí y otra también, me encontré, hacia el sitio donde tiempo atrás hube de acampar con los franceses, con mi antiguo conocido Abraham, el nieto del virrey Bantabolín, quien olvidado, nunca quise maldecir el por qué, de su violín y de sus dos amigos, se afanaba en arreglar unas cintas y unos papelitos de colores en la amplia caja que le colgaba del cuello.
Cuando le vi me quedé como espantado, y de no haber sido que él me reconoció y me llamó por mi nombre y a grandes voces, seguro estoy que allí me hubiera quedado plantado como una estatua.
Yo me acerqué cuando me oí nombrar y lo vi roto y envejecido como no había pensado que podría estar. Cuando llegué ante él se descolgó la caja y cayó de rodillas a mis pies.
—¿Me perdonas? —me dijo.
Yo no sabía si estaba de broma o más loco todavía que cuando lo dejé.
—Álcese vuestra merced. ¿De qué tengo yo que perdonarle?
—¿Te acuerdas de tus dieciséis duros?
—Sí, señor.
—Pues yo sé lo que me digo; pero bastante ya llevo pagando mi pecado que cuando nos fuimos de Lumbrales con lo que tan mal habíamos reunido, tal bronca tuve con los otros que a poco me matan.
—¿Por la parte?
—No, hijo, que la parte ya se sabe que había de ser igual para todos, y por esa cuestión no se podía reñir; que por lo que lo hicimos fue por aquello de quién había de ser el repartidor, y ninguno nos fiábamos. Anduvimos a golpes, y como ellos daban con el fagot y con la flauta, y yo con el violín, llevé la peor parte, porque ya es sabido que la madera es menos heridora que el hierro. Allí se deshizo la compañía, allí dejé el instrumento en las espaldas de Cachimbo y allí me marcaron como a una res, aunque no a hierro ardiendo, sino a flautazo limpio. Mira.
Se destocó la cabeza, buscó en su enmarañada cabellera y me enseñó una cicatriz como de un par de dedos que mismo se veía que había sido de un estacazo a modo.
Yo no sabía qué cosa comentar para hacerle olvidar los golpes y se me ocurrió preguntarle por los cuartos.
—¿Y la bolsa?
—Eso es lo malo, hijo, que quedó sin repartir, y dos de nosotros tres se tuvieron que marchar a dos velas.
—¿Se la llevó el señor David?
—No, hijo, que no pudo, aunque lo quería, que me la tuve que llevar yo, corriendo como un conejo durante más de una semana, y ahora me remuerde la conciencia.
—¡Vaya por Dios!
—Sí; verdaderamente.
Abraham se quedó como pensativo:
—Con lo que en ella había —continuó— me compré esta caja y la primera remesa de mercancía para ir viviendo, y lo que sobró se lo di a los pobres desamparados, que no pueden trabajar, y a quienes está bien dar una ayuda.
—Sí, señor.
—Llegué a repartir cerca de una peseta, y más hubiera dado de haberme sobrado más, pero la mercancía es cara porque los papelitos se mojan y hay que tirarlos, y a la gente hay que darles coplas nuevas y ahora no hay poetas como en otros tiempos.
Me acordé de repente de don Federico; fue el diablo quien me lo trajo a la cabeza, y allí se labró mi ruina.
—Yo conozco uno —le dije.
—¿Pero es bueno?
—Sí, señor, muy bueno. Es mi amo.
—¿Y sabe hacer coplas?
—¡Ya lo creo! De todas clases.
A Abraham se le alegró el semblante.
—¿Y querrá anticipar algún dinero para la imprenta?
A mí, en aquel momento, se me descorrió el velo que tenía sobre los ojos y pude ver claro por dónde iba el tunante. Sin embargo, ya no podía dar marcha atrás; había que seguir adelante y defenderse de la mejor manera.
—No sé; se lo puede usted preguntar.
—¿Y vivís muy lejos?
—No, señor; en aquella casa que allí se ve.
—Pues vamos andando. Anda, acompáñame, que ya te lo he de pagar.
Si fue por la obligación de buscar a Trastamara o por la poca fe que di a sus palabras la razón por la que me negué a acompañarle, es cosa que no veo claro.
—Ahora no va a poder ser, señor Abraham, que ando detrás de un caballo que no encuentro, pero vaya usted hacia el mediodía y allí se encontrará con don Federico y podrá hablarle.
—¿Don Federico dices que se llama?
—Sí, señor.
—¿Y de apellido?
—No lo sé.
—Bueno, es igual. ¿Tú estarás allí a esa hora?
—Procuraré.
—Pues hasta luego. Anda por el caballo y que San Antonio te lo ponga delante.
Nos despedimos y marché detrás del rastro de Trastamara, más que un poco preocupado con el encuentro.
No sé si mi cabeza no estaba para atender a nada o lo que pasó, el caso fué que el caballo no lo topaba por más que procuraba atender. Después de un largo trecho de andar y otro largo trecho de ver pasar el tiempo, me senté desazonado sobre una piedra a esperar que Dios me iluminase.
La cabeza la tenía poco segura, y de ella no podía apartar la imagen de Abraham, con sus cintas verdes y coloradas y sus papeles naranja y amarillos. Me lo figuraba sentado donde lo dejé, ordenando su caja, haciendo tiempo para que llegara, con la mediodía, el momento de presentarse ante mi amo.
Pensé avisar a don Federico y ponerle en guardia contra el antiguo músico; entonces, tan inocente era, que pensaba que los poetas escuchaban la voz de la cordura cuando suenan en sus oídos las sirenas de la fantasía.
Volví la cabeza y detrás estaba Trastamara, mirándome.
Como, aunque a trasto y pendón pocos le ganaban, en el fondo era dócil y noblote y conocía a su gente, sólo un silbido me bastó para que se arrimara.
Lo monté y, sin hacer ni un extraño, tiró, como todas las mañanas, para la cuadra. Lo azucé un poco para llegar a tiempo de dar el aviso, y en menos que canta un gallo me puso su caminar a las puertas de la casa. Le di unas palmaditas en el cuello, otra más fuerte en la grupa y Trastamara se marchó por el portón, en busca del pesebre.
Volví hacia la casa para entrar, como era de ley, por la puerta de atrás, y oí voces y risas que me dieron mala espina. Escuché y quedé espantado: Abraham y don Federico hablaban del negocio de las coplas.
—Bueno —se oía a mi amo—, yo le haré las coplas. De los gastos de papel y de imprenta, me ocupo yo; usted no se preocupe. Usted lo único que tiene que preparar son hermosos discursos para las mozas, bellas y apasionantes arengas para nuestros romances. «¡La copla del amor que todo lo cura, la copla del amor ciego y del amor no correspondido! ¡La copla de los amores del Rey del Mar con la bella Princesa de las Sirenas! ¡La copla de los amores del Rey del Aire con la hermosa Infantina de las Palomas!».
Se oía la risa de Abraham. Entonces vi que ya no había remedio. Esperé a que se marchara; no hubiera querido verlo. Cuando lo hizo me presenté, cariacontecido, a mi amo.
—Don Federico —le dije—, quería hablarle.
—¡Habla, Lázaro, caballero Lázaro, amigo mío! ¡Hoy es día grande en la Cruz del Bordallo! ¡Mañana mis versos volarán, como mariposas, por encima de Cuenca, por encima de Madrid, por encima de España toda! ¡Irán vestidos de colores, y unos simularán una nevada, otros una lluvia de azules campánulas, otro aún una granizada de enamorados corazones! ¡Es día grande, Lázaro, el día más grande de la historia! ¡Los observatorios se volverán locos, y desde los mundos del cielo, sus habitantes creerán que la tierra arde, que ha llegado la era de la bienaventuranza, que ya no quedan en ella miserias ni hombres ruines!
No me atrevía a desengañarle; por el camino todavía se veían las espaldas de Abraham.
—Mi amo, yo me tengo que marchar.
—¿Ahora que vamos a conseguir la felicidad?
—Ahora; sí, señor. Yo no quería, pero…
No sabía lo que mentirle; nada llevaba preparado.
—¿Pasa algo?
—Sí, señor… Que he heredado.
—¿Quién te lo dijo?
—Una corazonada, señor don Federico, me lo dice. Yo… me voy a Salamanca.
Don Federico parecía como cavilar.
—Al corazón, hijo mío, hay que creerle. Vete.
Se había puesto solemne y me dió su mano a besar.
—Que Dios te guarde.
—Yo no me quiero ir todavía. La señorita Marie no sabe nada. ¡La pobre está tan triste con lo del niño!
—Sí; es verdad. Díselo. Pero no te distraigas. El corazón…
Fuí donde la señorita Marie, le conté toda la verdad y le dije que me marchaba.
—Me voy contigo, Salamanca; ya me fuí una vez.
—No, señorita Marie, ahora no; ahora no voy a casa de ningún don Federico. En España no hay ningún don Federico más.
Lloró, lloramos los dos, mejor dicho, como dos bobos, le rogué que por nada del mundo desengañase a nuestro amo y fuí al piso de arriba, donde éste estaba.
—Don Federico —le dije—, a usted le encargo la señorita Marie; dígale que no se venga conmigo.
Una pena me cogía todo el pecho. Hice el macuto, guardé los dos duros que me dió don Federico y salí a la puerta.
El sol ya se había puesto y era casi de noche. Sin embargo, no quise esperar.
Los caminos se abrían, una vez más, a mi desamparo, y las estrellas serían, una noche más, el techo de mi sueño.
Si aquel día fuí noble, que el diablo me perdone. Que Dios me perdone, a cambio, las muchas veces que en mi vida fuí ruin y vicioso. Vaya lo uno por lo otro.
* * *
Al llegar, a los cuatro o cinco días de marcha, a los montes que llaman de Cabrejas, pensé que, harto ya de padecer por el andar y andar sin descanso y sin tino, habrían de sentar bien a mi cuerpo pecador unos tiempos de paz y sosiego.
Lo pensé de repente, cuando veía a mis pies toda la llanada que dicen de la Mancha alumbrada como un ascua por el sol de la tarde.
Decidí conseguirlo y no lo logré; hice lo que pude, pero fue vano. El sino de mis huesos era trotar senderos y allanar caminos, y yo, ¡pobre de mí!, quise luchar con él; luego pude ver cuán vanamente.
A mis plantas se veían los pueblos colocados como con la mano, y antes de decidirme por cuál habría de ser el mío, los contemplé con calma, como el señor de todos, regodeándome en imaginarlos fértiles y acogedores como, por desgracia mía, ninguno de ellos era, y ordenados y ricos como, para desgracia de sus moradores, ni uno solo resultó.
Miré para el levante y vi poblachos en ruinas y aldehuelas miserables de hermosos nombres. A lo lejos, Palomares del Campo se agazapaba, como temeroso, sobre el terreno, y Torrejoncillo del Rey moría entre las barbecheras como un animal sediento. Más cerca de los montes corría el Gigüela por su duro lecho de cantos, y Horcajada de la Torre y Villanueva de los Escuderos se miraban, sobrecogidas, sus viejas y rugosas muecas en las aguas escasas. Vi que eran los pueblos de los venidos a menos y les volví la espalda; los tiempos eran duros, y una hogaza de pan bien valía por diez escudos de piedra.
Caminando con el sol el paisaje nada mejoraba y hacia el poniente, mismo al alcance de la mano Carrascosa del Campo parecía un conejo preparado para escapar. Me dió risa la ocurrencia y saqué del morral un poco de vino que compré al pasar por Caracenilla con el dinero que me diera don Federico. Me había hecho menos impaciente y más sesudo, y escapaba de llevar dinero en la bolsa. Alcázar del Rey moría al pie de una colina y Belinchón, a lo lejos, y con el sol de cara, semejaba una joya perdida en mitad del secano.
Hacia allí decidí marchar, y aunque mucho antes de alcanzarlo pude ver que de joya poco tenía y sí mucho de pajar y bastante de cuadra, pensé que más prudente sería no seguir vagabundeando como perro sin amo, y a él me dirigí.
Tiré, como un conquistador, por la calle de en medio, y estuve en dudas si pararme ante un letrero que decía Fonda de Lucas, ante otro en el que se leía Mesón del Mirlo, o ante otro todavía, más modesto, que no ponía más cosa que Posada. En la Cruz del Bordallo me había hecho un señorito, y como aún me restaban seis pesetas, pensé darles aire por aquello de que había perdido la afición a las bolsas repletas, el vientre vacío y el cuerpo molido.
Me decidí por el del medio, y hacia él arrimé mi persona con decisión y como si ya estuviese acostumbrado de toda la vida. Era un viejo caserón, mal enjalbegado y lleno de costras, con planta baja y un piso, profundo ventanillo enrejado a la morisca en la primera y corrida balconada de piedra en el segundo. Sobre el portón, que tenía unas letras grabadas y ya medio borrosas, había un pájaro negro no muy dibujado y sujeto a la balaustrada del balcón un letrero pintado con almagra, donde con primor —según me dijeron más tarde— había puesto el Miranda, el maestro herrador, que también pintaba y hacía de todo un poco, las palabras que se podían ver: Mesón del Mirlo. Vinos y comidas. Hay camas. Al ir a pasar la puerta miré otra vez para el letrero y pude ver que la almagra ya tenía —de puro vieja— el rojo y como entristecido y apagado color de la sangre seca. Me dio mala espina el pensamiento, y para desecharlo imaginé que aquello sería cosa del tiempo, que a veces se entretiene en desfigurar los sucesos, en variar los colores y en envejecer las carnes.
Entré, y un olor a rancio me dio en las narices. Nada se veía en todo el vasto zaguán, fuera del rincón que alumbraba el ventanillo. Dejé la puerta cerrada, como estaba, y grité por el amo. Un niño que jugaba con un cachorro a la luz que daba el hueco, levantó la cabeza, me miró y se echó a llorar. Pasó algún tiempo, volví yo a las voces y el niño al llanto, y por la escalera, que crujía y se quejaba como un desvanecido, bajó una mujer gruesa y peluda, con los brazos remangados y el sucio delantal de rayas recogido a la espalda.
—¿Qué quieres? —me dijo desabridamente.
—Que me trate de usted, que para eso pago.
—¡Anda con el mocos! ¿Qué desea vuestra señoría? A mí me estaba hartando con tan poca educación.
No es que uno fuera un príncipe, ciertamente; pero tampoco uno se acercaba al mesón a robar gallinas o a pedir limosna.
—Quiero comer y beber y una cama para la noche.
—¿Y mañana?
—Mañana Dios dirá.
—¿Va de pasada?
—No lo sé; vengo a buscar amo a quien servir.
—Bueno, bueno. El pago es antes, ¿me entiende?
—Sí, señora. ¿Cuánto es?
—¿Qué quiere cenar?
—Lo que haya.
—Aquí hay de todo, pida usted.
—Pues deme vaca.
—No, vaca no hay.
—Pues unos huevos.
—No, huevos no hay más que uno y es para mí.
—Que le aproveche. ¿Hay patatas?
—No, se han acabado.
—Pues… deme lo que se estile, a mí me es igual.
—Le daré cecina, ¿le gusta la cecina?
—Sí, señora; y un jarro de vino.
—¿Tinto?
—Sí, tinto. ¿Es bueno?
—¡Ya lo creo! Tenemos vino del país, vino de Arganda y vino de Valdepeñas. ¿Cuál quiere?
—Deme del país, siempre será más barato.
—Sí. ¿Un litro?
—Bueno. ¿Cuánto es todo?
—¿Va a tomar copita?
—No.
Hice ademán de echar mano a la bolsa y la mujer se amansó.
—Pues verá; la cecina, treinta; el vino, cuarenta, ya van setenta, y la cama, pongamos otros setenta, total, para redondear, seis reales. Como yo también tengo que ganar, le llevaré siete reales por todo. ¿Hace?
—Hace. Tómelos usted.
La mujer cogió los cuartos, se los metió en un pañuelo que sacó por el escote y desapareció escaleras arriba.
—Aquí cenamos a las siete —me dijo ya desde el rellano.
Salí fuera por matar un poco el tiempo y me metí en una taberna a tomar un vaso. Todos me miraban, pero ninguno me daba ni las buenas tardes; se conoce que era la costumbre de aquel pueblo. La gente estaba callada y nadie se movía. El zumbar de las moscas era continuado como el ruido de un agua que manase, y en el hilo de la luz y sobre la tarlatana de color de rosa que tenían para tapar el queso y el chorizo —un pedazo de queso y otro pedazo de chorizo—, grandes y negros racimos de moscas se apelotonaban y hervían como en una olla.
Pagué la perra y me marché. Aún era de día y aún la hora de la cecina estaba lejos, pero pensé que más me convendría conocer el pueblo, aunque no más que de por fuera, que acabar de aburrirme con los clientes de la tienda de vinos.
De aquel viajecillo hube de sacar dónde emplear mis hambres, y de ello doy gracias a Dios: que si con don Roque no lo pasé demasiado bien, quién sabe cómo lo hubiera pasado sin él.
El caso fue que en la plaza de la Constitución me senté en un poyo de piedra que resultó que caía debajo de un letrero que decía: Botica del Licenciado Roque Sartén; que de la botica asomó don Roque debajo de su bonete de terciopelo; que del cuerpo del boticario salió una voz chillona como la de una damisela, y que la voz me dió pie para pegar la hebra, primero, y pasar dónde dormir a cubierto, después.
—¿Tienes frío, mozuelo? —me preguntó la voz.
—No señor —le respondí—; que aún no es tiempo.
El don Roque me miró con sus cristales igual que si yo fuera un bicho raro, y continuó:
—Estás muy alto, ¿eh?
—Sí, señor; más que el año pasado.
—¿Y eres de por aquí?
—No, señor.
—¿Eres de Tarancón, entonces?
—Tampoco, no, señor. Soy del campo de Salamanca.
Me miró aún con mayor fijeza y puso una cara rara de verdad.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí?
—Pues ya ve usted, a lo mejor buscándolo a usted.
—¿A mí?
—O a cualquiera; voy buscando amo a quien servir.
El boticario torció la boca, no sé si para sonreír.
—¿Y te gusta el oficio?
—¿Qué oficio?
—El de mancebo.
—¡Ya lo creo! Siempre andaba a vueltas con que quería ser mancebo. Mi padre no quería, decía que era oficio peligroso, que a veces se quedaba uno ciego.
—¡No hagas caso! ¿Y pides mucho?
—No, señor; yo nunca pido, yo cojo siempre lo que me dan.
Don Roque se había sentado ya a mi lado; parecíamos viejos amigos.
—Pues ven mañana por aquí, ¿quieres?, ya te iré enseñando a trabajar. Ahora estoy solo y un poco de compañía siempre hace falta.
—Muy bien, don Roque; mañana vendré.
—Hasta mañana, hijo mío. Oye, no me llames don Roque, llámame señor licenciado. En los pueblos, ya se sabe. ¿Quieres?
—Sí, señor licenciado; hasta mañana. Ahora voy al mesón, que ya tengo pagada la cena.
—¿Estás en el mesón del Mirlo?
—Sí, señor licenciado.
—Pues ándate con ojo con la Paca, ¡es tan brutota!
—Gracias por el consejo, señor licenciado; hasta mañana.
—Adiós, hijo; hasta mañana. ¡Eres una palomita!
Don Roque Sartén se metió en la botica y yo me quedé en medio de la plaza pensando en la Paca, en la cecina, en esto de la palomita y en el niño que viera jugando en el zaguán del mesón. Tenía un lío dentro de la cabeza que mismo parecía que me había vuelto loco.
Cuando empujé la puerta del mesón ya estaba la gente alrededor de la larga mesa; se conoce que ya eran las siete. La Paca repartía improperios mientras trajinaba de un lado para otro, y el niño y el cachorro, abrazados, miraban la escena desde un rincón.
Alrededor de la mesa habría unas ocho o diez personas, todas hombres, menos una; tenían aire de arrieros de alguna posición y comían y bebían abundantemente. Yo me senté en un extremo del banco.
—Que aproveche —les dije.
—Igualmente —me respondieron a coro.
Esperé en silencio a que me trajeran la cecina; comí y bebí cuando me la sirvieron, y pregunté por la cama cuando concluí.
—Mucha prisa es ésa —me dijo la mujer.
—Sí, señora —le repliqué—, que estoy cansado del camino y tengo sueño.
Me mostraron la alcoba, me dijeron cuál era la cama y en ella me eché para dormir, si no como un bendito —cosa que no conseguí por la cantidad de maldiciones que de mi boca salieron aquella noche—, sí al menos como un hombre hambriento de colchón.
El lecho era un camaranchón con tantos años como la historia, alto y desvencijado, con aire no de apacible sepultura —como es ley que las camas han de ser—, sino de flaco y fino galgo cazador, con más ruidos y más ayes que una caja de música o el entierro de un alcalde, y con más bichos que un carnero muerto el día de la Virgen del Carmen y mirado al día de la Asunción. Para compensar estos excesos, tenía su colchón tan poca lana como escasa era la educación de su dueña, y la cama tan desnuda estaba y con tan poca ropa se cubría, que mismo parecía, si no fuera por lo sucia, que acabara de salir del baño.
Pasé la noche de mala manera, y los placeres que me prometía tan por ningún lado aparecieron, que momento no faltó, ciertamente, en que echara de menos el abrigo de un matorral o el duro pero tranquilo lecho de una cuneta.
Entre las picaduras de los bichos, que me soliviantaban, y el roncar, eructar y gargajear de mis compañeros de hospedaje, que no permitían vivir al silencio, tales juramentos llegué a echar por mi boca y tales malas ideas llegó a guardar mi cabeza, que no sé si aquella noche habrá llegado a servir, ella sola, para condenar eternamente mi alma. Quizá Dios quiera perdonarme, ya que si juré y malpensé no fue sin motivo ni a cambio de ventaja alguna; que fue no más que por desahogarme y como para demostrar, al fin, que todavía —aunque malamente— seguía viviendo.
Pasó la noche, llegó la aurora y detrás de ella el día, y abandoné el lecho y el mesón del Mirlo sin decir ni oste ni moste: que buena palabra no podía dar y mala preferí callar.
Tiré paso a pasito para la plaza de la Constitución y me senté a la puerta, aún cerrada, de don Roque Sartén. La gente me miraba al pasar —las mujeres camino de la fuente y los hombres arreando a las mulas hacia el campo— y aún hubo alguno que me preguntó si estaba enfermo, que tan de mañana me apostaba a la puerta de la botica.
—No, señor —le dije—, que no estoy enfermo, sino sano y bien sano, y que espero a que don Roque se levante y abra la tienda, que yo soy del oficio y vengo a trabajar con él.
Me miró el hombre con cara de asombro y se dio media vuelta sin dejar de volver la cabeza de vez en cuando, quizá por ver la traza que yo tenía.
Esperé con paciencia y a pique de dar las nueve en el campanario de la iglesia, comenzó a rebullir don Roque para, al poco rato, abrir las maderas del escaparate y meter la manilla, que todas las noches sacaba cuidadosamente, por la puerta que por fuera parecía la de un corral —de inocente como uno se la imaginaba— y por dentro estaba mismamente atascada de cadenas, candados y cerrojos.
—Buenos días, señor licenciado —le dije.
—Buenos, hijo; veo que eres cumplidor.
Yo sonreí para caer con bien y me dispuse al trabajo.
—¿Hay algo que hacer?
—Por ahora, no, hijo, que las tablas ya las recojo yo, porque están medio partidas, pero desconfía, que ya tendrás quehacer.
Me metí para dentro y me senté. Don Roque, al poco, salió con un pedazo de pan y me lo dió al tiempo que decía:
—Toma, Lázaro; para que te alimentes. Aquí no es costumbre dar desayuno como si fuésemos a labrar la tierra, que nuestro trabajo requiere ligereza de cuerpo y claridad de espíritu; pero hoy te lo voy a dar porque no quiero que tu entrada en la casa sea hecha bajo el signo del hambre. ¿Tienes apetito?
—Sí, señor —le dije cogiendo el mendrugo.
—¡Claro, estás en la edad!
Yo comí mi pan, que vino a resultar mi único desayuno de mis tiempos de boticario, y bien pronto pude ver que lo único que el don Roque gastara y aun malgastara fuera saliva, que de lo demás, tan ahorrador se mostró, que, aunque quise, noche a noche, guardar de la cena para el desayuno, nunca llegué a conseguirlo, ya que tan parca fuera aquélla, que un pellizco, aunque de monja, no hubiera admitido.
—Lázaro —me dijo el amo cuando acabé—, créeme que me pareces buen muchacho y que lo que te voy a decir me hace violencia, pero piensa también que el mundo está lleno de pícaros y de ganapanes, y que a veces pagan justos por pecadores; que si no hubiera sido por un mancebo que tuve, más ladrón que Caco y más traidor que don Oppas, que lo cogí robándome la manzanilla, yo ahora nada te diría, pero entonces me prometí seguir un camino, y aunque bien a gusto lo abandonaría, pienso que mejor será hacerse el fuerte y no claudicar. ¿No crees?
—Sí, señor licenciado, eso creo; pero, por amor de Dios, que no se me pare en rodeos, que ya estoy impaciente por escucharlo.
—Pues sí, hijo, que ando a la busca de la manera de decirlo y no la encuentro.
—Dígalo como mejor le plazca, que yo ya haré por entenderle.
—No lo dudo, Lázaro, que ya te dije que me pareces avisado, pero es que se trata de algo delicado.
—¿Mucho?
—Bastante, que es cosa de la bolsa, que siempre duele cuando la tocan.
—Pues dígalo sin recato, que más vale salir con prisa de los malos tragos.
—También eso es verdad. Pues el caso es que, no es que no me fíe de ti, pero a veces ya es sabido que, como vulgarmente se dice, debajo de una mala capa se esconde un buen bebedor, y pienso que más vale prevenir que poner el parche, aunque a los boticarios nos convenga a veces que el golpe se dé y el parche se ponga. ¿Me entiendes?
—Así, así.
—Pues te voy a explicar. Como yo soy hombre confiado que nada recato de las miradas de mi socio (que tú aquí serás con el tiempo y cuando tengas unos ahorrillos, como mi socio) y nada guardo, tampoco, bajo llave, más que aquello muy importante que pudiera llamar a tentación, me veo obligado, por lo que te decía, a tomar algunas medidas, ¿me entiendes?, de… ¿cómo diría?… de precaución.
—Sí, señor.
—No es que no me fíe, ¡no vayas a pensar mal!, pero ya es sabido que a veces, donde menos se piensa salta la liebre.
—Sí, señor.
—Pues eso. Que yo pienso que si tú llevas algo de plata encima podías dejármelo en fianza, que yo te haría un recibo con todas las de la ley, y así ya estaríamos los dos más tranquilos: yo porque guardaba tu dinero y tú porque no me veías desconfiar. ¿No te parece?
—Sí me parece, señor licenciado, y yo en su caso a lo mejor haría lo mismo; pero créame —le mentí— que soy pobre de solemnidad y ni un real llevo encima, que lo último que tenía, en el mesón lo dejé.
—No te preocupes por eso, que con buena voluntad todo se arregla, y que si hoy no tienes ahorros, quizá los tengas mañana. Lo que podemos hacer es que yo en vez de pagarte en dinero, te voy dando un recibito todos los meses, y al cabo de un año pienso que ya has de tener para la fianza. ¿Aceptas?
—Acepto, sí, señor —le dije, pensando que ya encontraría— ¡pobre de mí! —manera de hacer efectivos mis recibos.
—Pues bien, pasemos ahora a las condiciones. Los tiempos están malos, como sabes; pero yo contigo no voy a regatear. En mi casa tendrás lecho, que ahora te enseñaré; comerás igual que yo coma, menos el postre que yo me doy los domingos y los días de fiesta, y recibirás al mes seis reales para tu bolsillo. Yo te daría más, pero pienso que estás en edad peligrosa para andar cargado de dinero, que nada bueno trae —no siendo ahorrador— y engendra vicios y enfermedades.
Le di las gracias por lo que me ofrecía, ya que pensé que mejor sería mostrarse suave, y enseñándome lo que había de servirme de cama, comenzó mi trabajo con el boticario.
Según me dijeron en el pueblo cuando fui haciéndome amigos, el don Roque Sartén era judío descendiente de conversos de la antigüedad, y algunos, los más lenguaraces, aseguraban que tenía voz de flauta porque no era como Dios mandaba y como eran todos los hombres, sino espadón y acaponado, como gato que fue travieso o potro que anduvo desasosegado. Lo que de verdad hubiera en la voz del pueblo es cosa que no tuve ocasión de averiguar; cierto es que las mozas no le preocupaban, pero no menos cierto es que podía muy bien ser virtud lo que las gentes achacaban a defecto. Después de todo, y como aquello a mí no me importaba, dejé que siguieran diciendo y a nadie hice maldito el caso.
Entre unos sacos de papeles que un día me metí a fisgar encontré ese libro de que hablaba y que me llenó de alegría, El Lazarillo de Tormes, porque en él vi retratado a quien seguramente debió ser mi abuelo, y la providencia no quiso que lo conociera. Hubiera preguntado a don Roque de buena gana, pero no me atreví pensando que no le había de gustar que revolviera en sus secretos.
La vida en la botica era tan pobre como descansada, y así, aunque mucho no comía, como demasiado tampoco se me hacía trabajar, fui tirando sin mayores apuros hasta que me harté del señor licenciado y de sus parcas ahorradoras costumbres.
A los clientes se les cobraba por adelantado, porque, según decía don Roque, no era cosa de andar trabajando como unos negros para que después no pagaran. Por lo visto, eso de cobrar por adelantado debía ser costumbre de Belinchón, ya que la Paca, la dueña del mesón del Mirlo, lo mismo hacía. Verdaderamente, cada cual tiene sus costumbres y cada cual se fía de quien le da la gana.
A las ropas y a los cueros se me pegó un olor a droga que me acompañó hasta que me di aire, y aunque al principio me molestaba un poco y me hacía estornudar, después me fuí acostumbrando, y a lo último casi ni lo notaba.
El orden que había en la tienda llamaba la atención, con todos sus botes en fila y con el nombre de la medicina por fuera, y de haber estado la botica un poco más limpia, a fe que no hubiera tenido rival ni en la misma ciudad de Cuenca. Yo ayudaba a mi amo a alcanzarle los botes cuando andaba con las recetas y, al poco tiempo, ya me ordenaba filtrar cualquier cosilla o trociscar algunas píldoras, cocer ciertas raíces o poner a macerar determinadas cortezas.
Al cabo de un par de meses ya salía al mostrador a despachar bicarbonato o alguna otra cosa facililla, y aunque el encierro no iba a mi manera, aguantaba allí metido, quizá porque llegué a creer aquello de los tiempos difíciles de que constantemente me hablaba el señor don Roque.
El sitio donde dormía estaba lleno de humedad, y por las mañanas tenía la voz como tomada y a veces casi ni se me entendían las palabras, de ronco como llegué a estar. Entonces me demostré que los catarros nada querían conmigo, y de ello me huelgo, porque desde lo del pobre señor Felipe llegué a cogerles verdadero miedo.
Los domingos, y a diario cuando echábamos el cierre, me dedicaba a pasear Belinchón de un extremo al otro —cosa en la que no gastaba demasiado tiempo— y a hablar con los amigos que allí tuve, que aunque duros de mollera, como jamás los vi, compensaban bien crecidamente su cerrazón con mala voluntad y peores intenciones, con lo que resultaba que el pueblo padecía una nube de mocitos a cual más ruin que traía a los perros huidos, a los asnos apaleados, a los viejos añorando pasados tiempos de mayor respeto, a los cristales en eterno peligro y soliviantadas y como salidas a las mozas. A mí me divertían aquellas andanzas y correrías, pero lo malo fue cuando una vez el Ceferino dejó sordo de un cate al Paquito, que era el hijo del secretario, que empezó a echar sangre por el oído y rugidos y espuma por la boca, que mismo parecía que le había dado un ataque, porque el Ceferino, que era taimado como un lagarto, me echó la culpa a mí, y el Paquito se calló, con lo que vino a suceder que los palos del secretario me los llevé yo, y mi amo el licenciado se vió en la obligación de reprenderme, para lo que me tuvo encerrado dos semanas en la tienda y me negó el recibo de los seis reales aquel mes: que la pena, como él me dijo, hay que notarla en el bolsillo, que en las carnes cicatriza y en la libertad no a todos impresiona.
Aguanté todo lo que quisieron hacerme, y cuando el don Roque me soltó, cogí al Ceferino y le regalé, con alguna propina, las tortas que me diera el secretario, para mí tengo que por equivocación. La voz de los palos corrió entre los muchachos y a mí llegaron a tomarme tan gran respeto, que si no fuera por los viejos, que andaban siempre diciendo que yo era un pelao y un mal nacido, me hubiera llegado a convertir en el amo de las bandas. Preferí, sin embargo, no hacerlo y estarme quieto, porque, después de todo, lo que en aquel pueblo sucediera a mí ni me iba ni me venía.
El pobre Paquito se fue a ahogar, al verano siguiente, una vez que se arrimó hasta el Tajo para bañarse; el hombre tuvo que andar lo menos dos leguas para morirse. ¡Menos mal que no iba yo entre la compañía! Si no, no hubiera tenido más remedio que largarme y no volver a asomar por allí.
Seguí haciendo que trabajaba, continué fingiendo que comía, y no impedí que, como siempre, mi imaginación anduviese distraídamente cuando el señor licenciado se esforzaba —es un decir— en enseñarme el oficio. El don Roque para todo encontraba, sin embargo, una solución, y si bien es cierto que yo tan negado me mostré que hubieran pasado los años sin distinguir la sangre de drago del aceite de Aparicio —ni el mismo árbol que sangra del tímido arbusto que llaman corazoncillo—, no menos cierto resultó que llegado el momento en que quise marchar, tales razones adujo y argumentos tales inventó, que por no llevarme nada de la botica ni con los recibos siquiera hube de cargar.
—Que estos recibos yo ahora no te los puedo pagar —hubo de decirme—, que la bolsa la tengo como escuálida de tantos gastos como me ocasionaste y las lecciones que hube de darte —si en ello reparamos— también algo han de valer, pienso yo. Y no es honrado que un muchacho ande cargado de recibos, como un recaudador de contribuciones, y pierda con ello el candor y la inocencia que tanto adornan. ¿No te parece?
—Pues mire el señor licenciado —le dije—, que a mí no me parece demasiado; que pienso que si usted hoy no puede darme los cuartos, podrá a lo mejor mañana o pasado, y que bien mirado eso de llevar unos recibos en la bolsa para mí que siempre viste.
—No te fíes, muchacho, y sigue mis consejos, que soy más viejo que tú, y ya sabes aquello que se dice de que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Piensa que los recibos no te los voy a pagar, y así te irás haciendo a la idea de que, por ahorrar tiempo en buscarlos, tampoco te los voy a dar. En mi casa has encontrado sosiego y buena compañía, lecho, comida y educación, ¿qué más puedes pedir? Si te quieres ir, como dices, con la tía Librada, allá tú y tu conciencia, que yo ya te dije bastante; pero que además quieras irte con mis cuartos, verás que no es de ley.
Yo no discutí, porque bien claro hube de ver que nada en limpio iba a sacar, y preferí despedirme como amigo, por si tenía que volver sobre mis pasos de la aventura con la tía Librada, mujer que por sí sola me hubiera hecho llenar todas las páginas de este libro si con sus hazañas hubiese querido regodearme y extenderme.
El caso fue que abandoné la botica y trasladé mi persona de casa, ya que no de pueblo, cambio con el que perdí —como casi siempre— porque acabó mi servicio a palo limpio, pero con el que continué aprendiendo y formando la costra del carácter.
Pero pienso que esto ha de relatarse aparte por lo pintoresco del suceso que hubo de acaecer.