Es fama que hubo santos varones que lejos del bullicio y de la compañía fueron a buscar, con el descanso de los sentidos, la perfección del alma y de las costumbres; según los autores, vivieron de lo que el Cielo les enviara, se dedicaron al cuidado de las flores y de las avecicas, y llegaron, en su santidad, a infundir respeto a las alimañas y a las tempestades. De su vivir todo lo ignorara yo entonces, y de ello doy gracias a Dios, ya que de haberlo sabido, solo, como en aquellos días me encontré y sin vocación para llevar santamente mi soledad, no sé lo que hubiera sido de mí.

El caso fue que no teniendo a quién acompañar y servir, ni con quién caminar y conversar, tanto hubo de causar sentimiento en mí la muerte de mi pobre amo, que a pique estuve de tenderme debajo de una mata a esperar la llegada del fin.

Si no lo hice fue porque —gracias a Dios— mis piernas caminaban a despecho de mi entendimiento, y tan de prisa a veces, que casi no me quedaba tiempo de llegar a conocer el horizonte, de tan variante como mi apresuramiento me lo hizo.

Me dieron pavor aquellas tierras, me espantaron aquellas aguas homicidas que fluían con indiferencia mismo a los pies del hombre que ellas mataron y me causaron desprecio aquellas matas poco crecidas del monte bajo que sirvió de último lecho a mi amigo el señor Felipe.

Vi venir hacia mí a unos caminantes y me agaché detrás de una carrasca para dejarlos pasar; con nadie hubiera podido cruzar una palabra.

* * *

No sé si estuve caminando sin descanso horas, días o semanas. Andar y andar fue, pasado el primer susto, mi única forma de matar la desazón que me comía, y con tanta diligencia llegué a hacerlo, que cuando quise darme cuenta me encontré en un terreno desconocido y a muchas leguas ya seguramente, de las orillas de aquel río de mal recuerdo.

Paré a pensar y por la cuenta de las veces que el hambre me forzó a robar un nido, a enlazar un gazapo o a escardar alguna patata de los pocos huertos que crucé, saqué la idea de que en aquel tiempo debí caminar más trecho que en todo el resto de mis anteriores días.

Con nadie hablé, porque de todos con quienes pude haberlo hecho evité el encontrarme —cosa no difícil por aquellos vericuetos—, y por la noche, para compensar, cantaba a grito pelado algunas canciones que había aprendido. Por tal desierto caminaba, ¡bien lo sabe Dios!, que mi mal oído y mi peor entonación no encontró más respuesta que, unas veces, el croar de las ranas, otra el sisear de las lechuzas y las más el silbar de los sapos, de las rubetas y de los escorzones.

El primer hombre a quien me presenté me miró con ojos espantados.

—¿Es de Martín Andrán?

—No, señor; soy de Ledesma.

—Bueno, bueno.

El indino echó a andar sin hacerme maldito el caso; tiró por una vereda monte arriba y yo le seguí. Anduvimos, él delante y sin volver la cabeza y yo tras él y sin quitarle la vista del cogote, algún trecho y acabamos a la vista de un caserío ruin y ceniciento.

Me persigné y tiré para delante. Me metí por la calleja de en medio y me paré a la puerta de la tercera o cuarta casa ante un grupo de hombres y mujeres que parecían como desmedrados y temerosos. Todos me miraron en silencio, y sólo un perro osó romperlo, y de tal manera, que sus ladridos aún me retumban en la cabeza cada vez que los recuerdo.

—¡Quieto, Morito!

El perro obedeció gruñendo la voz de la mujer.

—Buenos días —les dije—, ¿dan compañía a un hombre de bien?

Se miraron unos a otros y nadie respondió.

—Digo que si voy bien para Martín Andrán.

—¿Eres de allí?

—No, señor; pero allí tengo un primo de mi padre que me quiere de mozo.

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé, que aquí llevo apuntado en un papel; pero no sé leer.

—¿No será Julio, el Tísico?

—Pues ése es, sí, señor, ya ve usted por donde ahora lo recuerdo.

El hombre que me encontrara en el camino echó su cuarto a espadas.

—Pues ya se está marchando.

—¿Quién?

—Usted, que aquí somos todos honrados y no queremos nada ni de Julio, el Tísico, ni de todo Martín Andrán junto.

—Calla, Nicolás —dijo la mujer que antes hiciera callar a Morito.

—¡Es que da coraje, mujer!

—Ya sé. Oye —me dijo—, ¿tú no has andado al robo por el Abadengo?

—No, señora.

—¡Huy, huy! ¿Y no has estado tampoco en eso de chupar la sangre de Río Malo?

—No, señora, ¡se lo juro!

—Pues entonces no vayas a Martín Andrán. ¡Es pena, anteayer aun pasó por aquí la pareja! No te juntes con tu tío. Oye, Nicolás —le dijo a mi poco sereno amigo—, mira que este mozo parece de buena ley y que no miente; dale algo de comer, anda.

—Muchas gracias.

—No hay que darlas, en Horcajo no somos como en otros sitios.

El Nicolás me llevó con él y no me dirigió la palabra hasta verme sentado en su cocina.

—¿Qué viene a mirar aquí?

—Nada, yo voy de camino.

—¿A Martín Andrán?

—No, ya no voy a Martín Andrán; no sé dónde está.

—Bueno, bueno. ¿Usted no anduvo en aquello de chupar la sangre de Río Malo?

—No, señor, ya lo dije antes; yo no sé lo que es eso.

—¿De verdad?

—¡Así me muera!

Trajinaba por el hogar atizando la lumbre y levantando, de vez en vez, la tapa del puchero, pero no me quitaba ojo de encima.

—Aquí somos todos honrados. Anteayer estuvo por aquí la pareja… y ya ve. ¿Usted va buscando algo?

—Yo voy buscando amo.

—Pues aquí no lo hay. ¿Se va a marchar mañana?

—Si usted lo quiere, sí.

—No, no; yo no quiero nada. Yo vivo aquí y no me meto con nadie; aquí nadie se busca líos, ¿sabe usted?, aquí todos trabajamos; la pareja siempre lo dice.

* * *

La tarde caía tras los montes apresuradamente cuando yo aún no había tenido tiempo de dar gracias a Dios nuestro Señor por haberme permitido salir con bien de aquel endemoniado pueblo de Horcajo.

Hice un alto, miré para el cielo, y cuando bajé de nuevo los ojos a la tierra, vi, sobresaltado, a la pareja, que fumaba en silencio sentada sobre una piedra del camino; los fusiles los tenían sobre las piernas, y en los tricornios charolados refulgían los últimos brillos del sol poniente; había uno —el que parecía de más edad— que al moverse presentaba la cabeza como rodeada de un nimbo celestial. En tales bromas se complace a veces el sol, cuando, ya de atardecida, se dispone a despedirse de la tierra y de sus habitantes.

Di cautelosamente descanso a mi andadura y me recliné sobre el duro suelo, a la boca, casi cegada por los matorrales, de una covacha que por allí había.

Deslié la manta y me preparé el lecho; de allí pensé no moverme hasta ver a la pareja lejos del alcance de mi mirada.

Después de haber escapado de Horcajo y de las garras de Nicolás, no era cosa de que me preguntaran de nuevo:

—¿Vas a Martín Andrán? ¿Conoces a Julio, el Tísico? ¿Has andado en eso de chupar la sangre de Río Malo?

Sólo he bendecido a la guardia civil una vez en mi vida; fue cuando aquella noche, ya con el horizonte clareando, me despertaron para pedirme el documento. Me dieron un susto grande, bien es verdad, pero alejaron con mi sueño a los torvos espectros que lo poblaron. Jamás recuerdo haber pasado pesadilla semejante: el Nicolás, desnudo y con un cencerro a la garganta, cantaba una desatinada canción mientras echaba llamas por los ojos y sangre borboteante por la boca. La canción no la recuerdo; lo que sí recuerdo, aunque confusamente, era su estribillo, que decía algo así como:

Los ojos con arena y con sal,

la lengua en escabeche,

la sangre para el Julio

y la Ramona para mí.

A renglón seguido de cantar el estribillo, el Nicolás prorrumpía en grandes risas y carcajadas hasta que se caía al suelo rendido y suspirando. Entonces, las mujeres y los hombres que vi a mi entrada en Horcajo se arrojaban sobre él y le lamían la piel y le chupaban la sangre. El perro que tan mal me hubiera de recibir, se reía como si fuera una persona, y en vez de ladrar como todos los perros de este mundo, decía claramente entre largos aullidos:

—¡Martín Andrán! ¡Martín Andrán! ¡Martín Andrán!

Yo estaba lejos, viéndoles hacer, pero una fuerza misteriosa me arrastraba, poco a poco, hasta el grupo. Todos se pararon al verme llegar.

—¡Déjalo: ése no tiene sangre, es el sobrino de Julio, el Tísico!

Los hombres y las mujeres bailaban cogidos de la mano alrededor de Nicolás, y de sus rostros como abotargados caían largos chorros de sudor. A un niño que en vez de ser de carne, como Dios manda, era todo de hormigas, le metían una tea ardiendo por el trasero, y las hormigas huían despavoridas mientras el niño se deshacía a toda prisa. Una paloma blanca enrojecía al posarse sobre una encina en cuyo tronco hueco una escuálida mujer desnuda luchaba a brazo partido con un enorme sapo de ojos azules.

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—¡Arriba, galán!

—¿Eh?

—¡Arriba, gandul, y enseña los papeles! ¡Somos la guardia civil!

—¡Ah!