Capítulo 21

AÚN restaban unos pocos días para celebrar la ceremonia de casamiento con María, y los preparativos en la casona eran incesantes. Ignacio, bajo el pretexto de buscar unas maderas, se alejó de allí para que las mujeres dieran rienda suelta a los arreglos que, desde el día anterior, no cesaban. Tomó algunos troncos de una pila que se encontraba a un costado del corral y separó los que creía que iba a necesitar. Luego, se apoyó en ellos. Mantuvo la mirada perdida en el horizonte, rodeado de la inmensidad de aquellas tierras. Sin embargo, su atención se centró en un camino lateral que varias veces usaba para llegar a su rancho. Aún debía regresar y resolver qué hacer con él. Una idea le rondaba la cabeza desde unos días atrás, y estaba convencido de que sería lo mejor.

No estaba dispuesto a que lo acontecido en el rancho impregnara de dolor y sufrimiento aquel lugar tan especial para él. Intentaba dejar atrás el momento desesperante que había vivido cuando estuvo a un tris de perder a María; cuando, por eso, había matado a un hombre con el que compartía la sangre.

Aún recordaba el momento en que había elegido esas tierras bañadas en gran parte por la las calmas aguas de la laguna. Si bien compartía con los Gale el techo en la estancia La Plegaria, ese era su lugar, su refugio.

En aquel rancho se había guarecido al intentar poner distancia de María cuando había creído que lo mejor era poder arrancarla de su corazón. Desconocía entonces que el amor que sentía por ella estaba arraigado en lo más profundo de su ser. Tantas veces, y bajo la excusa de los constantes viajes que hacía a fin de conseguir nuevas tierras para ser anexadas a la estancia, se había instalado por un tiempo allí para buscar un sosiego que nunca encontró.

Si bien, luego de adquirirlo, había tomado la resolución de mantener la misma estructura de antaño, había introducido algunas pocas modificaciones para lograr que sus estadías fuesen más confortables sin alterar la escueta dimensión de la construcción. Para él solo, era más que suficiente.

Ahora, su realidad era una muy distinta: ya no estaba solo, sino junto a su único y gran amor. Su nueva vida comenzaba con María; no estaba dispuesto a que nada —menos aún algún recuerdo doloroso— pudiera empañar la felicidad que compartían. Por ese motivo, el destino de esa propiedad debía ser otro. Quería que María sintiese que el lugar le pertenecía tanto como a él. No le llevó demasiado tiempo dilucidar lo que deseaba hacer: le iba a proponer a ella que hiciera ciertas modificaciones para ampliar las comodidades y darle una nueva fisonomía al austero rancho. Creía que, de ese modo, María se iba a sentir parte de aquel lugar. Esperaba que, con el tiempo, pudieran instalarse allí y poblar cada una de las habitaciones que tenía en mente construir. De repente, el sonido de unas botas sobre la grava lo sustrajo de sus cavilaciones.

—Cómo me gustaría ser parte de tus pensamientos —susurró María en su oído al abrazarlo por detrás y apoyarse en las puntas de sus botas para alcanzarlo.

De inmediato, ella sintió cómo sus manos eran cubiertas por las de él, que depositó besos en cada uno de sus nudillos con esa mágica boca que poseía, que la colmaba de placer cada vez que la rozaba siquiera. Cada caricia que Ignacio le prodigaba, cada beso que le daba era un festín de sensaciones que le atravesaban todo el cuerpo de punta a punta.

—Lamento decepcionarte —contestó al girar y quedar frente a ella—, pero siempre estás en mis pensamientos, por más que desee impedirlo —lanzó con una sonrisa de costado.

Clavó su mirada en la de ella; con un pulgar dibujó el contorno de su boca; luego, tomó un poco de distancia. Le contó lo que había estado reflexionando en los últimos minutos.

—Estuve pensando en el rancho y en todo lo que allí ocurrió. Todo fue tan extraño y, sin embargo, tan ligado a mi historia. Masallé fue una lucha fratricida. Lo que sucedió con Sosa también lo fue en cierta medida. Cuando estuve preso, pensé en que ese era mi destino. Algunas palabras que me dijo Calguneo también apuntaban en aquella dirección. Sin embargo, yo sobreviví a esas luchas, encontré a tu familia, que me cuidó, me enamoré de vos. A pesar de todas las tribulaciones, logré torcer mi destino. No quiero que el rancho quede como una derrota ante eso que me fue impuesto. Quiero transformarlo también para que todos sepan que hay una forma de cambiar ese destino, para que todos sepan que nuestro amor se funda en un lugar nuevo, sin manchas.

Ella lo escuchó conmovida. Él siguió en un tono más jovial, alegre:

—Creo que el rancho necesita ciertas modificaciones, entonces. También para tener mayor comodidad; y nada mejor que una mano femenina sea la que dirija qué hacer y por dónde empezar. Desde que me enamoré de vos, todo cambió. Deberías saber que a partir de ese momento mi mundo se dio vuelta. Así que también debería cambiar mi refugio.

—Me encanta ser la causante de semejante cambio —señaló con una sonrisa en el rostro—. Me gustaría empezar cuanto antes.

—María, primero debemos casarnos, luego irnos de viaje. Cuando regresemos, me decís qué se le ocurrió a esa cabecita.

—En principio te digo que deseo varias habitaciones.

—Lo que quieras.

La distancia que los separaba se acortó de inmediato para dar paso a un beso profundo, voraz.

* * *

Volvieron al vértigo de los preparativos del casamiento. Pese a que ellos deseaban algo sencillo, Sara no dejaba de ocuparse del gran festejo que sería la boda de su hija.

Los aromas que desprendían las palias de bronce y las ollas de hierro se confundían con los vapores y los perfumes de las especias filtrándose por los muros de la cocina. Allí, pasadas ya las náuseas del embarazo, Clara disfrutaba elaborando distintos platos junto a Sara y ante la mirada atenta de Amanda, que cuidaba que no se sofocara demasiado.

Las pinceladas rojizas del atardecer crearon el marco perfecto para la ceremonia que en breve se celebraría. La amplia galería, donde ella tantas veces lo había esperado, era el lugar que habían elegido para consagrar el casamiento. El sacerdote ya estaba allí. Los jóvenes irradiaban una felicidad que alcanzaba a todos los presentes. Ella sentía que nada de lo que había tenido que pasar hasta alcanzar la concreción del amor con Ignacio había sido en vano. Él rebosaba de una felicidad que por mucho tiempo le había sido esquiva.

—Mary, nunca dudé de que esto fuera a suceder. Supe que estaban destinados uno al otro en cuanto los vi —dijo Clara con lágrimas en los ojos.

—Lo sé, gracias.

El cura procedió a leer los votos, a consagrarlos marido y mujer frente al silencio de todos los que estaban presentes.

—¡María, que linda ceremonia! —exclamó Maureen proyectando sus propios deseos.

—Sí, fue tal como la había soñado.

—¿Cuándo se van? —le preguntó Martín a Ignacio.

—Al amanecer. Quiero aprovechar el clima fresco de la mañana. Los otros viajes largos que María ha hecho fueron a la ciudad y en una berlina. Este es distinto, aunque no tengo dudas de que lo soportará muy bien.

Sara, tras despedirse del sacerdote, enfiló hacia los muchachos.

—¿Interrumpo? —dijo con una amplia sonrisa y se fundió en un abrazo con Ignacio—. Estoy muy feliz.

—Lo sé.

Martín conocía a su madre y sabía que eso no era lo único que tenía para decir.

—Pero... —acotó.

En ese instante, Sara le lanzó una mirada fulminante a su hijo, que hizo que Ignacio se riera. Ella cerró el abanico con un rápido movimiento y, asiéndolo por la arandela, lo miró.

—Quiero saber cuánto tiempo piensan quedarse allá.

Ignacio entendía la preocupación de Sara. Era la primera vez que María se alejaba de ella. Aún, luego de tantos años, conservaba el recuerdo de la angustia que había pasado alguna vez en una toldería. Tampoco dejaba de recordar que gracias al cacique Alún todo se había solucionado.

—Mi intención es que los conozca, que estemos el tiempo suficiente para que sepa cómo es mi gente. No vamos a quedarnos indefinidamente —le contó para intentar calmar su inquietud.

—Gracias, querido.

—¿Me perdí algo? —dijo María que se acababa de acercar al grupo.

—No; solo le decía a tu madre que, cuando menos se lo espere, estaremos de vuelta —dijo Ignacio abrazándola.

—No veo que haya ningún apuro en que regresemos, ¿verdad?

El cruce de miradas entre los que la escuchaban fue elocuente.

—Igna, lo dejo en tus manos —dijo Sara con una sonrisa.

Su hija había heredado el espíritu indómito de Charles y nadie podía contra eso. Era una de las tantas cosas que María e Ignacio compartían. Cuanto más juntos los veía, mayor era el convencimiento de Sara de que uno le pertenecía al otro.

La dueña de casa se retiró para conversar con los Linares. No solo no habían querido perderse la ceremonia, sino que también querían conocer al padre de Maureen. Parecía que la cosa entre ellos venía en serio, y era una excelente excusa para cruzar impresiones.

—Patricio me comentó que trabaja con los caballos —dijo Augusto Linares.

—Así es, hemos estado hablando largo y tendido la otra noche.

—Sí, ya quedamos en que, en cuanto pueda, iré a la ciudad a conocerlos.

—Para nosotros, será un honor recibirte.

Poco a poco los comentarios se fueron diluyendo en el aire, y los invitados se fueron retirando de la estancia cuando la noche comenzaba a caer.

* * *

La madrugada alcanzó a la joven pareja amándose con la pasión que los envolvía cada vez que estaban juntos. Ignacio comenzó a vestirse mientras María seguía remoloneando en la cama.

—Ya es hora —dijo acercándose a ella para darle el primer beso de aquella mañana.

—Un beso más y me levanto.

Ignacio no la hizo esperar.

—¿Cómo te sentís? —le preguntó acariciándole la herida, que ya solo era una cicatriz rosada en su tersa piel.

—Estoy perfecta, te lo aseguro —dijo mientras los labios de él se posaban sobre el resabio de la magulladura.

—Te amo.

—Y yo; no te imaginás cuánto. —Le dio otro beso antes de preguntar—: ¿Vamos?

María se levantó y salieron juntos a buscar a los caballos. Al llegar al establo, prepararon a Black, que lo montaría María, y otro animal que se había asignado Ignacio para el viaje. Él ató a su montura un saco de cuero con algunas prendas y algunos alimentos que Sara les había preparado.

—Te falta algo —le dijo él, ante la atenta mirada de ella, que no lograba descubrir a qué se refería.

Ignacio entró al establo y regresó enseguida con un objeto en la mano.

—Este sombrero me lo regaló Charles hace muchísimos años, pero nunca lo usé. Le hice algunas modificaciones para achicarlo, así que no creo que se te caiga —dijo colocándoselo en la cabeza y guardando debajo los mechones rubios que se le escapaban.

—Me encanta; gracias, mi amor. El otro lo perdí no sé dónde.

—Lo encontré tirado en el camino al pueblo cuando te estaba buscando. La tormenta lo estropeó.

Lo que menos deseaba era traer al presente aquel momento.

—El sol va a estar fuerte, así que espero que este sí lo uses —dijo con una sonrisa antes de volver a besarla—. Estoy lista, entonces.

—Ahora sí; vamos.